Vox reúne a 10.000 seguidores en Vistalegre e, inmediatamente, se encienden todas las señales de alerta. Por un lado, las izquierdas utilizan las imágenes y los discursos para alimentar el relato del miedo. Tantas veces nos han castigado con la amenaza de la ultraderecha, las derechas y demás que, como en el cuento del lobo, asustan cada vez menos. Si la extrema derecha comienza en Cs, lógicamente, la derecha será el PSOE. Y la izquierda, Podemos. Algunos dirigentes del PSOE no caen en esta evidencia básica. El desafuero de arrinconar a todos los que están a la derecha en el mismo saco, les ciega sin reparar en que también se están colocando ideológicamente.
Y, por otro, lo utilizan, algunos, como la representación de la denominada crisis de la democracia, o su debilidad. En el ámbito anglosajón, especialmente, norteamericano, es donde más se ha elucubrado sobre esta cuestión. Con la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos, se han disparado los comentarios y los análisis. Libros como el de Mounk (El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla) y el de Levitsky y Ziblatt (Cómo mueren las democracias), desarrollan la tesis de que la democracia no sólo está en crisis, sino que puede desaparecer. En palabras de Mounk, “en muchos países de todo el mundo, … la democracia ya no parece ser la única alternativa concebible. Una proporción creciente de ciudadanos tienen una opinión negativa de la democracia o no consideran que sea especialmente importante”.
Los populismos de derecha y de izquierda, y su éxito, serían la manifestación más relevante de la crisis. En España hace tiempo que llegó el populismo de izquierda y ahora, con mucho retraso, respecto de otros países europeos, hace acto de presencia el de derecha. Los terminales mediáticos de las izquierdas lo celebran como el gran descubrimiento; la gran necesidad para articular el discurso del miedo.
Aún recuerdo cómo en las elecciones catalanas del año 2008, bajo la dirección del secretario de organización J. Zaragoza, se repartieron por Cataluña unos carteles con unas imágenes en negro, representando al Gobierno del PP, en los que se decía, si no vas [a votar], ellos vuelven; u otra campaña de González, en 1996, con el dóberman como representación de la derechona. También lo ha utilizado el PP con la amenaza del “frente popular”; la llamada al voto útil para contener al “frente” de las izquierdas. El miedo, ese sentimiento estrecho, como lo definiera Nausbam, siempre ha estado presente entre nosotros como estrategia política. Agrupa en un coro acrítico a los seguidores. Votar, votar y nada de pensar.
Ahora, el miedo se asocia a otra vertiente que, en nuestro caso, no sabemos cómo racionalizar: la crisis de la democracia, o su fragilidad. No deja de ser un contrasentido que se afirme que la democracia está en crisis, como afirma Mounk, porque el sistema político ya no representa a los ciudadanos y, al no representarlos, no traduce las inquietudes y las exigencias ciudadanas en políticas públicas; y, al mismo tiempo, cuando los movimientos populistas o trumpistas alcanzan la representación se considera que es una amenaza.
La democracia está fuerte y, precisamente, porque lo está surgen movimientos populistas que buscan encarnar el sentir, la ideología de miles de personas que consideran que los políticos no les representan. Es ilustrativo que el populismo de izquierda en España surgió, precisamente, al grito, dirigido a los políticos, de “no nos representan”. Ahora, el grito, procede de la derecha. Y tendrá el mismo camino: Vox es el Podemos de la derecha.
La democracia es representación, pero también, es institucionalidad. La democracia ha sido definida de múltiples maneras. Sin embargo, hay dos ideas centrales. Por un lado, que los ciudadanos disfrutan de derechos y libertades, que, además, están debidamente garantizados por instituciones (Tribunales). Y, por otro, la representación como núcleo central de las instituciones; las de representación directa (Parlamentos) o indirectas (Ejecutivos, en nuestro caso, a través de la elección por el Parlamento del que los preside).
En España se está produciendo un cambio en la representación; surgen nuevos partidos, nuevos políticos y nuevos actores. Que Vox llegue al Parlamento es una magnífica noticia; como lo sería el arribo de los animalistas u otros. Llegan a la instancia de representación, los que ponen voz a miles de ciudadanos. Sin embargo, lo preocupante es la quiebra que, desde hace tiempo, se está produciendo en la institucionalidad del Estado democrático.
Hemos visto cómo se abusa escandalosamente del Decreto Ley, aún cuando supone una ruptura al principio básico de la división de poderes. Se considera que es una necesidad extraordinaria y urgente sacar los restos del dictador del Valle de los Caídos, enterrados hace más de 40 años. Se pone en cuestión a los Tribunales; se chalanea con los puestos en el órgano de gobierno del Poder judicial; se prestan a negociar si la Fiscalía modera o retira la acusación contra los golpistas. Se quiere alterar la arquitectura constitucional de las Cortes para eliminar el papel del Senado (caso del nombramiento de los directivos de RTVE), o a través de la reforma de la ley orgánica de estabilidad mediante una enmienda a una iniciativa relativa a la violencia de género. También, el cuestionamiento de la figura del Jefe del Estado y su papel moderador. O cómo en Cataluña, las instituciones son utilizadas para ejecutar un golpe de Estado, mientras el Gobierno de la Nación desfallece en garantizar los derechos y las libertades de los españoles. Y aún más grave: el desprestigio de los políticos por su oportunismo, su falta de coherencia y las mentiras.
