La palabra “responsabilidad” en el Diccionario de la Lengua Española tiene como primer significado el de “cualidad de responsable”. A partir de aquí, surge la obligación del responsable, en lo que consiste la cualidad, de reparar y satisfacer a consecuencia de un delito, de una culpa o de otra causa legal. El significado jurídico resume, a la perfección, una y otra vertiente, la subjetiva y la objetiva: “Capacidad existente en todo sujeto activo de derecho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”. Sin embargo, hay un significado, también incluido en el diccionario, que me parece muy relevante: el centrado en qué es lo que hace surgir la responsabilidad: “el posible yerro en cosa o asunto determinado.”
Todo lo expuesto sería suficiente para provocar un terremoto político en cualquier democracia. Aquí, sin embargo, nos preguntamos ¿Quién es el responsable? Y, sobre todo, ¿cómo se va a atender la obligación de la reparación? Hasta ahora, nadie ha asumido la responsabilidad. No hay responsables; no parece que los vaya a haber. Sólo encontramos a los figurantes del éxito.
En la Constitución parece distinguirse dos niveles de responsabilidad. El primer nivel, el de la “responsabilidad directa” de los ministros en la gestión de los asuntos que les competen (art. 98.2). Y otro, el del presidente del Gobierno que dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo (art. 98.2), al que sólo puede exigírsele cuando frustre la “confianza” que el Congreso le ha de dar para que pueda ser investido como presidente (art. 99). En tal caso, la única manera de exigencia es a través de la moción de censura (art. 113).
Max Weber afirmaba, en su caracterización del político profesional, que debía reunir tres “cualidades decisivas”: pasión, sentido de la responsabilidad y “distancia” (respecto de las cosas y las personas). Son las de la pasión, el entusiasmo de entregarse a una causa, enfriada por el distanciamiento, necesarias, pero asumiendo todas las consecuencias de sus decisiones. En eso consiste en ser un político. Su enfermedad, como señala Weber, es la de la vanidad; cuando el poder, el medio del que se sirve o aspira a servirse, se convierte en un instrumento para servirse a sí mismo, “pura embriaguez personal” que es, también, la que lleva a cometer el pecado de la “irresponsabilidad”. Es lo que Norberto Bobbio define como el “poder por el poder” en manos del “hombre maquiavélico”. No hay causa, no hay distancia y aún menos, responsabilidad. Porque la política, el poder pasa a tener un único sentido: el yo; el del príncipe de Maquiavelo.
Weber insistía, en coherencia con la importancia de la responsabilidad, que la política se puede ajustar a dos tipos de éticas: la de las convicciones, o la de la responsabilidad. La primera vendría a ser la del sectario. Aquél que ejerce el poder para servir a una causa que, en el sentido más estrecho, es la “suya”, adornada con los calificativos de la justicia que le permite atropellar cualquier otra. Es todo lo contrario al buen gobierno, formulado por Bobbio como el de la buena política, la que sirve al interés general, a todos. No es buen gobernante ni el sectario, ni el irresponsable, probablemente porque el sectario es un irresponsable. No valora, ni tiene presente, las consecuencias de sus decisiones, sólo la causa que la justifica que no es otra que el poder; el poder por el poder.
La democracia, en cambio, se asienta sobre la idea de que no hay poder sin control y no lo hay porque el poder sin control es el irresponsable. No tiene que rendir cuentas ante nadie, ni está sometido a nada, ni a la Ley. Es el poder del tirano. Ese es el peligro, cuando el político deja de serlo para convertirse en administrador de “sus” intereses, dejando de ser buen gobernante, para serlo de lo propio. En consecuencia, se vuelve irresponsable. No tiene obligación de reparar yerro alguno porque no existe la causa; no la hay. El que lo vivido en España, en estos últimas semanas y días pueda quedar sin responsables, sería aciago para el futuro de nuestra democracia: políticos sin responsabilidad, figurantes del éxito. Muchos están entregados a la causa del populismo, a cebar el monstruo del descrédito de la democracia y sus instituciones, la primera la de la responsabilidad, convirtiéndola en “innecesaria”.
(Expansión, 31/08/21)
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