Los recientes acontecimientos sucedidos en Murcia, con ocasión de la dimisión del Presidente de la Comunidad, han vuelto a poner en entredicho la relación entre la responsabilidad política y la jurídica. El enlace es el denominado principio de presunción de inocencia. Se ha llegado a afirmar que la exigencia de dimisión, en razón de ciertas resoluciones judiciales acusatorias por la eventual comisión de delitos, ponía en cuestión la presunción de inocencia.
La política es el arte de lo posible, aplicado a la gestión de los asuntos públicos. En realidad, es el arte de ganar a los adversarios, ante el público estupefacto y sorprendido de los ciudadanos, para lo que cualquier arma vale. Y la confusión es un arma poderosa. Se parte de un principio bien asentado, considerado, incluso, como esencial para la configuración de la sociedad en la que vivimos. Este principio se convierte en parámetro para medir comportamientos, actitudes y acciones políticas. Es el caso de la presunción de inocencia.
En nuestra Constitución, como en las de los Estados democráticos, se consagra; en concreto, en el artículo 24. Significativamente, en relación con el proceso judicial y, singularmente, en aquel en el que se administran penas. En el segundo apartado de dicho artículo, se enumeran las distintas garantías de las que disfrutan los ciudadanos en el ámbito judicial, entre las que se incluye la presunción de inocencia. Sobre ésta, el Tribunal Constitucional ha establecido que “opera... como el derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable" (Sentencia 81/1998).
¿Cómo es posible que una garantía en relación con el proceso y, en particular, con la administración del castigo por un Juez se convierta o se pueda convertir en parámetro para juzgar las acciones políticas? Es, sinceramente, un misterio, aunque, por sorprendente que parezca, tiene su lógica. Se requiere una investigación judicial por la eventual comisión de un delito por un político. Si, en este contexto, que es su foro natural, se reclama la presunción de inocencia, también se extiende a la política. Si no hay castigo judicial, tampoco puede haberlo político. Se establece, no sólo una pasarela entre los dos mundos sino, además, una peligrosa equiparación: política y justicia se confunden; se mezclan.
En primer lugar, la judicialización de la política. Ésta sí que sería la verdadera judicialización. No la que denuncia que se produce cuando ciertos asuntos, de relevancia política, tienen una resolución judicial. La transcendencia política no es criterio para evitar la intervención judicial. En cambio, se pretende, a la inversa, que la acción de la política dependa de la resolución judicial. No que los asuntos políticos tengan una resolución judicial, sino que de ésta se haga depender aquellos.
En segundo lugar, los asuntos judiciales y los políticos tienen parámetros bien distintos de resolución. Se puede ser un perfecto inocente, judicialmente, y, en cambio, un indigno políticamente. La falta de pruebas impide el castigo jurídico, pero no la indignidad. ¿Sería admisible que un evasor fiscal u otro delincuente que no ha podido ser castigado por la prescripción del delito pudiese seguir ocupando un cargo público?
En tercer lugar, la presunción se reclama si hay una investigación judicial que apunta indicios de delito por parte de un político, con independencia de su transcendencia. Así, se llega al absurdo de que se puede exigir el cese o la dimisión de un ministro por la mala gestión de cierto asunto público que haya provocado, por ejemplo, pérdidas de miles de millones, pero, en cambio, no se podría, por la presunción, si el asunto fuese de una cuantía minúscula, pero que se hubiese judicializado.
Y, en cuarto lugar, la prueba definitiva del uso torticero del argumento queda demostrado por su dependencia de la naturaleza del delito del que se le acusa al político: ¿qué sucedería si la acusación es de asesinato, violación o de malos tratos en el ámbito familiar? ¿Habría algún partido que pudiese sostener la virtualidad de la presunción? No lo parece, por el coste político que tendría. Significativamente, su virtualidad es proporcional a la gravedad que tiene la acusación ante los ojos estupefactos de los ciudadanos. Hay determinados casos donde el escandalo social, que es el que administra el argumento, sobrepasa a sus supuestas bondades.
La responsabilidad política no es un castigo jurídico que deba someterse a la presunción de inocencia. Los que exigen el cese o la dimisión no son jueces, son políticos, por increíble que parezca. No están sometidos a la garantía constitucional comentada. Es secundario el que la exigencia de responsabilidad política se vincule a cierto hecho procesal, como el de la existencia de una resolución judicial, la cual, al menos indiciariamente, considera que tal persona debe ser investigada, porque concurren los elementos para la imputación de una responsabilidad criminal. La responsabilidad política se funda y se depura en atención a los hechos que la misma Política establezca, por su relación con los atributos que deben adornar a un alto cargo. La política exige las responsabilidades en función de los criterios y de las razones que la política instituya.
