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De Gürtel a Lezo

El leitmotiv de la pasada semana se describe con una palabra: “corrupción”. El martes, Rajoy es llamado a declarar, como testigo, en el caso Gürtel; el miércoles, I. González y otros, son detenidos, en el marco de la operación Lezo; el jueves, revelaciones sobre los nombramientos en la Fiscalía y, en particular, en las de anticorrupción; y el viernes, detención de un empresario por pagos de comisiones y el ingreso en presión de González y algunos de sus colaboradores. Entre tanto hecho, ¿qué es lo que queda?

En primer lugar, la sensación de asco. Parecíamos acostumbrarnos a tanta porquería. No, no es posible. Más y más casos. Siempre nos queda la sospecha de si todos los casos de corrupción son los que han salido. No. Los que llegan a judicializarse y, en concreto, en vía penal, son una minoría. ¿Cuántos? Aplicando el sentido común, si no toda ilegalidad es corrupción, y no toda corrupción es penalmente relevante, y no toda la penalmente relevante es investigada, y no toda la investigada da lugar a una instrucción, y no todas las que dan lugar a la instrucción acaban en sentencia, y no todas las que acaban en sentencia son de culpabilidad, nos podemos imaginar que, en España, los casos de corrupción se pueden representar, como en todos los países, como una pirámide o, mejor, un Iceberg. Lo que llega a nuestro conocimiento es un porcentaje mínimo de la realidad del problema.

En segundo lugar, esa sensación de asco se mezcla con la indignación. El objeto es, en primer lugar, los políticos, los corruptos, pero inmediatamente, se vuelve la mirada hacia todo el régimen político. La ira ciudadana contra los que roban, fácilmente, se puede volver contra el régimen que permitió a los corruptos acceder al poder que han podido patrimonializar en su beneficio. Los antisistemas alientan estas conclusiones. Si Gonzalez robó, se nos dice, es porque se le permitió. El “tramabus” recorre las calles de Madrid, con sus imágenes, en las que se mezclan políticos, banqueros, periodistas y otros. De corruptos, pasamos a régimen corrupto.

En tercer lugar, lo más preocupante de las últimas revelaciones es la escenificación de una sospecha. La corrupción es un cáncer que, con sus múltiples tentáculos, se expande por todas las instituciones necesarias para el desarrollo de su “negocio”. Los medios de comunicación social han aparecido. Es, en cierta medida, anecdótico. La corrupción es oportunista. Y para garantizar su éxito, cualquier cosa. Más preocupante, son las revelaciones relativas a los nombramientos de la Fiscalía. Es muy grave, el intento de instrumentalizar el poder judicial al servicio de la impunidad. Es de esperar, por el bien de todos, que se investigue lo sucedido y, aún más, que se demuestre la falsedad. Si, a todo esto, se le añaden las acusaciones de filtraciones para obstaculizar el desarrollo de la investigación judicial, incluida la reunión del Secretario de Estado de Interior con uno de los investigados, la potencia de la imagen resultante es demoledora.

En cuarto lugar, las sospechas ya caen en un ambiente particularmente ennegrecido. Son conocidos los datos sobre la apreciación subjetiva que tienen los españoles sobre la corrupción. Es, incluso, excesivamente negativa. He sostenido que es el castigo que se les aplica a los políticos y, en general, a todo el régimen político, por las consecuencias de la crisis. Qué mayor acusación a un político que llamarlo corrupto. La concentración de noticias en la misma semana y la expresión de la extensión de los tentáculos de la corrupción alimenta la impresión negativa. Algunos podrán estar tentados en creer que, efectivamente, políticos, empresarios, banqueros, periodistas, jueces y fiscales sostienen un régimen corrupto.

La corrupción, como fenómeno, admite varias clasificaciones, desde la pública a la privada; dentro de la pública, entre política y administrativa. Otra es la que distingue entre corrupción fenomenológica y sistémica; y dentro de ésta, entre la corrupción institucional y la institucionalizada. En Estados Unidos se habla de “institutional corruption”; la institucionalizada asociada, esencialmente, a la financiación de las campañas electorales. En nuestro caso, parece que ya no se puede hablar de fenomenológica. Se habla de “organizaciones criminales” que cuentan con una red de cómplices en todos los ámbitos de poder. Nos hemos acostumbrado a aplicar este término a los partidos políticos, como hacen las últimas resoluciones judiciales. Cuando organizaciones criminales son las que gobiernan, se corre el riesgo de que acaben configurando un régimen a su medida. Y cuando así sucede, sólo hay dos beneficiados: los corruptos y los que abogan por la destrucción del régimen. Las dos caras de la misma moneda. Como sucediera en Estados Unidos, se necesita una reacción contundente, no sólo de castigo, sino de prevención: adoptar las medidas para desapoderar a los criminales. La garantía de la independencia del poder judicial y, también, de la Fiscalía, vuelve a presentarse como imprescindible.

(Expansión, 25/04/2017)

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