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Reforma del Estado español, una propuesta

El Estado español encaja en un triángulo cuyos lados son los siguientes:
  1. En primer lugar, su tamaño. No es particularmente grande, si utilizamos el criterio del gasto no financiero e, incluso, el del número de empleados “administrativos” (aquellos que no están destinados ni a servicios sociales, o sea, educación y sanidad, ni a justicia y defensa), en comparación con otros Estados europeos e, incluso, con la media de la Unión. Según datos de la CORA (Comisión para la Reforma de la Administración, Informe 2014, pág. 12), el indicador más utilizado para medir el peso de las AA.PP. en la economía es el nivel de gasto no financiero sobre el Producto Interior Bruto (PIB). Utilizando este indicador, España se ha mantenido muy por debajo de la media de la Unión Europea. Con datos de la Comisión Europea de 2012, España se sitúa entre los 10 países de la UE con menor gasto público en porcentaje de PIB (43,4%), frente a un 49,9% de media en la eurozona, y a bastante distancia de los niveles de las grandes economías de la UE, como Francia (56,6%), Alemania (45%), Reino Unido (48,5%) o Italia (50,7%).
  2. El segundo, la multiplicidad de niveles territoriales de poder: al europeo, sumamos el estatal, el autonómico, el provincial y el municipal. Todos tienen, fruto de la distribución de competencias, una extraordinaria capacidad normativa. Más de 100.000 normas vigentes, a las que sumar las ordenanzas de los miles de Ayuntamientos. Miles y miles de oportunidades para establecer restricciones y obstáculos, incluso, al servicio de intereses espurios. 
  3. Y, por último, el número de cargos políticos, el cual, a falta de estadística oficial, estaría alrededor de los 150.000. 
Un Estado proporcionalmente “pequeño”, con "pocos" políticos, muchos niveles territoriales de poder, pero con una enorme capacidad regulatoria que se manifiesta en el elevado número de normas. Pequeño en tamaño, pero enorme en peso sobre las libertades de los ciudadanos. El problema del Estado español no es de organización, sino de competencias, de políticas, de regulación. Se ha expandido, como el gas, para ocupar todos los espacios de ordenación. El horror vacui que atenaza a los políticos les ha impulsado a ocupar cualquier ámbito antes de que lo haga otro.

Antes de emprender la reforma debemos fijar cuál es el objetivo. Las organizaciones, como la estatal, sólo tienen sentido si sirven a una función con eficacia y eficiencia. La reforma que se necesita es la de que el Estado funcione. Con un objetivo claro: los españoles. Que funcione bien y al servicio de los ciudadanos. Este olvido ha producido situaciones como las de las Diputaciones que destina, por encima del 37 por 100 (más de 2.300 millones) de su presupuesto, a “actuaciones de carácter general” (que incluyen desde los gastos de funcionamiento, hasta las transferencias a otras Administraciones). No queremos un Estado “ombligüista”, autosuficiente, endogámico, … comprometido con la satisfacción de los prebendas de los políticos, capturado por unos y otros intereses ajenos a los de la mayoría. Queremos un Estado al servicio de la tarea de salvaguardar el marco de la libertad y comprometido con la solidaridad de todos aquellos que lo necesitan.

La reforma que necesita el Estado es, también, la de la política y la de los políticos. Romper con la imagen que la opinión pública tiene como actores preocupados por sus privilegios. Nunca los políticos han tenido peor imagen. En la última encuesta del CIS, la de mayo de 2016, los ciudadanos manifiestan una imagen aún más negativa de la situación política (80 %) que de la económica (74%). Están más preocupados por aquella que por ésta. Y esto sucede en un país con un número tan elevado de parados. Algo está fallando. El fallo está en que la política ha perdido el rumbo. Como el Estado. No es más pesado por lo que nos cuesta, sino por aquello a lo que se destina el gasto y lo que no hace.

