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¿A quién le importa la corrupción?

El interrogatorio de F. Correa en el juicio de la trama Gürtel está resultando un espectáculo, y digo bien, un espectáculo terrible. La tranquilidad con la que se desgranan los acontecimientos. La confesión de la manipulación de la adjudicación de contratos de unas y otras Administraciones. La salpicadura a los Ministerios de Fomento y de Medio Ambiente. La misma expresión utilizada por el inculpado: “Los contratos que yo daba”. La frase que lo sintetiza todo. La frase de la infamia. La confesión más gráfica de lo que Correa hacía en las Administraciones. La Fiscal Concepción Sabadell, una de las fiscales del caso que ha dirigido el interrogatorio, con serenidad, pero con conocimiento, dando muestras de buen hacer, rápida, ante tamaño disparate, le preguntó si era funcionario o autoridad pública para adjudicar contratos. El interfecto, rectificó. Se refería a los contratos que “había gestionado”.

El “yo profundo” de la corrupción. El “yo” de la adjudicación de los contratos, a cambio de comisiones de los empresarios, a repartir entre el comisionista y el partido, a través de su gerente. El “yo” sin ser autoridad pública; sin tener poder para contratar. La Administración, el Derecho, como meros comparsas. Empresas que pagaban; que sabían que tenían que pagar para que el “Yo”, el sietemachos de los negocios, le adjudicase el contrato en cualquiera de las Administraciones. Nadie se le resistía. Cómo los adjudicaba, él y sólo él, con la complicidad de muchos, lo hacía a cambio de todo tipo de ayudas, regalos, comisiones, pagos, … las famosas dádivas del Código penal.

Evolución de la apreciación de los grandes problemas políticos España. Elaboración propia basado en datos CIS
Ha quedado retratada una manera de concebir la política, pero también el funcionamiento de las Administraciones públicas. Una manera predatoria del poder, de los caudales públicos. La apropiación del dinero público a cambio de encarecimiento o empobrecimiento de las prestaciones contratadas. Las comisiones pagadas por los empresarios eran posteriormente repercutidas al Erario público vía incremento de precios o reducción de la calidad y cantidad. El empresario no soportaba en sus beneficios lo pagado. Son los ciudadanos.

¿A quién le importa? Es significativo que, a medida que va pasando el tiempo, la apreciación social de la corrupción va descendiendo. A la par que crece la de la política, los políticos, los partidos y el Gobierno. El CIS pregunta sobre los tres grandes problemas de España en un momento determinado. Y la corrupción ocupa un lugar destacado. La interpretación de estos datos está alimentando una suerte de distorsión demoscópica. Incluir a la corrupción entre los tres grandes problemas, no quiere decir que “preocupen”. Enumerarlos no conduce, como nos quieren hacer entender, que produzca intranquilidad, temor, angustia o inquietud. Puedo considerar que el cambio climático, el hambre, el terrorismo, la emigración, etc., son grandes problemas de la Humanidad, pero no me “preocupan” porque soy optimista; creo que se encontrará una solución. O, en el caso de la corrupción, es un gran problema, pero, como somos pesimistas, tampoco nos preocupa: la resignación frente a lo inevitable que, además, no tiene solución.

La distorsión que comento choca con la experiencia que todos tenemos cuando hablamos con amigos y conocidos sobre la corrupción. La respuesta es siempre la misma: “todos son iguales”. A la que se le añade el rasgo etnicista: “los españoles somos así, unos pícaros”. “O son los del PP o son los del PSOE”. “Si los demás no han robado es porque no han tenido poder”. Y para remachar estas máximas, se alude a Podemos y a su “necesidad” de acompañarse de parientes en el desempeño de sus cargos municipales. La familia y sus penurias como caldo de cultivo de la corrupción. Se comienza por la familia, se pasa al partido, se continúa con el capo y se termina, cómo no, en la familia. De la familia a la familia, pasando por el partido. De esto se ha hablado mucho durante el interrogatorio a Correa.

La disociación entre problema, preocupación y exigencia de responsabilidades es la que podría explicar el cómo y el por qué no hay castigo significativo a aquellos que son los responsables, al menos, políticos de la corrupción; ni se hayan visto empujados a la dimisión. Porque, a nadie le importa, no le preocupa el problema hasta el extremo de exigir responsabilidades. La resignación frente a lo inevitable. Se da por descontado que todos son iguales, los políticos, los españoles, los cargos públicos, las autoridades y demás. En el fondo, todos son corruptos y lo serán o no si tienen la oportunidad de serlo. El “ser” corrupto no existe; no es un “ser” sino una “oportunidad”. Y las oportunidades no se valoran moralmente. Ni se castigan. “Es” buen gestor, buen político, pero, por oportunismo, corrupto. Se juzga aquel ser, no esta oportunidad. No puede haber castigo, ni exigencia de responsabilidad, por la oportunidad de encontrarse en la circunstancia que le hace merecedor de dádivas. Todos podemos “ser” buenos, pero “circunstancialmente” corruptos; es una cuestión de oportunidad. La corrupción es una circunstancia. La consecuencia, en el plano institucional, es, sin embargo, terrible: la depuración de nuestro sistema político queda bloqueada por la disociación ciudadana. Y sin depuración no habrá progreso. Sólo alimento para los carroñeros populistas.

(Expansión 18/10/2016)

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