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Sociabilidad de la corrupción


La corrupción es una actividad social. Muchos son los que la hacen posible. Lo hemos podido comprobar en los últimos casos que afectan a la contratación pública. En primer lugar, para beneficiar con la adjudicación de un contrato, se ha debido configurar, a la medida del beneficiario, del corruptor, los criterios, el procedimiento y la organización encargada de la selección. No es fácil. Tienen que intervenir muchas personas. Los cargos o los representantes políticos podrán decidir pero para que su decisión sea “presentable”, sin riesgos, los técnicos han debido “cocinarla. La confabulación entre políticos y técnicos es la que hace posible la decisión ilegal.

En segundo lugar, se ha debido establecer la complicidad previa entre corruptores y corruptos para hacer “segura” la adjudicación. Esto quiere decir que existe un cauce o canal que da forma a la complicidad; que permite fijar un precio por ciertas adjudicaciones, y que su pago garantiza la obtención del beneficio. Hay corrupción, porque se tiene la certeza de que hay corruptos. Es una obviedad. Pero no es tan evidente. Se corrompe a aquél que se sabe que “entiende” el juego. Y se sabe, porque hay connivencia: hay un precio y su pago permite obtener el premio de la adjudicación.

En tercer lugar, los competidores mantienen el silencio. Es sobresaliente que las acusaciones de corrupción no proceden de los concurrentes que participan en el concurso. No lo denuncian, porque lo han interiorizado, como un elemento más del concurso. Uno de sus costes. Una característica del juego. Éste podrá ser injusto, pero es el juego. Y nadie lo puede cuestionar si, en algún momento, se quiere ganar. El silencio es cómplice con la corrupción para obtener el favor de la adjudicación. Calla y espera tu turno. Ya te tocará. No se rompe la omertá porque la denuncia excluye al denunciante del reparto. Queda “manchado” por la legalidad. Es un juego sólo para indignos.

En cuarto lugar, el corrupto siempre recupera su “inversión”. Compite por el “favor” de la Administración, no por los costes. Si es necesario se hace una modificación del contrato para incrementar precio y “corregir” el ofertado. En todos los casos, hay un claro perjudicado: el ciudadano. Sus impuestos sirven para soportar, en última instancia, la mordida. Los ciudadanos somos los que, al final, la pagamos. Es otro impuesto que soportamos. El de la corrupción.

En quinto lugar, la mordida puede tener dos destinatarios: el político o el partido. O, como se ha extendido entre nosotros, ambos. La singularidad española es que la corrupción es de y para los partidos. Una vía para, usualmente, su financiación. Tanto el político como el partido reciben el importe del soborno en porcentajes diversos. Se suele abonar, como hemos visto, después de la adjudicación. Ahora bien, el sistema está tan perfeccionado que el pago, para evitar la relación de causalidad que permitiría fácilmente integrarlo en cualquiera de los tipos delictivos, se lleva a cabo utilizando un intermediario: la fundación del partido u otro. El pago que éste percibe coincide en el tiempo con la adjudicación. Que exista coincidencia temporal no quiere decir que haya relación de causa – efecto. Es un puro indicio que no es susceptible de abocar al castigo. Los malos se benefician de las garantías de nuestro sistema penal. Se castiga a los delincuentes sorprendidos con la manos en la masa. No a los que las tienen tan largas que pasan por mil y un paraíso fiscales o se sirven de distintas artimañas para crear la duda que les beneficia.

Por último, todo lo que he expuesto conduce a una conclusión final: la corrupción precisa, en distintos grados, de la complicidad de muchos. Desde los colaboradores activos hasta los silenciosos. De los que esperan un premio hasta los que quieren evitar un castigo. La corrupción tiene una única regla: beneficiar a muchos. Cuantos más, más silenciados estarán. Más agradecidos serán. Evitar al descontento. Repartir y repartir. Más cómplices habrá. No siempre se podrá conseguir. Al final, alguien se sentirá perjudicado. O no podrá superar la amenaza del castigo penal o el peso de la culpa. La anticorrupción también debe ser una acción colectiva. La indignación social, como recogen las encuestas. Se reduplica cuando los procesos judiciales se eternizan y el castigo no llega o es benigno. Alimenta la sensación de impunidad. Se necesita arbitrar medios que contribuyan a la eficacia de la persecución. Uno de los que más éxito está cosechando, en otros lugares, es el de la protección y el premio al delator. Tarde o temprano, bien por razones morales, por miedo o por codicia, alguien delatará. A ése habrá que proteger e, incluso, premiar. Si la corrupción se sostiene en la codicia, la lucha contra la corrupción, también. El que denuncie y esa denuncia permite el castigo, recibirá una recompensa. Esto ha cambiado sustancialmente la eficacia de la persecución de los delitos de cuello blanco en Estados Unidos. La codicia puede ser un aliado. Las pasiones e intereses de los ciudadanos, incluso, de los malos, también pueden ser socios para construir la sociedad y el mundo de los buenos ciudadanos. Es lamentable, pero efectivo.

(Expansión, 27/10/2015)

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