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Contratación pública, más mercado: cambio de paradigma

Ha comenzado la andadura parlamentaria de los dos proyectos de Ley que, en materia de contratación pública, incorporan a nuestro ordenamiento jurídico las Directivas Europeas 23, 24 y 25 de 2014 relativas a adjudicación de contratos de concesión, contratación pública y contratación en ciertos sectores, respectivamente. Los proyectos de Ley de contratos del sector público y de contratación en los sectores del agua, la energía, los transportes y los servicios postales tienen una característica sobresaliente: su muy deficiente técnica legislativa. Más de 300 páginas, 466 artículos, 46 disposiciones adicionales, y otras tantas derogatorias y finales, suman el monstruo que constituye el peor ejemplo de lo que no debería ser una ley. Cuando el legislador necesita decir tantas cosas, en tantas páginas, es porque, o no tiene las ideas claras, o teniéndolas no son confesables, por lo que hay que ocultarlas en un inmenso océano de palabras.

En la Ley 39/2015, se hacía profesión de fe a favor de la better regulation, la mejora regulatoria. En el artículo 129 se consagran los principios de buena regulación para garantizar, entre otros, la seguridad jurídica, “para generar un marco normativo estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas”. El texto que se nos presenta, en nada se ajusta a estos principios. El resultado es un texto inmanejable. Y nos tenemos que preguntar: ¿a quién le beneficia? Los bienintencionados podrían decir que a nadie; los malpensados, podrían sostener que a los que tienen recursos para pagar el asesoramiento jurídico adecuado que desmadeje lo que el legislador ha enrevesado y poder aprovecharse de las sombras y de los agujeros negros de la regulación. En todo caso, sea cual fuese la interpretación que se patrocine, la legislación que se nos presenta es un obstáculo, insalvable para muchos, a la competencia.

Una idea a la que rinde tributo estos proyectos es la de regular un poder de la Administración (y no sólo de la Administración): el poder adjudicador, para evitar la arbitrariedad y, en particular, la corrupción. Es un poder bajo sospecha, también para la legislación de la Unión, puesto que sirve para crear obstáculos al mercado interior. En consecuencia, se pretende agotar, hasta el absurdo, los agujeros por los que se puede colar la ilegalidad. Sin embargo, el poder, como tal poder, siempre tiende a la arbitrariedad y al abuso, por lo que la imaginación, incluso, la más desatada del legislador, será incapaz de contemplar todos los resquicios por donde éstos se podrían colar. La técnica de crear una malla de reglas para atrapar al poder, es tan imposible como intentar recoger el agua con la mano. Siempre se escapará.

A mi juicio, hay un error de planteamiento que, tal vez, todavía estamos a tiempo de corregir. El centro de gravedad de la regulación de la contratación no debería ser el poder, sino el mercado, el de la contratación pública. El objetivo de la regulación no debería ser trenzar una red tupida para controlar el poder, sino garantizar un verdadero mercado de la contratación pública.

En España, según los cálculos de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, la contratación pública representa el 18,5 % del PIB, o sea, 194.000 millones de euros anuales. Un mercado de tal magnitud sufre unos desfallecimientos funcionales y estructurales que se traducen, entre otros, en una recurrente ausencia de presión concurrencial, la cual, según los cálculos de la Comisión, podría implicar hasta un 4,6 % del PIB anual, aproximadamente, 47.500 millones de euros. Las cifras nos están ofreciendo un retrato de la importancia del mercado, así como las consecuencias de sus fallos.

Esta situación, que se viene repitiendo desde hace muchos años, merece para el Gobierno la respuesta de más de lo mismo. Desde la primera ley de la contratación pública de la Democracia, Ley 13/1995, se viene repitiendo la necesidad de la transparencia, la objetividad, la igualdad, la no discriminación y la libre concurrencia. Más de 20 años después, el texto normativo sigue engordando. Una obesidad mórbida que terminará matando al paciente llamado mercado y, sobre todo, la eficiencia en la asignación de los recursos.

No es un descubrimiento el que, cuanto más competitivo sea el mercado, menos posibilidades de corrupción y mejor asignación de los recursos. En cambio, cuanto menos competitivo, mayores posibilidades y peor asignación. La legislación que se nos ofrece, afronta, en el mejor de los casos, la probidad e, incluso, se nos dice, quiere convertir la contratación pública en un instrumento de la política. El resultado es nefasto: más y más obstáculos a la competencia. Y sabemos qué es lo que sucede.

Se ve con normalidad el que un mercado que factura 30.000 millones de euros anuales, como el de las comunicaciones electrónicas, tenga un regulador independiente y una permanente preocupación por la competencia. En cambio, otro, de casi 200.000 millones, que sufre un desfallecimiento de 47.000 millones, ni cuenta con tal regulador, y, pretende ser convertido por ende en un instrumento al servicio de objetivos políticos (ambientales, sociales y de innovación). En definitiva, se sigue sin afrontar los problemas que acucian a la contratación pública. Necesita convertirse en un auténtico mercado, el de la contratación pública. Menos poder y más mercado.

(Expansión, 07/02/2017)

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