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La república de Sánchez

En el Derecho siempre ha estado presente el conflicto entre la regla y los hechos; entre el deber ser y el ser. Unos creen que basta con que una regla lo establezca para que se convierta en un hecho. También nos encontramos, sorprendentemente, con el proceso inverso: cuando el hecho se trueca en regla; el ser se convierte en deber ser. Por la vía de los hechos se va empujando el cambio normativo hasta que se impone; son tan concluyentes que el Derecho se convierte en una mera certificadora de la realidad. Los hechos se imponen al Derecho.

Este proceso suele ser más lento, pero muchísimo más conclusivo que el primero. Se va desarrollando por varios caminos. Uno de ellos es el denominado como “mutación constitucional”. Desde que Jellinek en el año 1906 hizo su aportación, se polemiza sobre su significado, efectos y peligros. Afirmó que “lo que parece en un tiempo inconstitucional emerge más tarde conforme a la Constitución y así la Constitución sufre, mediante el cambio de su interpretación, una mutación”. No ha sido reformada, formalmente, pero cambia. 

La Constitución, como toda regla, no es un “objeto” fijo, estático e inmutable. Al contrario, precisamente, porque es una regla con pretensión de ordenar la interrelación social, tiene que cambiar, debe cambiar para adecuarse, para que pueda seguir desplegando su función. Y la vía es la interpretación. Ya el Código Civil español, reformado en el año 1974, dispone en el artículo 3 que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, …, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.” Por lo tanto, todas las reglas están vivas, porque deben atender a su función en el contexto en el que se han de aplicar. El papel del Juez es, precisamente, llevar a cabo esa adaptación que es, en última instancia, una mutación, o sea, una forma de cambio.

Ahora bien, la cuestión que se plantea es cuando ese cambio va más allá del tenor de la norma. La mutación se mueve en el ámbito de la interpretación y la interpretación, por principio, no puede ir más allá de lo que razonablemente se puede entender que forma parte del ámbito cubierto por el texto de la regla. O sea, por muy generosa que sea la interpretación, por muy imaginativa que sea, no se le podrá hacer decir a la regla aquello que no ha querido decir. De la mutación, para adaptar la norma a la realidad del momento o tiempo en el que se va a aplicar, se puede pasar al cambio, a la definición fáctica de una nueva regla que es contradictoria con la formal, pero que, por la fuerza de lo fáctico, se terminará convirtiendo en regla.

Estamos viviendo una práctica política que anuncia un cambio constitucional que afecta a la forma política del Estado español, o sea, la Monarquía parlamentaria (art. 1.3 Constitución). Por un lado, se pretende demostrar que la Monarquía no es una institución ni útil ni necesaria. Al contrario, es antigua, anquilosada y, además, delincuencial. No es un accidente el que, al mismo tiempo que vamos conociendo los desmanes, las irregularidades e, incluso, potencialmente delictivas del Rey Juan Carlos, la figura del Rey Felipe VI sea opacada, preterida y cada vez menos protagónica del proceso político vivido en España.

Y, por otro, porque el Parlamento está siendo ensombrecido. No actúa como la Cámara que otorga la confianza a un presidente que le permite constituir un Gobierno y desplegar su programa político. Está dejando de ser la de la representación del pueblo español. Es, probablemente por los errores de los políticos, la caja de grillos en donde unos y otros se atacan; donde se busca la derrota, no el acuerdo. El Parlamento es, en la democracia, la institución en la que se reúnen los representantes de los ciudadanos, expresión del pluralismo político, para, vía debate, llegar a un acuerdo que exprese el interés general, el de todos. No es posible. Y como no es posible, se busca lo contrario, el desgaste. La polarización corre el riesgo de condenar a las Cortes a la irrelevancia. Se olvida que la Ilustración, lo que ha aportado a nuestra cultura, también política y democrática, es que, gracias a la razón, se puede alcanzar un acuerdo. En cambio, cuando rige la sinrazón, la crispación, el griterío, … ya no hay acuerdo, al contrario. Y si el Parlamento es la casa del desacuerdo, deviene inútil.

Una y otra prácticas confluyen en un fenómeno cada vez más presente: el presidente Sánchez se comporta, ya no como presidente de un Gobierno de una Monarquía parlamentaria, sino como un presidente de República. Este debe su elección y legitimación directamente de los ciudadanos, no de ningún Parlamento. Es elegido por los ciudadanos, ante los que debe responder. Así, por ejemplo, Macron se relaciona directamente con los ciudadanos, visita uno u otro sitio, se reúne con unos y con otros, imparte conferencias, charlas y otros en cualquier lugar. Y no debe ni atención, ni obediencia a la Asamblea Nacional. Él tiene una legitimidad igual, al menos, a la de los demás representantes de la nación, con el añadido de que tiene unas funciones no sometidas al control de la Asamblea. 

Sánchez hace lo mismo. No rinde cuentas ante las Cortes, ni se presenta, ni debate, ni asume responsabilidad alguna ante ella. Si quiere exponer las medidas que va a desarrollar, o los planes que va a implementar desde su Gobierno, reúne a “representantes” de la sociedad civil y les dirige una soflama; si quiere presumir de resultados, convoca una comparecencia ante la prensa o concede una entrevista. No necesita debatir y acordar, sólo mitinear. Ni Corona, ni Parlamento: el presidente no necesita ni a nadie por arriba, ni a nadie por debajo, porque sostiene, sin intermediarios, una relación directa con el pueblo. En esta posición institucional ganada, Sánchez es el punto de equilibrio de la totalidad del sistema político. La inutilidad de la Monarquía y la del Parlamento, lo convierte en el centro de gravedad del sistema. 

Sánchez ya no es el radical, no es ni el socialdemócrata, ni clásico, es el fiel de la balanza que lo equilibra, porque él encarna a la Constitución y a la patria, España. Se ha apropiado del patriotismo, haciendo suyos los éxitos de todos (vacunación, salida de Afganistán, …) y no asumiendo ninguna responsabilidad en los errores (precio de la luz, expulsión de los menores, …). Porque estos lo son de los políticos, los de la oposición, o, en última instancia, sus ministros, pero no de él. Su insistencia en el patriotismo lo eleva a máximo intérprete de qué es lo que necesita la nación, sin la intermediación de nadie. Al sanchismo le sobra todo, para que sólo quede él. Es el presidente de la república de Sánchez. 

(Expansión, 07/09/21)

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