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Insignificancia circense


Era inimaginable pensar que la independencia de los reguladores fuese noticia y, de primera página, en la prensa y no sólo la especializada. En los últimos días, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) ha estado en el foco mediático. Ciertas decisiones e, incluso, anuncios de decisiones, de la CNMC, han suscitado una reacción, incluso, airada, por parte de los directamente incumbidos. Las empresas a las que se les anuncia que podría imponérseles obligaciones que supondrían la compartición de sus infraestructuras (caso de la fibra óptica) o la de aquellas otras a las que se les castiga con importantes multas (caso de las empresas de distribución minorista de combustibles de automoción). A todo esto se escenifica una disputa en el seno de la denominada Sala de Competencia de la indicada Comisión, en la que dos de sus miembros han convertido su disidencia en conducta recalcitrante. La tormenta perfecta. El ciclón externo con el interno. Una ciclogénesis explosiva. La explicación, y también la queja, hace uso de la misma expresión: la ausencia de independencia. Todo se reduce a esta ausencia. En definitiva, el organismo regulador ha caído capturado por el poder. Es indiferente que sea el político o el económico. A partir de aquí, el martirologio. Tenemos lo que nos merecemos. España como problema. La España cañí, la del capitalismo de amiguetes frente a la España moderna, tolerante, europea e, incluso, liberal. Siempre es el mismo esquema argumentativo. ¿Realmente somos tan diferentes? Sí, lo somos. Como todos. Con nuestras peculiaridades.

Los organismos reguladores independientes sufren, en todos los lugares del mundo, el mismo inconveniente. Son poderosos. Y la renta que genera el poder quiere ser capturada por los intereses regulados. Soportan en todos partes, las mismas presiones. No tienen, por la independencia que, paradójicamente, debilita, protección alguna. Al final, son unos seres humanos, con sus intereses, frente a los incentivos de unos y de otros para inclinar su voluntad, en un marco jurídico que les ofrece garantías siempre y cuando de ellas quieran disfrutar. ¿Cuáles son las diferencias?

En primer lugar, el cómo se instrumenta la captura. En Estados Unidos es esencial el papel de los lobistas. Éstos públicamente derrochan cientos de millones para sesgar el poder de los reguladores a favor de los intereses representados. Lo hemos visto recientemente, esta misma semana, con la decisión de la Federal Trade Commission (FTC) sobre la clasificación de la provisión de Internet como servicio público (public utilities). Unas empresas, como Verizon, desplegaron una intensa labor de lobby para oponerse. Otras, en cambio, en sentido contrario, caso de Netflix. ¿Se puede decir que la FTC es menos independiente por haber favorecido, con su decisión, a unas empresas en contra de otras? Con nuestros parámetros, diríamos que la FTC ha caído capturada. Expondríamos como prueba la intensísima labor de lobby. Incluso, se denunciaría la captura política porque, de manera inédita, el Presidente Obama había anticipado su compromiso y apoyo a favor de la medida, lo que se entendió como una presión. A lo que se sumaría el reparto y la adscripción política de los consejeros (3 demócratas contra 2 republicanos). Pero todo ha sucedido ante los ojos de los ciudadanos. En cambio, entre nosotros, los lobistas patrios son como fantasmas. Sospechas y más sospechas. Transparencia. ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué? Y ¿cuánto gastan? El lobista utiliza el cauce del partido. Nuestros reguladores soportan, a diferencia de los americanos, una adscripción partidaria (y al líder del partido) que es superior a la política e ideológica. La versión hispana de la politización se llama partitocracia. Más importancia tiene, sin embargo, una característica de nuestros mercados, en particular, los regulados. Por principio, son menos competitivos. Cuanto más débil y menos competitivo sea el mercado, más poder tendrá el poder y más importancia tendrá su captura. Pocos, muy pocos, grandes actores con un inmenso poder no equilibrado por otros igualmente poderosos. La independencia sufre. No es un juego a tres bandas, en el que el regulador ocupa el vértice superior y equilibrador de la pirámide. Lo es, sólo a dos.

Y, en segundo lugar, el escenario institucional. Aquí está la principal diferencia. La que empequeñece, hasta el ridículo, la independencia de los reguladores. Que lo sea o no, es, con ser importante, lo menos importante. Lo realmente trascendental es que el conjunto del sistema llamado Estado democrático de Derecho cuente con poderes y con controles a los poderes. También, con relación a los reguladores. Éstos ejercen sus atribuciones, que será objeto de revisión por las instituciones jurídicas correspondientes, con capacidad para revocar las decisiones adoptadas (Tribunales). Y, además, organizadas en varios niveles para reduplicar el control. En nuestro caso, son la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo los que revisan la legalidad, así como la razonabilidad, de las medidas regulatorias. Si aprecian ilegalidad o arbitrariedad, las decisiones serán anuladas. Es la normalidad del Estado de Derecho. A veces nos enfrascamos, en pequeñas o pequeñísimas batallas, como la de la imposición de una multa, incluso, de 30 millones, cuando la guerra es otra: ¿tenemos y funcionan adecuadamente las instituciones que hacen posible la dispensa de una protección real y efectiva a los derechos de los ciudadanos? ¿De qué me sirve tener unos reguladores independientes si luego los jueces están politizados o son incompetentes en el desempeño de su función? De nada. Absolutamente, de nada.

La batalla por la independencia del regulador sólo tiene sentido en el contexto institucional adecuado: el del Estado de Derecho. Es imprescindible mejorar, no la independencia de los reguladores, que me preocupa bien poco, sino nuestro Estado democrático de Derecho para que dispense, en todos los niveles y con relación a todos los poderes, un control efectivo que garantice los derechos de los ciudadanos. Si el regulador no es independiente, ya habrá otras instituciones, en el seno del Estado, que corregirán su equivocadas decisiones. El problema es cuando no hay tales instituciones o funcionan deficientemente. Cuando la captura o las ilegalidades no tienen corrección. Cuando el Estado democrático de Derecho no es un gran sistema que auto-corrige sus deficiencias para asegurar la adecuada protección a los derechos. Éste es el problema. El único problema. Lo demás, puro circo.

(Expansión, 03/03/2015) 

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