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Inconstitucionalidad del Real Decreto Ley 9/2018

N. Bobbio (1909-2004) definía el Estado de Derecho, en su “sentido profundo”, como el Estado en el que no sólo hay subordinación de los poderes de cualquier grado a las leyes generales del país, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y, por tanto, inviolables.

N. Bobbio. Di Senato della Repubblica Italiana

El Estado de Derecho es “antipático” al poder; sólo entiende de límites, de restricciones. La libertad de los modernos, según la famosa caracterización de B. Constant (1767-1830).

El poder, iluminado por la legitimidad del pueblo, y justificado por objetivos bendecidos por éste, no entiende, ni nunca entenderá, de tales límites.

La violencia de género es uno de estos objetivos. Elevado al Olimpo de lo políticamente correcto, no admite restricciones; todos han de quedar rendidos ante la relevancia del objetivo.

No se puede dudar de que eliminar la violencia de género es un objetivo de interés público.

Sin embargo, en su erradicación no vale cualquier camino. Incluso, el más vil de los asesinos tiene, en nuestro Estado de Derecho, sus derechos fundamentales cuyo respeto se impone y disfruta de la presunción de inocencia (art. 24 Constitución).

El populismo es el que, en última instancia, participa de la idea de que el “fin justifica los medios”, si ese fin es el servicio al pueblo. Maquiavelo expresó ese pensamiento, aunque la frase se le atribuye a Napoleón. No es fruto del azar. El Bonapartismo es la máxima expresión del culto al poder por el poder mismo; con un único requisito: su justificación en el pueblo.

El Real Decreto-ley 9/2018, de 3 de agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de Estado contra la violencia de género es la expresión más perfecta de la combinación entre lo políticamente correcto, el populismo e, incluso, el bonapartismo, al servicio de un objetivo electoral.

La debilidad parlamentaria del Gobierno del Presidente Sánchez crea monstruos. Se sirve de un mecanismo extraordinario, como es el Decreto-Ley, para afrontar un problema, como el señalado, pero sin concurrir los requisitos que la Constitución establece (art. 86 CE).

Como ha recordado el Tribunal Constitucional (por ejemplo, en la Sentencia 152/2017), el Decreto-ley es “una excepción al procedimiento ordinario de elaboración de las leyes y, en consecuencia, está sometida en cuanto a su ejercicio a la necesaria concurrencia de determinados requisitos que lo legitiman”. El requisito esencial es el de la existencia de una necesidad extraordinaria y urgente que el Gobierno pretende satisfacer mediante la aprobación de una ley provisional.

En el caso que nos ocupa, una necesidad, como la de la erradicación de la violencia de género, no puede servir de excusa suficiente para subvertir el orden constitucional cuando no hay, como exige el Tribunal Constitucional, una relación de adecuación entre las medidas aprobadas y la necesidad apreciada.

Me atrevo a afirmar que, probablemente, ninguna de las contempladas son medidas que, de manera perentoria, inmediata, se dirijan a afrontar la necesidad extraordinaria y urgente, “ni modifican de manera instantánea la situación jurídica existente”.

Ni la habilitación a los Colegios de abogados y procuradores para que adopten medidas “necesarias”, cuando la Ley que modifica, la Ley orgánica 1/2004 ya contemplaba la asistencia inmediata a las víctimas; ni la nueva forma de la acreditación de las situaciones de violencia de género (tan urgente que no se aplica a las situaciones anteriores, sólo a las futuras); ni la atribución de la competencia a los Ayuntamientos (cuya ejecución dependerá de posteriores desarrollos legislativos). Otras medidas, como la distribución de fondos, dudosamente requieren de una norma de rango legal.

En cambio, otras medidas suscitan dudas de constitucionalidad desde el punto de vista sustantivo. Es el caso, por ejemplo, de la posibilidad de que se considere “acreditada la situación de violencia de género” por obra de una resolución administrativa; no sólo podrá acreditarla una sentencia o, excepcionalmente, el informe del Ministerio Fiscal, sino cualquier servicio administrativo, de cualquier Administración competente (¿y los derechos del supuesto victimario?).

En definitiva, no todo vale; en el Estado democrático de Derecho, no se puede sacrificar en el altar electoral los límites que son esenciales al Estado democrático de Derecho: el Gobierno no legisla, y si lo hace, tiene que tratarse de medidas que, sin género de duda, sean las adecuadas para satisfacer una necesidad extraordinaria y urgente. La debilidad del Gobierno no puede ser la del Estado democrático de Derecho.

(El Mundo, 16/08/2018)

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