Se aprende de los errores, propios y ajenos. España también tiene que aprender de los suyos. Los que han contribuido al gran error del nacionalismo catalán. La primera lección se refiere al poder de la ideología. Cuando algunos proclamaban su fin, el nacionalismo ha mostrado su fortaleza. Combina simplicidad con eficacia. La simplicidad que unifica al conjunto de los ciudadanos alrededor de dos ideas centrales. La primera, que somos distintos; que tenemos unos rasgos que nos identifican. Somos una nación. Y, la segunda, que estamos siendo atacados. Y lo hacen precisamente porque somos una nación, con unas cualidades, usualmente superiores a los que no son como nosotros y, en particular, a nuestros atacantes. La plasmación de este discurso es el consabido lema de “España nos roba”. Nos roban porque somos ricos. La singularidad del nacionalismo catalán, a diferencia del de los movimientos de liberación nacional, es la de que lo es de los ricos y para ser más ricos.
Esta ideología necesita de medios de difusión. Un mensaje tan simple sólo puede hacerse realidad a través de los altavoces adecuados. El sistema educativo es uno, pero también los medios de comunicación. El machaqueo constante durante décadas de las dos ideas simples que he comentado. La maquinaria de convencimiento es muy potente. Tienen todos los recursos a su alcance. El resultado es lo que vimos el pasado viernes. El nacionalismo ha alumbrado, dado forma y contenido a un sentimiento. La secesión lo es. Y razona como tal. El amor a la patria es irracional. El nacionalismo ha creado la patria para asentar la irracionalidad en el escenario político. ¿Cómo se puede combatir? ¿cómo se pueden combatir los sentimientos? ¿cómo se puede combatir el amor? ¿cómo el amor tóxico y autodestructivo?
La segunda lección ha sido la de la indiferencia. La famosa conllevancia de Ortega. Ha sido un gravísimo error. Conllevar quiere decir, según el Diccionario de la Lengua Española, sufrir, soportar las impertinencias o el genio de alguien. Para soportarnos, nos damos la espalda. Y somos indiferentes a los que cada uno haga. Esto ha supuesto que los Gobiernos de Madrid han mirado sistemáticamente para otro lado, durante estos años, y donde el monstruo nacionalista ha campado a sus anchas. Se ha tolerado todo. Desde la corrupción, hasta la marginación del castellano. Desde el manejo autoritario de las instituciones al servicio del objetivo nacionalista, hasta la laminación del pluralismo ideológico, político y lingüístico. La conllevancia es “soportancia”. La indiferencia ha creado el caldo de cultivo adecuado para que el nacionalismo siguiese con su proceso de colonización social, amparado tras las instituciones. Se consintió. Se toleró. Muchos catalanes han sentido que España les ha abandonado.
La tercera lección: no se puede construir y tampoco puede funcionar un Estado descentralizado, con el grado que lo tiene el nuestro, si no hay lealtad. La deslealtad es un monstruo de múltiples caras. Y la han alimentado todos. Todas las Comunidades. Atrincheradas por un sistema de financiación que no alienta la responsabilidad, sino la petición constante al Estado central. Esto ha provocado una política expansiva. Ir al restaurante a pedir los platos más caros, porque otro es el que paga la factura. Se ha roto la asociación entre competencias y responsabilidad fiscal. No hay una clara definición de una carta de servicios en sanidad y educación, fundamentalmente, que esté garantizada por la financiación estatal; una garantía de unos servicios comunes y básicos para todos los españoles. Todo lo que escapa de esta carta debería ser soportado por las Comunidades con sus propios recursos.
La cuarta lección: cuando el Estado se ha convertido, en el imaginario colectivo, en un “aparato” travestido en España, no hay nada que nos una. Si bien el artículo 1.1 de la Constitución dice que es España la que se constituye en Estado. Se pierde el alma. Sus atributos. No hay solidaridad. No la puede haber con las cosas. El amor a España no lo puede ser, ni a una “cosa” ni a un ente superior, a una nación, como la entienden los nacionalistas. Lo es a los ciudadanos que vivimos, fruto del azar, en este territorio y compartimos, con orgullo, la historia de tantos siglos de convivencia que nos ha unido. Para lo bueno y para lo malo. No hay ninguna nación que pueda presentar un inmaculado historial. Ninguna. El amor a España da fuerza a nuestra unión y le da sentido. Cuando el Estado ha devorado a España, es tan prescindible como los zapatos que usamos. Los podemos cambiar y tirar a la basura.
Y la quinta lección: la responsabilidad de los dos grandes partidos sedicentemente nacionales. Esa incapacidad para establecer acuerdos en lo básico ha terminado debilitando a España y a ellos mismos. El último episodio ha sido la reforma de la Ley orgánica del Tribunal Constitucional. Es indudable que esta reforma fortalece al Tribunal. Se le dota de poderes para la ejecución de sus resoluciones. Ahora bien, el entorno electoral que la ha rodeado, no ha contribuido a generar el consenso imprescindible. Así como tampoco los errores técnicos en que se ha incurrido. Si el objetivo “formal” de la reforma es, como digo, reforzar los poderes del Tribunal ¿por qué sólo se contempla, en el nuevo artículo 92 de la Ley Orgánica, que el Tribunal podrá requerir la colaboración del Gobierno de la Nación en caso de incumplimiento de sus resoluciones? ¿por qué sólo contempla el incumplimiento de las Comunidades Autónomas?. Les faltó añadir la Generalitat de Cataluña. Si lo importante es garantizar la eficacia, cabría requerir la colaboración del que que sea más conveniente para alcanzarla, sea el Gobierno de la Nación, una Comunidad o una Corporación local. A cualquiera. Esta torpeza pone de relieve que se trata más de una operación de amenaza que el adecuado complemento de los poderes del Tribunal. Demasiado electoralismo. Les pierde el corto plazo. No piensan en el largo plazo. España, una nación milenaria, en manos de miopes dispuestos a llevarla al acantilado. Estas son las lecciones que España debería, a mi juicio, extraer, mirándose en el espejo de Cataluña. O queremos a la España ciudadana o no será España. Será el Estado del que se puede prescindir, como un residuo de la historia. De la Historia de los miopes.
(Expansión, 15/09/2015)
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