Hay cuatro ámbitos básicos de reforma. Primero, la configuración territorial del Estado. La organización territorial debe de dejar de ser fuente de problemas. Es germen de inseguridades e inestabilidad política. El mal llamado “caso catalán” es la expresión quintaesencial. Es el reto mayor, pero hay que valorarlo en el marco más amplio del empuje de los líderes territoriales de todos los partidos para configurar la respectiva Comunidad Autónoma en reino de Taifa, el suyo. Se distraen recursos hacia la construcción de “estructuras de Estado” y se alejan de lo importante. Aún más, cuando se quiere evitar compartir políticas, bienes y servicios. Tenemos que recuperar lo que nos une, no sólo en términos constitucionales, sino también en relación con el diseño y la ejecución de políticas. La unidad de mercado nacional es un buen ejemplo. La imposición de obstáculos innecesarios e injustificados no sólo supone un gasto para los ciudadanos, también para las Administraciones. Los gastos en los mecanismos de control para garantizar el cumplimiento de tantos obstáculos arbitrarios.

Segundo, el cómo se ha de diseñar y ejecutar las políticas. No se trata de volverlas tecnocráticas. No queremos que se pierda el sentido de la Política, incluso, a riesgo de la incompetencia. La política es política, con sus beneficios pero también con sus costes. Queremos que sean transparentes, no sólo las decisiones, sino las razones de las decisiones. Que todos podamos conocer el porqué de las cosas. Y sus consecuencias. En estos procesos, se necesita una autoridad que encabece el proceso de racionalización y que informe a los ciudadanos, al mismo tiempo que haga defensa de sus intereses. Es el papel que ha de desempeñar la Autoridad independiente de responsabilidad fiscal. No sólo debe reduplicar su independencia sino, también, extender sus funciones hacia el examen de políticas y otras medidas. El objetivo es orquestar intereses y hacerlos públicos. Enriquecer el debate democrático. Que se sepa. Que lo sepamos.

Tercero, la corrupción. El problema de la corrupción no es esencialmente de medios, aunque también, cuanto de política. Falta el compromiso decidido de que se va a acabar con la corrupción. Muchos Estados han sufrido este problema. Y nos han enseñado cómo afrontarlo. Y se termina, no sólo con unas u otras medidas, sino con políticas; con la más decidida política de acabar con la corrupción, la que debe contar con todos los medios. En España falta esta política porque, los que han de impulsarla, están bajo sospecha. Se tiene la duda de que realmente se quiera acabar con la corrupción. Esta sombra quiebra el principal sostén de las instituciones: la confianza. La que impulsa a denunciar, a evitar la tentación, a castigar. Política decidida, sin desfallecimiento, para que los ciudadanos confíen en las instituciones. Sientan que vale la pena cumplir con las obligaciones cívicas. Hay un retorno. El Estado sirve para algo. No es la fuente infinita de amenazas. “Hacienda somos todos”, no es un eslogan. El “todos” comprende pagar impuestos para también exigir por los impuestos pagados.

Y cuarto, los entes reguladores. Hemos visto cómo la independencia de los reguladores se ha convertido en una suerte de desiderátum final. Otra muestra más del ombligüismo estatista. Los reguladores son un medio, un instrumento. El mercado no debería soportar restricciones ni territoriales ni funcionales injustificadas, innecesarias y desproporcionadas. Estas restricciones son una carga muy pesada para nuestra economía. Reducen nuestra competitividad. Impiden la generación de riqueza. El mejor regulador es el que no existe. Como es una pretensión utópica, al menos, que los que existan sean realmente necesarios y que no estén capturados por los intereses empresariales o políticos o por ambos. Lamentablemente, la experiencia española nos muestra a unos reguladores capturados. Pero tampoco queremos que queden absortos por sus propios intereses. Es imprescindible que sirvan al objetivo de eliminar los obstáculos que impiden que los mercados contribuyan a la creación de riqueza para los españoles.

En definitiva, la reforma del Estado español es imprescindible, no para que sea menos, sino para que sea mejor. No el que los políticos requieren para sus intereses. El problema de España no es, esencialmente, el del tamaño del Estado sino que los recursos públicos se dirijan a satisfacer las exigencias de los políticos. Necesitamos un Estado que no esté capturado por intereses políticos, territoriales o empresariales que imponen cargas, barreras y obstáculos que nos impiden desplegar nuestras capacidades. El Estado español no es grande; es ineficiente.

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