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Conflictividad, deslealtad, toxicidad

La conflictividad es consustancial a nuestra forma de organización territorial del Estado. Desde el momento en que la Constitución optó por una organización basada en el principio dispositivo, se abrieron las puertas a un proceso que ha caminado hacia la liquidación de lo que haya de común, de la unidad, a favor de la diversidad. La denominada cláusula Camps es la máxima expresión del proceso. Se denomina así en tributo al presidente de la Generalitat valenciana que inspiró y consiguió que el Estatuto de Valencia (reformado por obra de la Ley Orgánica 1/2006) recogiera una cláusula de igualación competencial de la Comunidad de Valencia respecto de cualquier otra que asumiera competencias que aquélla no tuviera entre las propias (Disposición adicional segunda). La Constitución se convierte en una suerte de menú donde cada Comunidad puede elegir lo que considere adecuado sin preocuparse ni por los costes, ni por la razonabilidad, ni, sobre todo, por lo que es necesario preservar como común en interés de todos. El principio dispositivo, sumado a la emulación política, que tiene su máxima plasmación en la indicada cláusula Camps, ha alimentado una espiral centrífuga que amenaza con la desintegración del Estado. El último impulso ha venido por el reto secesionista del nacionalismo catalán. Que unas u otras Comunidades, con independencia, incluso, del color político de la fuerza gobernante, se resistan a la aplicación o ejecución de la legislación aprobada por el Estado, es la prueba de fuego de que el sistema falla y de que amenazan con hundirlo definitivamente. Si hay gente tóxica, como se ha expuesto en un bestseller de éxito, también hay fuerzas políticas de esa naturaleza. Es el caso de los nacionalismos. Su impulso secesionista no sólo quiere separar de España y, por un camino inconstitucional, a una parte de nuestra nación, sino que además, ha creado una presión política que ha alimentado la fuerza centrífuga que comento.

El Estado se ha visto obligado a aprobar una legislación “defensiva” que, en condiciones normales, no habría sido necesaria. Es el caso, por ejemplo, de la que garantiza la unidad del mercado. En Estados Unidos no ha hecho falta aprobar legislación alguna para garantizarla. Es más, sobre la endeble base, a nuestros ojos, de la cláusula de comercio, se ha erigido desde hace cientos de años una doctrina, una legislación y una jurisprudencia que sin ningún tipo de rubor protege la unidad del mercado nacional. Y no ha sido necesario más, porque nadie pone en duda que esta unidad beneficia a todos. Éste es un aspecto que sorprende a cualquier observador. La unidad del mercado es un beneficio tan escandalosamente evidente que no se entiende, por ejemplo, el que una Comunidad, como la catalana, que tiene un superávit comercial con el resto de las Comunidades de casi 19.000 millones de euros sea, precisamente, la que más se ha opuesto a la unidad, alegando argumentos ideológicos bajo un ropaje sedicentemente jurídico. Es la representación de que los motores de la Constitución, en manos de los desleales, ha creado un monstruo en donde la ideología, en particular, la nacionalista, está por encima, incluso, de los intereses más básicos de los ciudadanos del territorio correspondiente. La política ha quedado capturada por el territorio. La España de los ciudadanos está cada vez más marginada por la de los territorios. Es la esquizofrenia: los que más se benefician de la unidad del mercado, son los territorios que más la atacan sobre la base de pura ideología identitaria. Ni siquiera impera la razón de los intereses. Sólo la razón del fanatismo; esa mágica pócima que convierte la estupidez en motor de la Historia.

(Expansión 12/04/2014)

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