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¿Unidad sin empatía?


Nada será igual. Los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils lo cambian todo. El telón de fondo sigue siendo, por increíble que parezca, el sedicente referéndum del 1 de octubre. El Gobierno de la Nación ha aprendido, y mucho, de los errores del 11-M. Es elocuente cómo la ira de los independentistas se ha dirigido fundamentalmente contra los medios de comunicación. Los editoriales de El Mundo y El País, así como una viñeta de Peridis son sus blancos predilectos. No se puede decir lo mismo de los independentistas. Por un lado, han criticado, con ardor fanático, lo publicado en la prensa de “Madrid” (y, en menor medida en la catalana, no sea que se rompa la coherencia del discurso), como piezas de una campaña de intoxicación. Por otro, han loado, hasta la extenuación, el éxito de la policía catalana (“ya tenemos una estructura de Estado”); el papel central de Puigdemont que ha condenado a Rajoy a ser un secundario (como alegoría de que el Estado central es irrelevante e, incluso, innecesario); los encuentros del Conseller Romeva con los Ministros de Exteriores de Alemania y Francia como ejemplo de relaciones internacionales (por cierto, ante la incomprensible ausencia del Ministro Dastis). Y, por último, han denunciado que se podría haber hecho mejor, pero, nos dicen, ello no ha sido posible porque el “Estat” ha impedido a la Generalitat contar con 500 mossos nuevos (¿quién los iba a pagar? ¿una Generalitat en la ruina?), acceder a la información antiyihadista y reunir la Junta de Seguridad (cuando los partidos gobernantes en Cataluña no han firmado el pacto antiyihadista).

La falta de asimetría argumentativa y, también, moral, entre españoles y catalanes es una constante en el debate político de la Cataluña oficial secesionista. La tradicional superioridad del nacionalismo tiene estas consecuencias. Y todo lo que no encaja es negado o calificado como intoxicación, desde los bolardos en Las Ramblas hasta el apoyo solidario del resto de los ciudadanos españoles. Los éxitos de las instituciones catalanas son elevados a los altares de los de la patria. Todo lo demás, sobra. El sentido común desaparece ante el fanatismo. El que la Generalitat cuente con una policía y, además, con la preparación y capacidad demostradas, será porque disfruta de un nivel de autogobierno inédito en la historia de Cataluña y, además, incompatible con la “colonia” que dice ser. El discurso “primigenio” de la nación alcanza a la policía. Es tan falso uno como otro: ni es “natural” la nación y, aún menos, que cuente con una policía como los Mossos. Son, en cambio, el resultado de la descentralización, del Estado de las autonomías, de la Constitución española, en definitiva, de todos los españoles que así lo hemos querido.

La gestión exitosa de lo sucedido no es imaginable sin la colaboración y la coordinación entre las fuerzas y cuerpos de seguridad, tanto en el ámbito autonómico como estatal e internacional. Los portavoces de los Mossos, haciendo expresión de una responsabilidad de la que carecen los independentistas, la han agradecido hasta la saciedad. Y sería incomprensible que no continuase en el futuro. Es inevitable. Cataluña es el bastión del salafismo en Europa, junto con Bélgica. Los terroristas han demostrado su capacidad para aprovechar en su beneficio las libertades nacionales y comunitarias; han salido y entrado en España sin restricciones. ¿Es imaginable que la lucha contra el terrorismo se pueda afrontar sin la colaboración europea e internacional? No, salvo para los fanáticos.

En el fondo, como ha expresado el Conseller Forn, unas víctimas son catalanas y las otras son de nacionalidad española. El desiderátum es evitar que se establezca el vínculo empático entre todos los españoles. Es el peligro que acecha a los independentistas. Que las personas se puedan entender, comprender y querer con independencia de su “nacionalidad” catalana y española. La unidad, según ellos, sólo puede ser, a lo sumo, “institucional”; no puede alcanzar a las personas. Para romperla, todo vale, como nos tienen acostumbrados: alimentando el victimismo (“no hay suficientes muestras de solidaridad”) o beneficiándose de la catalanofobia (“nos odian”); las dos caras de la misma moneda que se llama nacionalismo, de todo nacionalismo.

En mi ciudad de nacimiento, en Las Palmas de Gran Canaria, unos espontáneos dibujaron en la playa de Las Canteras un mural de arena dedicado a Barcelona. Al perfil de la ciudad le unieron el nombre y el lazo de la solidaridad. Un mural efímero. El mar, dulcemente, le ha ido poniendo fin. Permanecerá en los corazones de los canarios, empequeñecidos por el dolor, el amor sincero por las víctimas del fanatismo. Lo material se desvanece, pero queda lo importante.

No es posible construir un proyecto de futuro para España si no hay un fuerte lazo de unión entre las personas. El PSOE se equivoca alimentando el discurso de las naciones del siglo XIX. Es la dinámica del pasado, la históricamente fenecida. Algunos se empeñan en mantenerla viva, sobre la base de la división e, incluso, de la muerte. El siglo XXI está impulsando otra dinámica: la de la globalización. Cuando ya es un lugar común que la nación es un constructo político, cultural, ideológico y social, que no forma parte de lo “natural”, de lo consustancial a los seres humanos; cuando se abre paso otra manera de concebir las relaciones humanas desde la radical individualidad; cuando sucede todo esto, el lazo de la empatía es aún más relevante. Y no pueden impedirlo; no pueden disuadirnos de establecer ese vínculo de afecto lanzado por el dolor por lo sucedido. El dolor de tantos no puede ser gestionado desde la superioridad moral y política de la que hacen gala los independentistas. Estoy convencido de que, como sucediera con el 11 M, se les volverá en su contra. No pueden sacar provecho porque ni las sedicentes estructuras del Estado catalán, que han podido funcionar para atrapar a los terroristas, no han conseguido, en cambio, evitar la masacre, ni un asunto global como el presente se puede afrontar, para evitar que se vuelva a repetir, desde arrogancias nacionales, sino desde la humildad de que nadie sobra. Ni las instituciones, ni lo que es aún más importante: la solidaridad entre todas las personas, entre todos los españoles, empeñados, desde hace mucho tiempo, en su combate contra los fanáticos, de antaño y de ahora, para perseguir la vida que merece ser vivida, aquella que hace de la dignidad su única enseña.

(Expansión, 22/08/2017)

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