La ilegalidad en la que trabajan los secesionistas catalanes se aproxima ya a su supuesto punto culminante. El 1 de octubre es la fecha marcada. Al margen de cualquier consideración, visto con cierta distancia e, incluso, imparcialidad, es una muestra de su frivolidad. El fanatismo tiene estas consecuencias. Es un voluntarismo llevado en volandas por una fe ilimitada en una capacidad, igualmente, ilimitada para afrontar cualquier reto que impida hacer realidad el sueño taumatúrgico de la nueva patria. Amos Oz, el ensayista israelí, sostiene que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar y, añado, según los dictados del fanático. Un deseo irrefrenable, ante el que se ha de rendir todo, incluida la legalidad. Un simple papel que puede ser substituido por otro. Que no existe esa legalidad que sirva de apoyo al sedicente referéndum, se establece otra. Nos anuncian que van a aprobar una ley de referéndum, de transitoriedad, de “transistoriedad”, del milagro universal, de la conversión de los panes y los peces, … en fin, ya me he perdido. Es tal el lío, que en el último número de una revista de la Generalitat, han tenido que publicar un dossier aclaratorio. Se han perdido en un circunloquio mareante. En el fondo, el referéndum no es más que un instrumento confirmatorio de lo que ya han decidido.
Frente al fanatismo, el Derecho. Y no sólo el Derecho; también, la Política. El constitucionalismo debe medir sus pasos para gestionar, por un lado, el último desafío y, por otro, el post-fracaso. En cuanto al primero, el más inmediato, es preocupante que comiencen a retornar las voces partidarias de la aplicación de las medidas del artículo 155 de la Constitución (o, incluso, otras más radicales). Son distorsionadoras y gravemente equivocadas por tres razones. La primera, porque sería inoportuno. Es lo que están deseando los secesionistas. Para encontrar una salida al callejón en el que se han metido, necesitan el Espartero del siglo XXI y qué mejor que el que se inviste del ropaje de la Constitución que ellos quieren abrogar, incluso, violentamente. Sería la imagen potente de la represión, del desconocimiento de los derechos de los catalanes. El argumento que alimentará, hasta el infinito, este proceso que cada pocos años, en términos históricos, supone un paso más hacia el infierno.
La segunda, una lectura atenta del artículo 155 de la Constitución permite deducir que no se dan las circunstancias. El supuesto de hecho que ha de permitir la puesta en marcha del mecanismo queda definido en los siguientes términos: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”. Es importante subrayar dos requisitos. El primero, que la Comunidad, a través de sus órganos, adopte decisiones que encajen en alguno de los supuestos indicados. Y, el segundo, y más importante, que las decisiones sean de tal gravedad que los mecanismos ordinarios para recuperar la normalidad constitucional, o sea, los judiciales, hubiesen sido desbordados o resulten ineficaces. Para acudir a lo extraordinario, primero, hay que agotar lo ordinario. Todavía no hemos llegado a esta situación. El Estado de Derecho no está, todavía, colapsado frente al reto secesionista. Las instituciones están gestionando razonablemente bien el reto. Incluso, nuevas fracturas se están produciendo por los procedimientos ordinarios, como lo hemos comprobado con las declaraciones de Baiget. Se están poniendo en marcha otras vías que reduplican la presión, como el procedimiento de responsabilidad contable que está estudiando iniciar el Tribunal de Cuentas contra Mas y otros por el uso irregular de dinero público, lo que les obligaría a pagar de su bolsillo los más de 5 millones que el 9-N supuso para las arcas públicas. Todas las autoridades y funcionarios públicos están tomando buena nota. Entienden que seguir el camino de la ilegalidad les obliga a asumir un riesgo personal e, incluso, patrimonial, por algo que está condenado al fracaso. No, todavía el Estado español no ha llegado al colapso de los medios ordinarios de restitución de la legalidad.
Y, la tercera, el mecanismo del artículo 155 es poco práctico por el formalismo procedimental que rodea su ejercicio. Ha de comenzar con el requerimiento, dirigido por el Presidente del Gobierno, para que la Comunidad rectifique, en un plazo razonable. Una vez desatendido, se inicia la tramitación parlamentaria, recogida en el Reglamento del Senado (art. 189), la cual contempla: la remisión, por el Presidente, de un escrito, en el que se manifieste el contenido y alcance de las medidas propuestas; la intervención de la Comisión General de las Comunidades Autónomas; un nuevo requerimiento al Presidente de la Comunidad para que remita antecedentes, datos y alegaciones, así como para que designe a una persona que asuma la representación; el debate en la Comisión y formulación de una propuesta; debate en el Pleno del Senado; y votación y adopción por mayoría absoluta. Una vez conseguida la “aprobación” del Senado, el Presidente podrá adoptar las medidas precisas para la ejecución de las aprobadas. Por muy rápido que se quiera ir, se tardarían meses. Además, nada impide que las medidas adoptadas puedan ser recurridas ante los Tribunales, comenzando por el Tribunal Constitucional y los Tribunales de lo Contencioso.