En definitiva, una vez más, volvemos a encontrar cómo la política, en España, se ha convertido, en el gran juego de la confusión. El juez que administra el castigo por unos hechos eventualmente delictivos, también debe hacerlo de ceses y dimisiones de los cargos políticos. Los jueces ya tienen demasiado trabajo y responsabilidad como para tener que decidir, además, cuándo un político debe dimitir.
La política es el arte de lo posible, aplicado a la gestión de los asuntos públicos. En realidad, es el arte de ganar a los adversarios, ante el público estupefacto y sorprendido de los ciudadanos, para lo que cualquier arma vale. Y la confusión es un arma poderosa. Se parte de un principio bien asentado, considerado, incluso, como esencial para la configuración de la sociedad en la que vivimos. Este principio se convierte en parámetro para medir comportamientos, actitudes y acciones políticas. Es el caso de la presunción de inocencia.
En nuestra Constitución, como en las de los Estados democráticos, se consagra; en concreto, en el artículo 24. Significativamente, en relación con el proceso judicial y, singularmente, en aquel en el que se administran penas. En el segundo apartado de dicho artículo, se enumeran las distintas garantías de las que disfrutan los ciudadanos en el ámbito judicial, entre las que se incluye la presunción de inocencia. Sobre ésta, el Tribunal Constitucional ha establecido que “opera... como el derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable" (Sentencia 81/1998).
¿Cómo es posible que una garantía en relación con el proceso y, en particular, con la administración del castigo por un Juez se convierta o se pueda convertir en parámetro para juzgar las acciones políticas? Es, sinceramente, un misterio, aunque, por sorprendente que parezca, tiene su lógica. Se requiere una investigación judicial por la eventual comisión de un delito por un político. Si, en este contexto, que es su foro natural, se reclama la presunción de inocencia, también se extiende a la política. Si no hay castigo judicial, tampoco puede haberlo político. Se establece, no sólo una pasarela entre los dos mundos sino, además, una peligrosa equiparación: política y justicia se confunden; se mezclan.
En primer lugar, la judicialización de la política. Ésta sí que sería la verdadera judicialización. No la que denuncia que se produce cuando ciertos asuntos, de relevancia política, tienen una resolución judicial. La transcendencia política no es criterio para evitar la intervención judicial. En cambio, se pretende, a la inversa, que la acción de la política dependa de la resolución judicial. No que los asuntos políticos tengan una resolución judicial, sino que de ésta se haga depender aquellos.
En segundo lugar, los asuntos judiciales y los políticos tienen parámetros bien distintos de resolución. Se puede ser un perfecto inocente, judicialmente, y, en cambio, un indigno políticamente. La falta de pruebas impide el castigo jurídico, pero no la indignidad. ¿Sería admisible que un evasor fiscal u otro delincuente que no ha podido ser castigado por la prescripción del delito pudiese seguir ocupando un cargo público?
En tercer lugar, la presunción se reclama si hay una investigación judicial que apunta indicios de delito por parte de un político, con independencia de su transcendencia. Así, se llega al absurdo de que se puede exigir el cese o la dimisión de un ministro por la mala gestión de cierto asunto público que haya provocado, por ejemplo, pérdidas de miles de millones, pero, en cambio, no se podría, por la presunción, si el asunto fuese de una cuantía minúscula, pero que se hubiese judicializado.
Y, en cuarto lugar, la prueba definitiva del uso torticero del argumento queda demostrado por su dependencia de la naturaleza del delito del que se le acusa al político: ¿qué sucedería si la acusación es de asesinato, violación o de malos tratos en el ámbito familiar? ¿Habría algún partido que pudiese sostener la virtualidad de la presunción? No lo parece, por el coste político que tendría. Significativamente, su virtualidad es proporcional a la gravedad que tiene la acusación ante los ojos estupefactos de los ciudadanos. Hay determinados casos donde el escandalo social, que es el que administra el argumento, sobrepasa a sus supuestas bondades.
La responsabilidad política no es un castigo jurídico que deba someterse a la presunción de inocencia. Los que exigen el cese o la dimisión no son jueces, son políticos, por increíble que parezca. No están sometidos a la garantía constitucional comentada. Es secundario el que la exigencia de responsabilidad política se vincule a cierto hecho procesal, como el de la existencia de una resolución judicial, la cual, al menos indiciariamente, considera que tal persona debe ser investigada, porque concurren los elementos para la imputación de una responsabilidad criminal. La responsabilidad política se funda y se depura en atención a los hechos que la misma Política establezca, por su relación con los atributos que deben adornar a un alto cargo. La política exige las responsabilidades en función de los criterios y de las razones que la política instituya.
En definitiva, una vez más, volvemos a encontrar cómo la política, en España, se ha convertido, en el gran juego de la confusión. El juez que administra el castigo por unos hechos eventualmente delictivos, también debe hacerlo de ceses y dimisiones de los cargos políticos. Los jueces ya tienen demasiado trabajo y responsabilidad como para tener que decidir, además, cuándo un político debe dimitir.
(Expansión, 11/04/2017)
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