Según el Diccionario de la Lengua española, “leguleyo” es una persona que aplica el Derecho sin rigor y desenfadadamente. Lo visto ayer en el Parlament aconseja, o inventar una nueva palabra, o ampliar el significado. Como leguleyo procede del Latín “leguleius”, y éste de “legula”, diminutivo de lex ("ley"), propongo “legulind”, el leguleyo independentista. Una fase superior y más desarrollada de la estupidez que utiliza el Derecho como cobertura de la infamia, la mentira y la mediocridad secesionista. Se han utilizado los más diversos términos para referirse a lo visto. Desde esperpento hasta locura. Se equivocan. Es una nueva manera de conocer y ejercer el Derecho. El legulind considera que, en primer lugar, el Derecho no existe. En segundo lugar, de existir, sería el que el legulind ha establecido, además, según convenga en cada momento. Y, en tercer lugar, si las dos afirmaciones anteriores no se ajustan a sus intereses, siempre le quedará sacar el trombón y cantar la ranchera: “mi palabra es la Ley.”
Cuando el legulind irrumpe en el Estado de Derecho, poco o nada se puede hacer. Se van acabando las palabras, los papeles, las leyes, las sentencias, … Entramos en una nueva fase: ¿cómo se harán realidad los dictados de la Ley cuando el legulind saca el trombón? Como se caracteriza por una inconmensurable resistencia al ridículo, los gallos, los desafinos, … no les conmueve. Que la presidenta del Parlament confunda una resolución con el acta de la Mesa, qué más da; como tampoco les causa sonrojo que se tramite una proposición de ley que supone la independencia, la ruptura del orden constitucional, estatutario y el sentido común, sin procedimiento, sin posibilidad de enmendar a la totalidad, sólo al articulado, a presentar, además, en unas pocas horas, sin dictamen del órgano garante de la legalidad estatutaria; en fin, para qué seguir.., qué se pueda hacer ya no desconociendo los derechos de los parlamentarios, sino atropellándolos, tanto como al sentido jurídico y democrático más básico. No le suscita el más mínimo gesto de arrepentimiento o constricción. Es más, se sienten excitados. No pasa nada. Es irrelevante. En definitiva, “mi palabra es la Ley”.
Hay un debate si estamos o no ante un golpe de Estado. Se habla de golpe a la democracia. Desde la clásica y primera construcción de la teoría del golpe de Estado, por parte de Gabriel Naudé (Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, 1639), el golpe mantiene una señas de identidad que, en palabras de su inicial teórico, son “acciones osadas y extraordinarias que los príncipes están obligados a realizar en los negocios difíciles y como desesperados, contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia, arriesgando el interés particular por el bien público”. Naudé nos habla de un rasgo que siempre ha permanecido: la subyugación de la legalidad en nombre de una causa o razón superior.
Naudé se refiere al príncipe, del príncipe absoluto. En el caso catalán, ese príncipe son las instituciones, colonizadas e instrumentalizadas por una minoría, de las que se sirve para construir una apariencia de formalidad (poderes, competencias, leyes) tras la que ocultar la erección de un nuevo Estado, idealizado como el nuevo paraíso, en “contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia” y, en particular, atropellando los derechos más básicos de la minoría presente en aquellas instituciones.
Estamos ante un golpe de Estado. En el altar del “bien público”, como indicaba Naudé, se puede sacrificar todo. No hay límite alguno. Y el primero y más importante son las reglas básicas del Estado democrático de Derecho, mediante un camino autoritario que prescinde de derechos, de libertades, de reglas, de procedimientos, de competencias, … de todo. Porque para el secesionismo todo aquello que limita su cruzada fanática es maldecido, insultado, o, incluso, violentado.
Nos estamos quedando sin palabras, sin papel, sin leyes y sin sentencias. Estamos entrando, empujados por los legulinds, en la fase en la que lo dispuesto en la Ley se ha de convertir en hecho. Se ha de pasar de la regla al hecho. Es una nueva etapa, incluso, dolorosa, pero inevitable. Al final, el legulind debe comprender que, por encima de su voluntad, está la de todos los ciudadanos que son los que hemos constituido un marco de convivencia para la garantía de nuestros derechos en el que no cabe que una minoría se los arrebate e instaure un régimen autoritario en el que el disidente sobra. No han constituido su Estat y ya nos están indicando la puerta de salida a todos los que no compartimos sus tesis. En caso contrario, nos dicen, “ateneos a las consecuencias”. Se tiene que acabar y se acabará. El Estado democrático de Derecho debe y puede demostrar que no es una mera ficción, una mera proclamación, una mera regla aquella que dispone que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” (art. 9 Constitución).