En definitiva, no es oportuno, no es práctico y, sobre todo, es innecesario. El secesionismo no ha superado, en ningún momento, al Estado democrático de Derecho. No se ha producido el desbordamiento de los cauces ordinarios de restablecimiento de la legalidad que justifiquen los extraordinarios. En toda batalla, no se puede entregar la primera línea; se ha de perder ante el avance enemigo. Sería una derrota para el Estado reconocer que los medios ordinarios no son suficientes. No hemos llegado a esa situación. No engrandezcamos al enemigo con movimientos equivocados. No demos aire a los que ya saben que están perdidos.
Frente al fanatismo, el Derecho. Y no sólo el Derecho; también, la Política. El constitucionalismo debe medir sus pasos para gestionar, por un lado, el último desafío y, por otro, el post-fracaso. En cuanto al primero, el más inmediato, es preocupante que comiencen a retornar las voces partidarias de la aplicación de las medidas del artículo 155 de la Constitución (o, incluso, otras más radicales). Son distorsionadoras y gravemente equivocadas por tres razones. La primera, porque sería inoportuno. Es lo que están deseando los secesionistas. Para encontrar una salida al callejón en el que se han metido, necesitan el Espartero del siglo XXI y qué mejor que el que se inviste del ropaje de la Constitución que ellos quieren abrogar, incluso, violentamente. Sería la imagen potente de la represión, del desconocimiento de los derechos de los catalanes. El argumento que alimentará, hasta el infinito, este proceso que cada pocos años, en términos históricos, supone un paso más hacia el infierno.
La segunda, una lectura atenta del artículo 155 de la Constitución permite deducir que no se dan las circunstancias. El supuesto de hecho que ha de permitir la puesta en marcha del mecanismo queda definido en los siguientes términos: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”. Es importante subrayar dos requisitos. El primero, que la Comunidad, a través de sus órganos, adopte decisiones que encajen en alguno de los supuestos indicados. Y, el segundo, y más importante, que las decisiones sean de tal gravedad que los mecanismos ordinarios para recuperar la normalidad constitucional, o sea, los judiciales, hubiesen sido desbordados o resulten ineficaces. Para acudir a lo extraordinario, primero, hay que agotar lo ordinario. Todavía no hemos llegado a esta situación. El Estado de Derecho no está, todavía, colapsado frente al reto secesionista. Las instituciones están gestionando razonablemente bien el reto. Incluso, nuevas fracturas se están produciendo por los procedimientos ordinarios, como lo hemos comprobado con las declaraciones de Baiget. Se están poniendo en marcha otras vías que reduplican la presión, como el procedimiento de responsabilidad contable que está estudiando iniciar el Tribunal de Cuentas contra Mas y otros por el uso irregular de dinero público, lo que les obligaría a pagar de su bolsillo los más de 5 millones que el 9-N supuso para las arcas públicas. Todas las autoridades y funcionarios públicos están tomando buena nota. Entienden que seguir el camino de la ilegalidad les obliga a asumir un riesgo personal e, incluso, patrimonial, por algo que está condenado al fracaso. No, todavía el Estado español no ha llegado al colapso de los medios ordinarios de restitución de la legalidad.
Y, la tercera, el mecanismo del artículo 155 es poco práctico por el formalismo procedimental que rodea su ejercicio. Ha de comenzar con el requerimiento, dirigido por el Presidente del Gobierno, para que la Comunidad rectifique, en un plazo razonable. Una vez desatendido, se inicia la tramitación parlamentaria, recogida en el Reglamento del Senado (art. 189), la cual contempla: la remisión, por el Presidente, de un escrito, en el que se manifieste el contenido y alcance de las medidas propuestas; la intervención de la Comisión General de las Comunidades Autónomas; un nuevo requerimiento al Presidente de la Comunidad para que remita antecedentes, datos y alegaciones, así como para que designe a una persona que asuma la representación; el debate en la Comisión y formulación de una propuesta; debate en el Pleno del Senado; y votación y adopción por mayoría absoluta. Una vez conseguida la “aprobación” del Senado, el Presidente podrá adoptar las medidas precisas para la ejecución de las aprobadas. Por muy rápido que se quiera ir, se tardarían meses. Además, nada impide que las medidas adoptadas puedan ser recurridas ante los Tribunales, comenzando por el Tribunal Constitucional y los Tribunales de lo Contencioso.
En definitiva, no es oportuno, no es práctico y, sobre todo, es innecesario. El secesionismo no ha superado, en ningún momento, al Estado democrático de Derecho. No se ha producido el desbordamiento de los cauces ordinarios de restablecimiento de la legalidad que justifiquen los extraordinarios. En toda batalla, no se puede entregar la primera línea; se ha de perder ante el avance enemigo. Sería una derrota para el Estado reconocer que los medios ordinarios no son suficientes. No hemos llegado a esa situación. No engrandezcamos al enemigo con movimientos equivocados. No demos aire a los que ya saben que están perdidos.
(Expansión, 12/07/2017)
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