La cacería organizada contra el Tribunal Supremo y ahora contra el Tribunal Constitucional nos debe hacer reflexionar sobre dos aspectos que creo esenciales. En primer lugar, la bondad de estas críticas y, en segundo lugar, las razones.
No creo que nadie, salvo los hooligans, están de acuerdo en los beneficios de esta cacería. No hay Estado de Derecho sin Poder Judicial y sin garante, en nuestro caso, del orden constitucional. No hay Estado de Derecho sin Tribunal Supremo y sin Tribunal Constitucional. Esto es así, al menos, en nuestro Estado de Derecho. Los que critican de la manera que lo hacen no sólo ejercen el legítimo ejercicio de la libertad de expresión, que nadie niega, sino que están ejerciendo el legítimo derecho de promover un cambio del Estado constitucional hacia otra forma de Estado en la que tanto uno como otro Tribunal no existan o no desempeñen eficazmente con las altas funciones que la Constitución le asigna. Es legítimo, pero sin ocultar que se está proclamando un cambio de Estado. Como ha sostenido algún político, más coherente que los demás, la crítica conduce a promover la supresión del Tribunal Constitucional.
Más relevante, a mi juicio, es la causa de esta cacería. Cuando surgió el caso GAL también se hicieron manifestaciones dirigidas a deslegitimar al Poder judicial. Ahora también, cuando toca “a uno de los nuestros”, vuelve otra vez la retahíla deslegitimadora. Ya es hora de que aprendamos que el Estado de Derecho sólo estará definitivamente consolidado en nuestro país cuando los ciudadanos y sus representantes políticos sepan distinguir la legítima crítica a las decisiones que se adoptan con la defensa de las instituciones de aquél Estado que en desarrollo de la función constitucional que tienen encomendada adoptan decisiones que eventualmente nos puedan desagradar. La institución está por encima de sus miembros pero también por encima de la crítica a las decisiones de sus miembros. Lo que hemos visto y oído en los últimos días va más allá de la crítica a las decisiones para moverse en el ámbito de la destrucción de las instituciones y esta destrucción está alentando un cambio de Estado no precisamente ni democrático ni por las vías democráticas. Se quiere que las instituciones del Estado digan lo que las hordas quieren que diga. Como dice la ranchera: “mi palabra es la ley”. Hemos asistido al canto de la ranchera antidemocrática escudada tras la guitarra desafinada de las libertades democráticas.
Creo que la causa última está en la ruptura de los consensos de la transición democrática. Las causas de los problemas del Tribunal Constitucional no está en sus eventuales retrasos en resolver el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut. La causa está en que se le está obligando a recomponer los consensos democráticos que se rompieron con el Estatut. El Tribunal Constitucional no puede ni debe restablecer estos consensos. La simplista división de los miembros del Tribunal en progresistas y conservadores, ridícula cuando se analiza la trayectoria de unos y de otros, no es más que la muestra de que se le está imponiendo al TC que recomponga unos consensos cuando no se tuvieron en cuenta cuando el Estatut fue elaborado y aprobado. La imposición de una manera de concebir el Estado español fruto de la alianza entre socialistas y nacionalistas, ha dado lugar a una bomba de relojería en las entrañas del Estado que ha explotado en las dependencias del TC cuando en realidad es una explosión que ha afectado a la estructura del Estado.
No traslademos al TC la responsabilidad de aquellos que decidieron romper los consensos democráticos básicos cuando se trata de modificar la estructura constitucional básica del Estado.
No creo que nadie, salvo los hooligans, están de acuerdo en los beneficios de esta cacería. No hay Estado de Derecho sin Poder Judicial y sin garante, en nuestro caso, del orden constitucional. No hay Estado de Derecho sin Tribunal Supremo y sin Tribunal Constitucional. Esto es así, al menos, en nuestro Estado de Derecho. Los que critican de la manera que lo hacen no sólo ejercen el legítimo ejercicio de la libertad de expresión, que nadie niega, sino que están ejerciendo el legítimo derecho de promover un cambio del Estado constitucional hacia otra forma de Estado en la que tanto uno como otro Tribunal no existan o no desempeñen eficazmente con las altas funciones que la Constitución le asigna. Es legítimo, pero sin ocultar que se está proclamando un cambio de Estado. Como ha sostenido algún político, más coherente que los demás, la crítica conduce a promover la supresión del Tribunal Constitucional.
Más relevante, a mi juicio, es la causa de esta cacería. Cuando surgió el caso GAL también se hicieron manifestaciones dirigidas a deslegitimar al Poder judicial. Ahora también, cuando toca “a uno de los nuestros”, vuelve otra vez la retahíla deslegitimadora. Ya es hora de que aprendamos que el Estado de Derecho sólo estará definitivamente consolidado en nuestro país cuando los ciudadanos y sus representantes políticos sepan distinguir la legítima crítica a las decisiones que se adoptan con la defensa de las instituciones de aquél Estado que en desarrollo de la función constitucional que tienen encomendada adoptan decisiones que eventualmente nos puedan desagradar. La institución está por encima de sus miembros pero también por encima de la crítica a las decisiones de sus miembros. Lo que hemos visto y oído en los últimos días va más allá de la crítica a las decisiones para moverse en el ámbito de la destrucción de las instituciones y esta destrucción está alentando un cambio de Estado no precisamente ni democrático ni por las vías democráticas. Se quiere que las instituciones del Estado digan lo que las hordas quieren que diga. Como dice la ranchera: “mi palabra es la ley”. Hemos asistido al canto de la ranchera antidemocrática escudada tras la guitarra desafinada de las libertades democráticas.
Creo que la causa última está en la ruptura de los consensos de la transición democrática. Las causas de los problemas del Tribunal Constitucional no está en sus eventuales retrasos en resolver el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut. La causa está en que se le está obligando a recomponer los consensos democráticos que se rompieron con el Estatut. El Tribunal Constitucional no puede ni debe restablecer estos consensos. La simplista división de los miembros del Tribunal en progresistas y conservadores, ridícula cuando se analiza la trayectoria de unos y de otros, no es más que la muestra de que se le está imponiendo al TC que recomponga unos consensos cuando no se tuvieron en cuenta cuando el Estatut fue elaborado y aprobado. La imposición de una manera de concebir el Estado español fruto de la alianza entre socialistas y nacionalistas, ha dado lugar a una bomba de relojería en las entrañas del Estado que ha explotado en las dependencias del TC cuando en realidad es una explosión que ha afectado a la estructura del Estado.
No traslademos al TC la responsabilidad de aquellos que decidieron romper los consensos democráticos básicos cuando se trata de modificar la estructura constitucional básica del Estado.
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