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Blindaje constitucional

La campaña electoral es el momento de las promesas. Una de las que aparece de manera recurrente es la relativa a las pensiones. Todos los partidos prometen mejoras de todo tipo. Las cifras publicadas por este periódico nos ofrecen una contra-imagen a la generosidad. El sistema de Seguridad Social contaba con 19.455.384 cotizantes y 8.705.707 pensionistas a cierre del año pasado. Y otro dato importante: el equilibrio entre cotizantes y pensionistas ha empeorado ligeramente respecto a 2016, cuando se situaba en 2,27 cotizantes por jubilado, debido a que mientras que el número de pensionistas ha aumentado en más de 96.000, el de cotizantes (trabajadores y desempleados) ha disminuido en 129.271 personas.

Frente a esta realidad que transmite la preocupación por la viabilidad del sistema de pensiones, ahora no sólo se ofrece la “mejora”, sino que algunos aluden al “blindaje constitucional”. Es la consecuencia a la reiterada promesa incumplida. Ya no es creíble, pues se incrementa la apuesta: el “blindaje”. Denota el hartazgo de los ciudadanos frente a promesas sin fundamento, sabiendo incluso que no se pueden cumplir. Si la prevaricación administrativa, como delito, consiste en dictar una resolución injusta a sabiendas, deberíamos hablar de “prevaricación política”, la de prometer aquello que es injusto y que no se puede cumplir.

En la actualidad, la Constitución dispone en su artículo 50 que “los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad.” Es un principio rector de la política, no un derecho fundamental, como lo son el derecho a la vida, a la libertad, a la intimidad, a la liberad de expresión, etc.

Ahora se propone, y algún partido político se ha manifestado públicamente en asumirlo, el blindaje de las pensiones. Y el presidente Sánchez se ha sumado al coro.

Se ha propuesto por el colectivo de pensionistas que se reconozca constitucionalmente el derecho a la pensión, que se consagre la “obligación” constitucional del mantenimiento del poder adquisitivo, sin olvidar, el consabido ataque a la “privatización”, total o parcial, del sistema público de pensiones.

Es elocuente el que, por un lado, se haya lanzado al ruedo político la situación actual de las pensiones, y, por otro, el que este debate se pretenda cerrar acudiendo al Derecho y, en particular, a la Constitución, para que consagre la solución jurídica más individualista e insolidaria: la del derecho fundamental.

En el calor de la demagogia electoral se alardea de que la pensión es un derecho, no una mercancía. Es un argumento que enlaza con los sentimientos cultivados en nuestra cultura política que convierte al mercado en instrumento del demonio. Es evidente que no es verdad. No hay una maldad consustancial al mercado, ni respecto de las pensiones, ni respecto de cualquier otra cosa. Como sucede con cualquier ámbito de cooperación, se han de establecer reglas. Será el Derecho el que las establezca, también cuando se trate de las pensiones. Adecuadamente regulado, el mercado no está ni estructural ni funcionalmente impedido para garantizar la suficiencia de las pensiones.

El que sea un derecho fundamental plantea aún más problemas. Los colectivos de pensionistas así lo quieren. Probablemente, otros proponentes del blindaje constitucional, como Sánchez, sólo hablan de derecho, sin más. Vuelve la política a jugar con las palabras para generar un nuevo engaño y una nueva frustración.

No es una mercancía, pero sí que puede ser objeto de engaño; no hay transacción económica, pero sí engaño político. Primero, porque ya es un derecho legal, el reconocido en la Ley de Seguridad Social. Y, segundo, la supuesta constitucionalización del derecho a la pensión, incluso, en los términos del artículo 50, adecuadas y periódicamente actualizadas, podría llevarse a cabo como cualquier otro derecho social del capítulo III de la Constitución, como el derecho a la protección de la salud (art. 43) o el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado (art. 45), o el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (art. 47). ¿Qué consecuencias tendría? Ninguna.

El cambio sólo se podría producir si se constitucionalizase como “derecho fundamental”. Pero no es posible. No es posible el que un derecho individual, que precisa de un sistema público para su satisfacción, se pueda convertir en un derecho fundamental, máxime cuando a ese derecho se le adornan exigencias tales como la del mantenimiento del poder adquisitivo. Todo derecho fundamental es tutelable ante los jueces. Estos se convertirían en administradores del sistema; los que decidirían, caso a caso, si la pensión que recibe tal persona es adecuada en términos “constitucionales”, o sea, si es suficiente, si está suficientemente revalorizada, etc.

Sin embargo, un juez, caso a caso, no puede administrar un sistema que afecta a millones de personas; sólo decide un caso, aplicando el Derecho, sin tener en cuenta las consecuencias que tiene su decisión para todos los demás. Es imaginable el caos, y, sobre todo, la insolidaridad que se produciría: aquellos que recurriesen, asesorados por buenos abogados, podrían ver satisfecho su derecho, pero no los demás. ¿Y qué pasaría con las generaciones futuras, las cuales no pueden recurrir en defensa de sus derechos?

El blindaje ni es posible, ni es necesario, ni tampoco conveniente. Estamos, otra vez, ante el engaño. El eterno engaño de la política durante la campaña electoral. Alentando los peores sentimientos (antiliberales) para sostener un supuesto derecho que no se puede constitucionalizar como fundamental porque sería el tributo más descarado a la insolidaridad respecto de las generaciones futuras, las cuales son, precisamente, las que no pueden defenderse ante los Tribunales.

(Expansión, 02/04/19)

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