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Afganistán y el internacionalismo liberal

El denominado “internacionalismo liberal” está indisolublemente unido a la figura del presidente norteamericano Woodrow Wilson. Una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, definió su visión del mundo después de la conflagración como “internacionalismo liberal”. El académico Tony Smith afirmó que se trataba de un internacionalismo que “apoya la seguridad colectiva y la promoción de los mercados libres entre las democracias, regulada por un sistema de instituciones multinacionales dependiente, en último término, de los Estados Unidos.” Un orden colectivo mundial asentado sobre los pilares de la democracia liberal bajo el gobierno de organizaciones internacionales, como Naciones Unidas y el liderazgo de los Estados Unidos. Durante la Guerra Fría, ese orden tenía un enemigo a batir: el comunismo. Probablemente, el contexto de enfrentamiento con la URSS vinculó, más allá de lo razonable, ese internacionalismo con las intervenciones armadas. Si había una guerra fría, pero guerra, contra el comunismo, la democracia se debía defender, también con las armas.

Woodrow Wilson (Wikipedia)
La cuestión que se ha suscitado y se sigue suscitando, es si el liberalismo, como ideología, que sirve de sostén e inspiración a la democracia, precisamente, denominada liberal, justifica la intervención militar para su imposición. El caso de Afganistán lo ilustra de manera dramática.

No hay ningún argumento, amparado en el liberalismo, que sirva de sostén a la intervención militar. Es contraria a su esencia, la de la libertad del individuo, sobre la que gira el denominado Estado democrático de Derecho, que sólo tiene sentido para su garantía, para que la persona pueda, en la autodeterminación que supone, definir el objetivo de vida deseado. La libertad no se impone, sólo se garantiza. Y sólo se puede garantizar por un Estado democrático de Derecho; el surgido, no de las armas, sino de las elecciones libres en las que todos los individuos puedan ejercer, con libertad y e igualdad de condiciones, su derecho al sufragio.

La imposición y aún menos, militar, no tiene cabida. No hay, en el terreno ideológico, un internacionalismo liberal que se sirva de la imposición y aún menos, de la ocupación militar. Hay un internacionalismo alentado por las democracias liberales, pero que se vale del “soft power”. Descartado el argumento ideológico, nos queda el impacto de la realidad histórica. Aplicando este argumento ideológico, no habría intervención militar ni para impedir los desmanes de Hitler, ni, ahora, los de los talibán. El buenismo intervencionista no puede ser replicado con el buenismo no-intervencionista. Sin embargo, la realidad está llena de matices; las circunstancias son el reino de la decisión; se ha de actuar conforme a sus dictados. La política es el mundo de lo posible, no es el teatro de las aspiraciones untadas de ideología. Ojalá fuese así. Se decide en el contexto histórico correspondiente. El contraste entre la ideología y la realidad es la que siembra de dudas a aquella, tanto como de contradicciones a ésta. La ideología ilumina, marca el futuro, es el faro de la acción, pero ésta, como los pasos que damos al caminar, debe tener presente las condiciones del terreno. El faro no puede impedir ver el camino.

La salida de Afganistán reivindica, una vez más, la Historia. No se puede olvidar que la democracia liberal no crece como las plantas silvestres en cualesquiera condiciones. Los ejércitos pueden impedir los daños a las libertades, pueden perseguir a los criminales, pueden, en definitiva, destruir los obstáculos que imposibilitan que florezca la democracia liberal, pero no puede construirla. Salvo, y es una salvedad que se olvida, que se apueste por una presencia militar durante muchísimo tiempo. No bastarían 20 años, serían necesarios 50 o más: dos o tres generaciones. Y para que la ocupación fuese suficiente se necesitarían personas y dinero, muchísimo dinero. Aún así, ni estaría garantizado el éxito, ni hay, en este momento, ningún país del mundo que esté dispuesto a soportar ese coste, el de vidas humanas y las económicas. A Estados Unidos se le podrá criticar sobre el cómo está ejecutando la salida de Afganistán, pero no se le puede criticar por que no haga (continuar la ocupación militar) aquello que nadie quiere hacer. Porque no hay ningún país que quiera soportar esos costes tan terribles.

El éxito de la intervención está relacionado con la existencia previa de las instituciones básicas sobre las que se ha de asentar el Estado democrático de Derecho. Como recordaba Michael Mandelbaum, las ocupaciones exitosas de Estados Unidos han sido la de Alemania y de Japón, después de la Segunda Guerra Mundial, para alumbrar un sólido Estado democrático. Porque existían las instituciones previas, las de una economía de mercado y un Estado que reformar. Y, aún así, la presencia militar continúa en la actualidad. En Afganistán, donde, probablemente, ni ha existido economía de mercado, ni Estado, por las tribus y por la corrupción, sólo una presencia continuada durante varias generaciones e, incluso, permanente, soportando los costes indicados podría hacer posible el salto de las tribus a un Estado moderno. En el momento presente, sin embargo, es una opción descartada; ya descartada por el único que lleva 20 años ejecutándola. Sólo nos queda el camino lento, lentísimo, de la influencia, de la orientación, … incierto y trágico. 

En el moderno mundo de las redes sociales, del “on air” permanente, asistiremos al sacrificio de vidas humanas y, en particular de mujeres y niñas, al atropello de los derechos más básicos, los que nos identifica como individuos, como seres humanos. Esas imágenes nos irán carcomiendo como sociedad. Algo en nuestro interior se irá muriendo también. Afganistán no sólo mata la esperanza de libertad de tantos afganos, sino que también siembra de dudas sobre la superioridad, moral, pero superioridad, de nuestros principios de libertad que desde el siglo XVIII nos gobiernan. 

No es un accidente el que V. Orbán presente su “democracia iliberal” como alternativa a la democracia liberal que, afirma, está acabada, precisamente, por el internacionalismo liberal, postnacionalista y postcristiano, nos dice. Este es el peligro a largo plazo de Afganistán. Sirve de alimento a todos aquellos que quieren acabar con la democracia liberal reivindicando que ni hay superioridad moral, ni hay justificación a la defensa y difusión de sus principios y reglas básicas, como las de la dignidad y los derechos inalienables. Que cada nación tiene derecho a elegir su camino, y que todos son igualmente válidos, incluso, el de lapidar mujeres y prohibirles la educación. Ese relativismo moral es la carga de profundidad que amenaza a nuestras democracias. En Afganistán no sólo hay una derrota militar, hay otra infinitamente más grave: la moral. La que sirve de pasto a los carroñeros del populismo. 

(Expansión, 25/08/21)

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