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Miedo, socialismo, nacionalismo

La crisis del capitalismo es un tema recurrente; incluso, consustancial. Desde la crisis de los tulipanes en el siglo XVII, se ha ido repitiendo y presentada como la amenaza definitiva, la que va a acabar con el mercado. La receta siempre es la misma: reconocimiento de los problemas, admisión de que sus causas son ínsitas, los demonios están dentro, y de que se pueden gestionar para seguir generando riqueza.

Los consejeros delegados de las grandes empresas multinacionales están intranquilos. Un artículo publicado en este periódico el pasado sábado ofrece una perspectiva interesante. Bajo el título “el futuro del capitalismo preocupa a los CEO”, desgrana los “miedos” de los altos directivos. Y el temor es la consolidación del enemigo “externo”: el socialismo.

Van ganando popularidad en Estados Unidos las propuestas socialdemócratas. Es una amenaza que intentan conjugar atajando las bases del descontento: la desigualdad. La propuesta es incrementar la carga impositiva, para invertir más en educación e infraestructura.

La perspectiva del artículo es anglosajona, y, en particular, norteamericana. Es necesario, se sostiene, reconstruir el “contrato social” que vincula a la ciudadanía con el sistema capitalista. Subraya, recogiendo la opinión de algún CEO, de que “podrían producirse más levantamientos populistas.” Y, concluye, “la gente está muy cabreada.”

Proponen realizar reformas “preventivas” antes de que lleguen los socialistas y nos las impongan por las malas y en los peores términos.

El miedo, el eterno miedo como actor político; el gran movilizador de las conciencias y de la acción. No hay nada que más aterre a la alta dirección que el intervencionismo. Ahora bien, ¿aciertan en las propuestas? ¿son suficientes?

Sería conveniente que la alta dirección de las grandes empresas estuviera a la altura de su enorme responsabilidad social. Le es exigible un análisis más profundo de la situación y de las consecuencias que tienen para sus empresas cuanto de su capacidad para incidir en el entorno.

Acierta, al menos parcialmente, en el diagnóstico, la desigualdad, pero equivoca la solución. Sería cortoplacista y de eficacia muy dudosa que las reformas se limitasen a un incremento de la presión fiscal y a más inversión en infraestructuras y educación. Con ser importantes, no serían suficientes.

La raíz de la crisis actual radica, probablemente es una de sus novedades, en la clase social que ha sostenido el capitalismo: la clase media. La OCDE ha publicado recientemente un informe titulado “Under Pressure: The Squeezed Middle Class” en el que sintetiza a la perfección el marco actual de la crisis.

Por primera vez, la clase media, ésa que está entre el 75 % y el 200 % de la renta mediana nacional, asiste al decrecimiento de su participación en la renta nacional. Más aún, siente el temor de que este proceso no es temporal. Su distancia respecto de los ricos aumenta, a la par que se aproxima a las dificultades que soportan los pobres. La clase media se está proletarizando, especialmente la baja clase media, impulsada por las inseguridades del mercado de trabajo, presentes y futuras.

Arrastradas por el miedo, son víctimas propiciatorias para caer en brazos del nacionalismo y del populismo. Como se afirma en el informe, “entre los hogares de clase media, hay ahora un creciente descontento con las condiciones económicas. En este contexto, el estancamiento del estándar de vida de la clase media en los Estados de la OCDE ha sido acompañado en los años recientes con la emergencia de nuevas formas de nacionalismo, aislacionismo, populismo y proteccionismo. Los sentimientos nacionalistas y antiglobalización pueden crecer porque una hundida clase media produce desilusión y daños al compromiso político, o lleva votantes hacia políticas anti-establishment y proteccionistas. La inestabilidad política es un importante canal por el que una presionada clase media puede afectar a la inversión y al crecimiento económico.”

El sostén del Estado democrático de Derecho y de la economía de mercado se siente injustamente tratado, observa cómo se incrementa el coste de sus condiciones de vida, y su futuro es incierto. Hay dos respuestas posibles, caer en manos de populistas y nacionalistas, o que se afronte el reto de diseñar y ejecutar una política de crecimiento inclusivo. Nada hay en nuestro horizonte que se nos imponga como necesario. Nada hay ajeno a la voluntad y a la libertad, incluso, al reto que plantea la clase media.

La resignación entrega a los votantes al populismo y al tóxico populismo nacionalista. Fukuyama ha teorizado sobre la importancia que la identidad nacional ofrece como cauce redentor del vacío del individualismo radical cultivado en estos siglos. El yo se entrega a la única tabla de salvación que se le presenta: la nación.

El Estado democrático de Derecho se enfrenta, tanto como el capitalismo, al reto de ofrecer el marco institucional en el que el individuo, asentado en una dignidad reconocida y protegida, pueda desplegar sus capacidades, al servicio de sus objetivos individuales, pero sin perder de vista sus responsabilidades sociales y colectivas. El reto de la dignidad del siglo XXI es paradójicamente, el de la convivencia entre el ser interior, moral y libre, con el entorno social presidido por la solidaridad, en particular, respecto de aquellos que se están quedando al margen de la prosperidad. Los CEO de las grandes empresas aciertan cuando señalan la desigualdad, pero se equivocan en que basta con incrementar la carga impositiva. Ojalá. El reto es evitar que la esperanza, rasgo sobresaliente de la clase media, se convierta en frustración que la arroje en los brazos de los enemigos de la libertad.

(Expansión, 07/05/19)

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