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Uber, la alegoría de la impotencia del Estado (y de su necesidad).

El Estado ha recibido tantas definiciones como autores. Hay algo en lo que todas coinciden: el poder. El poder que, además, no admite límites: la soberanía. Ésta es la cualidad sobresaliente. Hermann Heller (1891-1933), el gran jurista alemán, lo definía como una "unidad de dominación, independiente en lo exterior e interior, que actúa de modo continuo, con medios de poder propios, y claramente delimitado en lo personal y territorial". Unidad de dominación; independencia interior y exterior. Y llega una aplicación para los teléfonos móviles como Uber y la unidad de dominación, ni domina, ni puede dominar. El poder parece, se ha agotado. El Rey está desnudo. Puede hacer ostentación de sus méritos, pero está completamente desnudo.

La empresa Uber fue fundada como UberCab (2009), pero la protesta de los taxistas de San Francisco redujo su nombre al actual. Desde sus orígenes, los taxistas son, con sus críticas y huelgas, su principal canal publicitario y, además, gratuito. Así ha sucedido en todos los lugares a los que llega. En España ha quedado acreditado con el paro y las manifestaciones de las pasadas semanas y con las nuevas que se anuncian. También la reacción de las Administraciones contribuye al éxito. Es la alegoría del momento presente. La impotencia del Estado y de su regulación frente a fenómenos que tienen dos señas básicas: la globalización y la interconexión de millones de usuarios utilizando las redes móviles. Una vez más, el mercado y sus libertades hacen de la destrucción creativa el caldo de cultivo de un cambio que, incluso, ha de afectar al Estado y a su manera de afrontar la ordenación de las actividades económicas.

En España, la regulación es clara. La Ley 16/1987, de Ordenación de los Transportes Terrestres, exige que “la realización de transporte público de viajeros y mercancías estará supeditada a la posesión de una autorización que habilite para ello” (art. 42). La obtención de la autorización está sometida a unos requisitos que enumera la misma Ley. Uber no tiene autorización; dice no necesitarla puesto que no transporta, sólo intermedia entre conductor y pasajero. No es propietaria de los vehículos, ni los conductores son sus trabajadores. Es una empresa virtual que escapa, como el agua, de la regulación. Y no sólo en España, sino en todos los países en los que está presente. Su éxito es espectacular. En tres años, ha alcanzado un valor de más de 18.000 millones de dólares, según la última ronda de financiación. Y sigue, y sigue. Es imparable. Es el fruto de la generalización de los teléfono móviles, los que nos conectan en una red mundial de personas. Hay más de 7.000 millones de usuarios de móviles en el mundo, de los que más de 2.000 millones lo utilizan para acceder a Internet. Más y más conexiones se podrán establecer y más posibilidades para explotarlas con fines mercantiles.

Han sido calificadas como disruptive technologies que no sólo reemplazan la incumbent technology sino también toda la organización (y reglas) sociales constituidas alrededor de éstas. Así ha sucedido con la imprenta, los ferrocarriles, el teléfono, los ordenadores, … con todos los grandes cambios tecnológicos: arrastra consigo los sociales y los de las instituciones correspondientes. El Estado y su Derecho también han sido afectados; un Estado y su Derecho del mundo tridimensional se muestran impotentes frente a los fenómenos del mundo-del-no-mundo: lo virtual. Es el mundo de la anomia. Y es tan anómico cuando no existen reglas como cuando existiéndolas no hay medios eficaces de garantía de su cumplimiento. A pesar de las normas aprobadas y de las amenazas reiteradas ¿quién cree que los Estados han dejado de espiar las redes sociales para obtener información por razones de seguridad nacional? O ¿quién sostiene que se van a respetar los derechos de propiedad intelectual cuando los jóvenes, no sólo en España, hacen de su violación el principal o único medio para acceder a ciertos contenidos como música o cine? Claro que hay reglas, pero se ha fracasado en los intentos de hacerlas obedecer, porque ¿cómo determinar quién es el responsable a los efectos jurídicos para hacerlo merecedor de un castigo? El Derecho entiende que sólo tras la prueba sólida, la única capaz de superar la presunción de inocencia, es posible imponer un castigo. ¿Cómo obtener ese tipo de prueba en el mundo virtual? Es muy difícil o imposible, salvo por la incompetencia del delincuente; los grandes forajidos no serán condenados, o sólo tras complejísimas operaciones, pero el anómico sistema seguirá intacto. Como la detención de Ross Ulbricht, un joven de 29 años, administrador de Silk Road, una página web del denominado Internet profundo donde se podía comerciar con cualquier cosa ilegal, desde drogas, armas pero también contratar a hackers y asesinos a sueldo. Un error condujo a su detención a pesar de sus innumerables medidas de seguridad. ¿Esto ha acabado con Deep Internet? No. Es posible que la haya fortalecido. De cada golpe se aprende, y esto también vale para los malos.

