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Tres quiebras de la democracia española

Hace seis meses, en junio de este año, un grupo de juristas y profesionales de la sociedad civil presentamos en la Fundación Rafael del Pino el Memorial por la recuperación de la normalidad democrática. En aquel texto, advertíamos de que España llevaba demasiado tiempo instalada en un «modo excepcional» que amenazaba con convertirse en costumbre. Alertábamos de una institucionalidad fatigada y de un riesgo cierto de regresión en la calidad de nuestro Estado de Derecho. Hoy, al cerrar este 2025, la relectura de aquel diagnóstico confirma que la advertencia se ha materializado. La patología, lejos de remitir, se ha hecho sistémica.

Para comprender la gravedad del momento, debemos evaluarlo bajo el canon del Estado democrático de Derecho, el Estado de nuestra Constitución. El resultado de este examen arroja la imagen de una triple quiebra —del Legislativo, del Judicial y de la propia Nación— provocada por una concepción del poder que ha sustituido el interés general por la mera supervivencia política.

Del oportunismo a la Constitución semántica

La primera pregunta es la de la causalidad: ¿estamos ante un proyecto ideológico o ante un oportunismo táctico? La respuesta es compleja. La causa motriz parece ser el deseo de mantenerse en el poder, una dinámica propia de la partitocracia donde las organizaciones políticas colonizan las instituciones y las subordinan a sus intereses.

Sin embargo, para satisfacer ese oportunismo aritmético, se ha asumido una agenda que implica una alteración material de la Constitución por la vía de los hechos. No estamos ante una mera crisis interpretativa, sino ante el riesgo de instauración de una Constitución semántica. El texto constitucional permanece intacto en el Boletín Oficial del Estado, pero su fuerza normativa se ve debilitada por el Tribunal Constitucional. En decisiones capitales como la sentencia de la amnistía, al asumirse implícitamente que para el legislador «lo que no está prohibido está permitido», la Constitución deja de ser el freno al poder para el que fue diseñada, deslizándose hacia una herramienta que legitima formalmente la voluntad de la mayoría coyuntural.

Dimisión del Legislativo

Bajo este marco, el Parlamento ha sufrido una erosión funcional severa. La Constitución, en su artículo 66, encomienda a las Cortes Generales tres misiones vitales: legislar, aprobar presupuestos y controlar al Gobierno. El diagnóstico actual indica que el Legislativo ha dimitido de las tres.

El Parlamento legisla con dificultad, limitado a menudo a la ratificación de decretos-leyes; la aprobación de presupuestos se sustituye por la prórroga, evidenciando que la mayoría de investidura sirve para el nombramiento, pero no para la gobernabilidad; y la función de control se ve mermada cuando la mayoría actúa como dique de contención frente a la fiscalización de la minoría.

Pero cuando el Legislativo ejerce su poder, a menudo lo hace consolidando la «semanticidad» constitucional. El caso de la Ley de Amnistía es paradigmático: institucionaliza la idea de que elementos esenciales del Estado de Derecho pueden formar parte del ámbito de transacción política. Lo que debería ser indisponible —la igualdad ante la ley o la unidad de jurisdicción— se convierte en mercancía negociable para la estabilidad gubernamental.

Asedio en tres dimensiones al Judicial

Si el Legislativo ha renunciado a su función integradora, el Poder Judicial está siendo sometido a una presión sistemática que afecta a su función de control.

La primera es la acusación de lawfare. No se trata de una crítica razonada a resoluciones judiciales, sino de una impugnación genérica que invierte la carga de la prueba: se atribuye a los jueces la aplicación de un derecho excepcional para obstaculizar al Gobierno. Esta narrativa otorga una suerte de inmunidad política, permitiendo descalificar a priori cualquier investigación judicial como maniobra partidista.

La segunda es el señalamiento público, desde medios públicos, de magistrados por ejercer la función jurisdiccional en asuntos adversos a los intereses del Gobierno, en particular, los de corrupción. Ha llegado hasta lo grotesco porque los magistrados del Tribunal Supremo que han condenado al que fuera Fiscal General del Estado han participado en un curso a abogados de oficio del Colegio de la Abogacía de Madrid. Estos señalamientos, ajenos a la crítica jurídica, buscan erosionar la apariencia de imparcialidad y la reputación de los jueces.