Todo esto, y más, es lo que quiebra a la democracia. La democracia precisa de unas instituciones de garantía y de control; instituciones, incluso, contra-mayoritarias. El populismo no es una amenaza si contamos con instituciones fuertes y, sobre todo, legítimas. Es la responsabilidad de todos los partidos y de todos los políticos garantizar que así sea. Las instituciones pueden soportar la representación de los populistas, no así la deslegitimación. Algunos llevan años empeñados en conseguirlo; algunos de los que más gritan contra Vox.
Y, por otro, lo utilizan, algunos, como la representación de la denominada crisis de la democracia, o su debilidad. En el ámbito anglosajón, especialmente, norteamericano, es donde más se ha elucubrado sobre esta cuestión. Con la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos, se han disparado los comentarios y los análisis. Libros como el de Mounk (El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla) y el de Levitsky y Ziblatt (Cómo mueren las democracias), desarrollan la tesis de que la democracia no sólo está en crisis, sino que puede desaparecer. En palabras de Mounk, “en muchos países de todo el mundo, … la democracia ya no parece ser la única alternativa concebible. Una proporción creciente de ciudadanos tienen una opinión negativa de la democracia o no consideran que sea especialmente importante”.
Los populismos de derecha y de izquierda, y su éxito, serían la manifestación más relevante de la crisis. En España hace tiempo que llegó el populismo de izquierda y ahora, con mucho retraso, respecto de otros países europeos, hace acto de presencia el de derecha. Los terminales mediáticos de las izquierdas lo celebran como el gran descubrimiento; la gran necesidad para articular el discurso del miedo.
Aún recuerdo cómo en las elecciones catalanas del año 2008, bajo la dirección del secretario de organización J. Zaragoza, se repartieron por Cataluña unos carteles con unas imágenes en negro, representando al Gobierno del PP, en los que se decía, si no vas [a votar], ellos vuelven; u otra campaña de González, en 1996, con el dóberman como representación de la derechona. También lo ha utilizado el PP con la amenaza del “frente popular”; la llamada al voto útil para contener al “frente” de las izquierdas. El miedo, ese sentimiento estrecho, como lo definiera Nausbam, siempre ha estado presente entre nosotros como estrategia política. Agrupa en un coro acrítico a los seguidores. Votar, votar y nada de pensar.
Ahora, el miedo se asocia a otra vertiente que, en nuestro caso, no sabemos cómo racionalizar: la crisis de la democracia, o su fragilidad. No deja de ser un contrasentido que se afirme que la democracia está en crisis, como afirma Mounk, porque el sistema político ya no representa a los ciudadanos y, al no representarlos, no traduce las inquietudes y las exigencias ciudadanas en políticas públicas; y, al mismo tiempo, cuando los movimientos populistas o trumpistas alcanzan la representación se considera que es una amenaza.
La democracia está fuerte y, precisamente, porque lo está surgen movimientos populistas que buscan encarnar el sentir, la ideología de miles de personas que consideran que los políticos no les representan. Es ilustrativo que el populismo de izquierda en España surgió, precisamente, al grito, dirigido a los políticos, de “no nos representan”. Ahora, el grito, procede de la derecha. Y tendrá el mismo camino: Vox es el Podemos de la derecha.
La democracia es representación, pero también, es institucionalidad. La democracia ha sido definida de múltiples maneras. Sin embargo, hay dos ideas centrales. Por un lado, que los ciudadanos disfrutan de derechos y libertades, que, además, están debidamente garantizados por instituciones (Tribunales). Y, por otro, la representación como núcleo central de las instituciones; las de representación directa (Parlamentos) o indirectas (Ejecutivos, en nuestro caso, a través de la elección por el Parlamento del que los preside).
En España se está produciendo un cambio en la representación; surgen nuevos partidos, nuevos políticos y nuevos actores. Que Vox llegue al Parlamento es una magnífica noticia; como lo sería el arribo de los animalistas u otros. Llegan a la instancia de representación, los que ponen voz a miles de ciudadanos. Sin embargo, lo preocupante es la quiebra que, desde hace tiempo, se está produciendo en la institucionalidad del Estado democrático.
Hemos visto cómo se abusa escandalosamente del Decreto Ley, aún cuando supone una ruptura al principio básico de la división de poderes. Se considera que es una necesidad extraordinaria y urgente sacar los restos del dictador del Valle de los Caídos, enterrados hace más de 40 años. Se pone en cuestión a los Tribunales; se chalanea con los puestos en el órgano de gobierno del Poder judicial; se prestan a negociar si la Fiscalía modera o retira la acusación contra los golpistas. Se quiere alterar la arquitectura constitucional de las Cortes para eliminar el papel del Senado (caso del nombramiento de los directivos de RTVE), o a través de la reforma de la ley orgánica de estabilidad mediante una enmienda a una iniciativa relativa a la violencia de género. También, el cuestionamiento de la figura del Jefe del Estado y su papel moderador. O cómo en Cataluña, las instituciones son utilizadas para ejecutar un golpe de Estado, mientras el Gobierno de la Nación desfallece en garantizar los derechos y las libertades de los españoles. Y aún más grave: el desprestigio de los políticos por su oportunismo, su falta de coherencia y las mentiras.
Todo esto, y más, es lo que quiebra a la democracia. La democracia precisa de unas instituciones de garantía y de control; instituciones, incluso, contra-mayoritarias. El populismo no es una amenaza si contamos con instituciones fuertes y, sobre todo, legítimas. Es la responsabilidad de todos los partidos y de todos los políticos garantizar que así sea. Las instituciones pueden soportar la representación de los populistas, no así la deslegitimación. Algunos llevan años empeñados en conseguirlo; algunos de los que más gritan contra Vox.
(Expansión, 09/10/2018)
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