En la anomia sufren los derechos individuales y, además, mucho. En el Wild West virtual el sufrimiento/sacrificio forma parte del riesgo asumido por todos sus pobladores/usuarios. Y como también sucediera en el Salvaje Oeste, el progreso económico y social requiere una condición imprescindible: la seguridad. El riesgo es un coste que obstaculiza el avance de nuestras sociedades. ¿Cómo se garantizan los derechos en el mundo virtual? ¿cómo se garantiza la seguridad? ¿cómo se garantiza la propiedad? ¿cómo se garantiza la competencia sin restricciones o falseamientos ilegítimos? ¿cómo se castigan los abusos de mercado? En definitiva, ¿cómo se garantizan los valores, los principios y las reglas esenciales del Estado democrático de Derecho? Estamos en los confines del Estado, en los del Derecho pero aún más importante, en los del Estado democrático de Derecho. Acemoglu y Robison han acreditado hasta la saciedad que instituciones económicas y jurídicas/políticas inclusivas son la condición imprescindible del progreso. El Virtual Wild West debe ser conquistado por el Estado democrático de Derecho, pero ¿cómo?

La primera tentación del Estado es la prohibición y la amenaza. Ya sucedió en el pasado con la presión de los luditas. ¿Acaso la destrucción de los telares consiguió evitar la revolución industrial? En Turquía se han prohibido Twitter y YouTube. Y se ha amenazado con prohibir Facebook. Es la opción según las coordenadas del Estado autoritario del XIX. ¿Ha servido para algo? Para nada. Aquéllos que tienen experiencia y conocimiento pueden sortear la prohibición. La inmensa mayoría que no los tiene, al menos inicialmente, dejan de disfrutar de tales servicios. Pero es una prohibición temporal y de alcance limitado: hasta que todos sepan como sortearla. El Primer Ministro, Erdogan, dijo: “erradicaremos Twitter. No me importa lo que diga la comunidad internacional. Todo el mundo será testigo del poder de la República Turca”. Todo el mundo será testigo del poder del Estado. ¿Qué sucedió? 36 horas después de la prohibición, el número de tuits se incrementó en un 33 por ciento, alcanzando los 17.000 mensajes por minuto. El poder no sólo está desnudo, sino que su desnudez es ridícula. Los usuarios de Twitter pueden evitar el bloqueo cambiando su identidad y origen en su red de acceso telefónico mediante programas que están disponibles gratuitamente en Internet. En Estambul, a través de grafitis en lugares públicos y algunas emisoras de radio, se describía la manera de burlar la proscripción y así burlarse del poder decimonónico con la tecnología del XXI.

En el caso de Uber, el Ministerio de Fomento español ha amenazado con imponer una multa a todos los que hagan uso de los servicios contratados a través de la aplicación, así como a los conductores. Ni el Ministerio tiene competencias para inspeccionar y castigar, ni aún teniéndolas, es imaginable miles de inspectores requiriendo la documentación a los millones de clientes y conductores para comprobar que se cumplen las normas.