La tercera, y quizás la más grave, se ejemplifica en la condena al que fuera Fiscal General del Estado; marca un hito del deterioro. El hecho de que un servidor público utilice información reservada, a la que accede por su cargo, para perjudicar a un adversario político, constituye una desviación de poder incompatible con la neutralidad institucional. Que el máximo garante de la legalidad haya permanecido en el cargo hasta la sentencia, defendido institucionalmente, evidencia una confusión preocupante entre los intereses del Gobierno y los fines del Estado.

Libertad e igualdad: el ciudadano desplazado

Las quiebras institucionales tienen un destinatario final: el ciudadano. En primer lugar, la libertad política se resiente por una interpretación partidista del interés general. No es que se gobierne «contra» una parte de la sociedad, es algo más sutil: se gobierna «prescindiendo» de ella. En la lógica de la rentabilidad electoral, el ciudadano que no apoya al bloque de investidura se convierte en un activo irrelevante, un residuo prescindible. Se renuncia a la persuasión y a la integración para centrarse en el sostenimiento de la propia base. El interés general, que por definición debe ser inclusivo, se «partidiza» y se reduce al de la mayoría parlamentaria.

Esta exclusión se reviste de legitimidad moral a través de instrumentos como la legislación sobre memoria democrática. Al establecer una verdad oficial sobre los hechos históricos donde los «míos» son las únicas víctimas y herederos de la legitimidad, y los «otros» son presentados bajo una luz de sospecha histórica, se justifica su exclusión pública. El discrepante no es solo un adversario político; se le convierte en un ciudadano de segunda categoría moral, lo que facilita que sea tratado como un exiliado interior al que el Estado no necesita escuchar.

En segundo lugar, el principio de igualdad sufre una agresión directa. Los acuerdos que comprometen tratos diferenciados por razones territoriales quiebran la isonomía y la solidaridad. El ciudadano asiste perplejo a la instauración de un sistema donde los derechos y el cumplimiento de la ley pueden depender de la necesidad parlamentaria. Esta asimetría vulnera el estatuto de ciudadanía: cuando la igualdad ante la ley se convierte en una variable dependiente de la aritmética política, el ciudadano se siente legítimamente agredido en su condición de libre e igual.

La involución hacia el infierno

Si el Legislativo no legisla y el Judicial no controla, la resultante institucional es inequívoca: la emergencia de un Estado de poder único. Hemos transitado de un sistema de contrapesos a un Estado donde un solo poder, el Ejecutivo, pretende neutralizar o absorber a los demás.

Lo más dramático de este proceso no es solo la concentración funcional, sino su base sociológica. Este poder único se sostiene sobre una parte de la sociedad, certificando que la Nación ha perdido sus atributos esenciales de unidad y proyecto común. La política del muro ha fracturado el demos. Quienes quedan al otro lado de ese muro —los «otros»— son ciudadanos residuales, prescindibles para el sistema, la «fachosfera».

¿Cómo es posible que, una vez alcanzado el poder, resulte tan “sencillo” mantenerlo? La respuesta reside en la fragilidad de nuestro sistema. La democracia liberal exige legitimidad de origen y de ejercicio, lo que requiere de la lealtad institucional de los gobernantes. Cuando el gobernante decide utilizar arteramente a las instituciones para corroer al propio Estado democrático de Derecho, porque son un obstáculo a su oportunismo político, el sistema entra en un proceso auto-referencial de destrucción. Una regresión histórica, carente de costes políticos inmediatos, que la siguiente mayoría parlamentaria podría profundizar por la fuerza legitimadora de lo fáctico, alimentando un proceso sin freno hacia el infierno que terminará poniendo fin a la democracia liberal tal y como la concebimos, alumbrando en su lugar una autocracia electiva donde la ley ya no es el límite del poder, sino su instrumento. Frenar esta involución no es una opción ideológica; es una urgencia vital.

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