(Expansión, 07/09/2017)
Cuando el legulind irrumpe en el Estado de Derecho, poco o nada se puede hacer. Se van acabando las palabras, los papeles, las leyes, las sentencias, … Entramos en una nueva fase: ¿cómo se harán realidad los dictados de la Ley cuando el legulind saca el trombón? Como se caracteriza por una inconmensurable resistencia al ridículo, los gallos, los desafinos, … no les conmueve. Que la presidenta del Parlament confunda una resolución con el acta de la Mesa, qué más da; como tampoco les causa sonrojo que se tramite una proposición de ley que supone la independencia, la ruptura del orden constitucional, estatutario y el sentido común, sin procedimiento, sin posibilidad de enmendar a la totalidad, sólo al articulado, a presentar, además, en unas pocas horas, sin dictamen del órgano garante de la legalidad estatutaria; en fin, para qué seguir.., qué se pueda hacer ya no desconociendo los derechos de los parlamentarios, sino atropellándolos, tanto como al sentido jurídico y democrático más básico. No le suscita el más mínimo gesto de arrepentimiento o constricción. Es más, se sienten excitados. No pasa nada. Es irrelevante. En definitiva, “mi palabra es la Ley”.
Hay un debate si estamos o no ante un golpe de Estado. Se habla de golpe a la democracia. Desde la clásica y primera construcción de la teoría del golpe de Estado, por parte de Gabriel Naudé (Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, 1639), el golpe mantiene una señas de identidad que, en palabras de su inicial teórico, son “acciones osadas y extraordinarias que los príncipes están obligados a realizar en los negocios difíciles y como desesperados, contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia, arriesgando el interés particular por el bien público”. Naudé nos habla de un rasgo que siempre ha permanecido: la subyugación de la legalidad en nombre de una causa o razón superior.
Naudé se refiere al príncipe, del príncipe absoluto. En el caso catalán, ese príncipe son las instituciones, colonizadas e instrumentalizadas por una minoría, de las que se sirve para construir una apariencia de formalidad (poderes, competencias, leyes) tras la que ocultar la erección de un nuevo Estado, idealizado como el nuevo paraíso, en “contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia” y, en particular, atropellando los derechos más básicos de la minoría presente en aquellas instituciones.
Estamos ante un golpe de Estado. En el altar del “bien público”, como indicaba Naudé, se puede sacrificar todo. No hay límite alguno. Y el primero y más importante son las reglas básicas del Estado democrático de Derecho, mediante un camino autoritario que prescinde de derechos, de libertades, de reglas, de procedimientos, de competencias, … de todo. Porque para el secesionismo todo aquello que limita su cruzada fanática es maldecido, insultado, o, incluso, violentado.
Nos estamos quedando sin palabras, sin papel, sin leyes y sin sentencias. Estamos entrando, empujados por los legulinds, en la fase en la que lo dispuesto en la Ley se ha de convertir en hecho. Se ha de pasar de la regla al hecho. Es una nueva etapa, incluso, dolorosa, pero inevitable. Al final, el legulind debe comprender que, por encima de su voluntad, está la de todos los ciudadanos que son los que hemos constituido un marco de convivencia para la garantía de nuestros derechos en el que no cabe que una minoría se los arrebate e instaure un régimen autoritario en el que el disidente sobra. No han constituido su Estat y ya nos están indicando la puerta de salida a todos los que no compartimos sus tesis. En caso contrario, nos dicen, “ateneos a las consecuencias”. Se tiene que acabar y se acabará. El Estado democrático de Derecho debe y puede demostrar que no es una mera ficción, una mera proclamación, una mera regla aquella que dispone que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” (art. 9 Constitución).
(Expansión, 07/09/2017)
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