Frente a la tentación autoritaria, la mejor respuesta fue la que dio un terrible tirano, quien, por lógica, debía saber mucho de estos pormenores: cuando el general MacArthur amenazó, en plena guerra de Corea, con lanzar la bomba atómica, Mao Zedong la calificó como un tigre de papel. Él sabía cuándo el autoritarismo podía funcionar y cuándo no. El riesgo es la sobre-regulación. La sobre-reacción frente al impacto de las disruptive technologies. Se vuelva a cumplir la ley universal de Bachelard: un error alimenta el error de signo contrario. Ni uno ni otro. La disruptive technology contribuye de manera relevante a la destrucción creativa, tan esencial al progreso. El Estado democrático de Derecho cuando amenaza en el Virtual Wild West es un tigre de papel. Sin embargo, el Estado democrático de Derecho necesita de las disruptive technologies. Son su principal obra, son el resultado de las instituciones inclusivas que alimentan el cambio imprescindible para el progreso. Es forzoso encontrar el punto de equilibrio.

En el caso de Uber, una cosa es que no se pueda prohibir y otra negar que es ineludible garantizar los derechos de todas las partes (clientes, conductores y terceros), y preservar otros intereses públicos como la seguridad y la protección ambiental. También hay que proteger la igualdad entre todos los competidores. No parece razonable que convivan un mercado fuertemente regulado y otro absolutamente liberalizado.

La primera regulación en el mundo ha sido la de la Public Utilities Commission del Estado de California. En septiembre de 2013 aprobó la Order que regula las denominadas Transportation Network Companies, como Uber. Se enumeran unas obligaciones que deben cumplir las compañías (que no los conductores), precisamente, para garantizar ciertos objetivos de interés general. Las obligaciones son las siguientes: (i) cada empresa debe contar con una licencia concedida por el Estado; (ii) debe comprobar los antecedentes penales de cada conductor antes de que presten servicios; (iii) cada vehículo debe superar las inspecciones técnicas correspondientes; (iv) debe contratar un seguro con una cobertura no inferior a 1 millón de dólares por cada incidente en el que estén implicados vehículos y conductores mientras prestan servicios a la empresa; (v) debe garantizar que cada conductor no ha sido sancionado por infracciones graves a las normas del tráfico en los tres o siete años anteriores, en función del tipo de infracción; y (vi) no puede aceptar clientes recogidos en la calle. Igualmente, la Commission se compromete a revisar la regulación existente para que se adapte a las necesidades actuales y atender, en particular, las exigencias de seguridad, competencia, innovación, accesibilidad, congestión, y protección ambiental.

El Estado ha renunciado a prohibir. Ha impuesto unas obligaciones mínimas. Y, en particular, se insiste que no quiere (y no puede) perjudicar una “nascent industry”, pero la innovación no puede alejarle de cumplir con la misión de proteger los derechos de pasajeros y de terceros frente a las potenciales amenazas que a la seguridad representa unos conductores y unos vehículos de los que se desconoce si cumplen o no las normas de seguridad.

Internet y, en particular, Internet móvil es una técnica de comunicación completamente descentralizada. No hay ningún controlador absoluto que medie en todas las comunicaciones. Cabe la conexión y, además, bidireccional (interconexión e interacción), entre distintos usuarios para el intercambio de cualquier bien o servicio; cualquier cosa. Como lo ha demostrado Silk Road.

El Estado tiene que definir sus nuevos roles en el contexto de mercados liberalizados y globalizados que tienen como eje vertebrador a la red de personas intermediadas por un dispositivo móvil. O se une a los ludistas, y sabemos qué es lo que sucederá, o reflexiona sobre cómo proteger los derechos y los intereses públicos, pero sin recortar desproporcionada y arbitrariamente las libertades, mediante la “smart regulation”, la mínima regulación necesaria. El Estado debe contribuir a la destrucción creativa que ha impulsado el progreso. Convertir el Estado en ludita no sólo es ridículo, sino ineficaz. No se pudo impedir la revolución industrial, aún menos la de los dispositivos móviles.

(Revista El Notario, revista del colegio notarial de Madrid, julio-agosto 2014, núm. 56, pp. 6-9)

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