El pasado jueves conocíamos la Sentencia del Tribunal Constitucional que declara inconstitucional la disposición adicional primera del Real Decreto Ley 12/2012, de 30 de marzo. Esta disposición, como se afirma en la Sentencia, “ha incidido directa y sustancialmente en la determinación de la carga tributaria que afecta a toda clase de personas y entidades (físicas y jurídicas, residentes o no residentes), al sustituir las cantidades que, conforme a la normativa propia de cada tributo, se habrían devengado por las rentas generadas –aunque ocultadas a la Hacienda Pública– por un gravamen único del 10 por 100, exento de intereses, recargos y sanciones (administrativas y penales).” Por lo que, “se ha afectado a la esencia misma del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, al haberse alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que resultan prohibidos por el art. 86.1 CE.”
La lectura de éstas y otras afirmaciones se ha centrado, como es lógico, en la cuestión sustantiva: el deber constitucional de contribuir al sostenimiento de las cargas públicas conforme a la capacidad económica de cada uno. Sin embargo, hay otra cuestión formal tan importante como la anterior: la inconstitucional utilización por el Gobierno del Real Decreto Ley. El Tribunal, tras una paciencia más allá de la franciscana que se ha prolongado durante años, viene, en los últimos tiempos, reaccionando contra el abuso del Real Decreto Ley, como en la Sentencia de 6 de octubre de 2016. Pero, el Gobierno sigue sin enterarse. Lo hemos podido comprobar, una vez más, con el reciente Real Decreto-ley 9/2017, de 26 de mayo, por el que se transponen directivas de la Unión Europea en los ámbitos financiero, mercantil y sanitario, y sobre el desplazamiento de trabajadores. Ya llevamos 9 Reales Decretos Ley en lo que va de año. Y la tendencia es que siga incrementándose su número. Es el instrumento en manos del Gobierno para sortear la exigua mayoría de la que disfruta en el Congreso.
Socialmente, es un tema menor; intranscendente. No se repara ni en la prensa. Es más, ni en el seno del Congreso se trata con el debido rigor esta cuestión. Cuando los ciudadanos, o los políticos no atienden, el único camino que queda, una vez superada la paciencia franciscana, es la sentencia de inconstitucionalidad. Una vez más, al Tribunal le corresponde hacer el trabajo sucio. Luego llegarán unos y otros apuntándose que ya ellos lo habían dicho. Pero no se ha dicho, más allá de los círculos de especialistas.
El Decreto Ley es una anormalidad. En Estados Unidos, sin ir más lejos, no se conocen. En puridad, si el procedimiento legislativo fuese más ágil, sería incluso innecesario. En el siglo XIX y XX donde había dificultades con las comunicaciones, era razonable que el Gobierno pudiese contar con ese poder. Ahora, en el siglo XXI, cuando, incluso, los diputados pueden votar telemáticamente, ¿qué razón puede servir para justificar el mantenimiento de esta antigualla? Ninguna.
Significa que el Gobierno se convierte en legislador; produce, en consecuencia, leyes, de entrada en vigor y efectos inmediatos. Se rompe el monopolio de la potestad legislativa en manos del Parlamento. Nuestro Estado es una monarquía parlamentaria (art. 1.3 Constitución). Esto quiere decir que son las Cortes Generales las que, como expresión de su superioridad a la que todos los poderes del Estado, el judicial y el ejecutivo, le deben “sometimiento” (art. 117.1 y 103.1, respectivamente), pueden aprobar las leyes a las que todos deben sometimiento, así como los ciudadanos “sujeción” (art. 9.1). Y esa superioridad se debe a que “representan al pueblo español” (art. 66) que es, precisamente, el titular de la soberanía. Por lo tanto, hay una clara y coherente línea de continuidad que va desde el pueblo, en su condición de soberano, a la Ley y el consiguiente “sometimiento” que se le debe. Y llega el Gobierno y rompe esta línea de continuidad. Una anormalidad que sólo se podría justificar si hubiese “circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86).
Sin embargo, el Gobierno, con el beneplácito del Congreso, está interpretando con generosidad esa anormalidad por la vía de admitir que concurren tales circunstancias, por ejemplo, en el último Real Decreto Ley, porque se ha incumplido el plazo de transposición de las Directivas comunitarias. Un falaz argumento. El incumplimiento del plazo no es justificación suficiente. No es una circunstancia de extraordinaria y urgente necesidad. Podría justificar, como se contempla en el Reglamento de las Cortes, la utilización de procedimientos legislativos abreviados o urgentes; no que el Gobierno se irrogue un poder legislativo que sólo le corresponde a los representantes del pueblo.
Otro ejemplo más de la corrupción institucional en la que estamos instalados. Las instituciones son como un chicle que sirve para cualquier cosa. Y luego se extrañan de que venga el Tribunal a recordar lo que es evidente: que esa anormalidad no puede ser utilizada para afectar a deberes constitucionales. Sólo los representantes del pueblo pueden administrar, en el marco de la Constitución, los derechos y deberes del pueblo. No lo puede hacer el Gobierno por medio del Decreto Ley. Esta legislatura augura que se seguirá abusando, como en la anterior. Es de esperar que el Tribunal, como en las pasadas Sentencias, imponga el sentido, ya no común, sino el institucional, el de nuestra Constitución.
La lectura de éstas y otras afirmaciones se ha centrado, como es lógico, en la cuestión sustantiva: el deber constitucional de contribuir al sostenimiento de las cargas públicas conforme a la capacidad económica de cada uno. Sin embargo, hay otra cuestión formal tan importante como la anterior: la inconstitucional utilización por el Gobierno del Real Decreto Ley. El Tribunal, tras una paciencia más allá de la franciscana que se ha prolongado durante años, viene, en los últimos tiempos, reaccionando contra el abuso del Real Decreto Ley, como en la Sentencia de 6 de octubre de 2016. Pero, el Gobierno sigue sin enterarse. Lo hemos podido comprobar, una vez más, con el reciente Real Decreto-ley 9/2017, de 26 de mayo, por el que se transponen directivas de la Unión Europea en los ámbitos financiero, mercantil y sanitario, y sobre el desplazamiento de trabajadores. Ya llevamos 9 Reales Decretos Ley en lo que va de año. Y la tendencia es que siga incrementándose su número. Es el instrumento en manos del Gobierno para sortear la exigua mayoría de la que disfruta en el Congreso.
Socialmente, es un tema menor; intranscendente. No se repara ni en la prensa. Es más, ni en el seno del Congreso se trata con el debido rigor esta cuestión. Cuando los ciudadanos, o los políticos no atienden, el único camino que queda, una vez superada la paciencia franciscana, es la sentencia de inconstitucionalidad. Una vez más, al Tribunal le corresponde hacer el trabajo sucio. Luego llegarán unos y otros apuntándose que ya ellos lo habían dicho. Pero no se ha dicho, más allá de los círculos de especialistas.
El Decreto Ley es una anormalidad. En Estados Unidos, sin ir más lejos, no se conocen. En puridad, si el procedimiento legislativo fuese más ágil, sería incluso innecesario. En el siglo XIX y XX donde había dificultades con las comunicaciones, era razonable que el Gobierno pudiese contar con ese poder. Ahora, en el siglo XXI, cuando, incluso, los diputados pueden votar telemáticamente, ¿qué razón puede servir para justificar el mantenimiento de esta antigualla? Ninguna.
Significa que el Gobierno se convierte en legislador; produce, en consecuencia, leyes, de entrada en vigor y efectos inmediatos. Se rompe el monopolio de la potestad legislativa en manos del Parlamento. Nuestro Estado es una monarquía parlamentaria (art. 1.3 Constitución). Esto quiere decir que son las Cortes Generales las que, como expresión de su superioridad a la que todos los poderes del Estado, el judicial y el ejecutivo, le deben “sometimiento” (art. 117.1 y 103.1, respectivamente), pueden aprobar las leyes a las que todos deben sometimiento, así como los ciudadanos “sujeción” (art. 9.1). Y esa superioridad se debe a que “representan al pueblo español” (art. 66) que es, precisamente, el titular de la soberanía. Por lo tanto, hay una clara y coherente línea de continuidad que va desde el pueblo, en su condición de soberano, a la Ley y el consiguiente “sometimiento” que se le debe. Y llega el Gobierno y rompe esta línea de continuidad. Una anormalidad que sólo se podría justificar si hubiese “circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad” (art. 86).
Sin embargo, el Gobierno, con el beneplácito del Congreso, está interpretando con generosidad esa anormalidad por la vía de admitir que concurren tales circunstancias, por ejemplo, en el último Real Decreto Ley, porque se ha incumplido el plazo de transposición de las Directivas comunitarias. Un falaz argumento. El incumplimiento del plazo no es justificación suficiente. No es una circunstancia de extraordinaria y urgente necesidad. Podría justificar, como se contempla en el Reglamento de las Cortes, la utilización de procedimientos legislativos abreviados o urgentes; no que el Gobierno se irrogue un poder legislativo que sólo le corresponde a los representantes del pueblo.
Otro ejemplo más de la corrupción institucional en la que estamos instalados. Las instituciones son como un chicle que sirve para cualquier cosa. Y luego se extrañan de que venga el Tribunal a recordar lo que es evidente: que esa anormalidad no puede ser utilizada para afectar a deberes constitucionales. Sólo los representantes del pueblo pueden administrar, en el marco de la Constitución, los derechos y deberes del pueblo. No lo puede hacer el Gobierno por medio del Decreto Ley. Esta legislatura augura que se seguirá abusando, como en la anterior. Es de esperar que el Tribunal, como en las pasadas Sentencias, imponga el sentido, ya no común, sino el institucional, el de nuestra Constitución.
(Expansión, 13/06/2017)
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