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En defensa de la Constitución

Un 29 de julio, en el siglo XXI, escribir en defensa de la Constitución, habría parecido a comienzos de éste un arrebato más próximo a la locura que a la inspiración voluntarista de un jurista. Que en el año 2016 sea necesario defenderla podría ser considerado como el reconocimiento de nuestro fracaso como pueblo. No hemos conseguido, después de tantos años de democracia, que haya calado en el ser profundo del ciudadano y, en consecuencia, de los políticos, que la Constitución es sagrada. Puede parecer exagerado, pero sólo el carácter sagrado la salva de la necesidad de su defensa. Es tan sagrada que nadie debería atreverse a discutir sus reglas, al menos, las básicas. Sin embargo, nos encontramos en una fase de la Historia de España en la que, como afirmaba el Tribunal Constitucional, los incumplimientos de la Constitución no son el fruto de un entendimiento equivocado de sus reglas sino de un intento deliberado de infringirlas.

El texto constitucional tiene, necesariamente, una textura abierta que admite discusión, debate y distintas interpretaciones. Es la apertura que da vida a la norma constitucional. No obstante, el desafío secesionista en Cataluña ha superado la fase de la discrepancia para entrar, sin duda, en la de la ruptura constitucional. Se habla de golpe de Estado. Me parece excesivo, aunque el objetivo es el mismo: la ruptura del orden constitucional para alumbrar otro y, además, por la vía de la ilegalidad. Tanto en el fondo como en la forma se camina en la misma dirección. Falta el elemento violento. Ojalá no llegue. En todo caso, el Estado democrático de Derecho debe administrar sus medios para afrontar este desafío con moderación, prudencia y proporcionalidad. Hay margen para reconducir la situación; para evitar el éxito del proyecto secesionista.

En un momento crítico para la Historia de España, la Constitución es la que nos salva de la barbarie. Es la garantía del Estado democrático de Derecho. Su defensa lo es de nuestros derechos y libertades. No hemos conseguido consolidar un sentimiento que la convierta en objeto de veneración, como sucede en Estados Unidos pero, al menos, un sentido práctico nos debería aconsejar que la defensa de la Constitución es la que nos proporciona un potente medio con el que afrontar el principal desafío con el que se topa nuestra democracia.

Los políticos deben dar ejemplo. Nada puede hacer quebrar esa fe en la Constitución y en las exigencias del Estado democrático de Derecho. Es ingenuo o cínico pensar que no socava la fe en el Derecho, el admitir que el artículo 99.2 de la Constitución reconoce al candidato propuesto por el Rey, para la investidura como presidente del Gobierno, la libertad para rechazar las obligaciones que supone dicho encargo. O que las exigencias del Reglamento del Congreso se pueden saltar para que un grupo político que participa activamente en el proceso secesionista pueda disfrutar de grupo parlamentario. Pensar, insisto, en que todas estas interpretaciones y decisiones no tienen consecuencia alguna es de una ingenuidad pueril o del cinismo más descarnado. Hoy, más que nunca, la fe en las normas, en su función, en su sentido de garantía del Estado democrático de Derecho, es imprescindible. Hoy, más que nunca, nada se debe hacer que comprometa la Constitución. Nada que conduzca a entender que todo es “negociable”, que todo es susceptible de ser moldeado al gusto del interés político del momento.

El sentido recto de las normas es esencial. Es el sentido de la virtud ciudadana. El sentido del orden como garante de las libertades y de los derechos. El Derecho no es un adminículo que el poder se pone o se quita al gusto de los intereses de unos o de otros. Es el marco de las libertades. Interpretaciones interesadas de las normas las debilitan como moldura de la convivencia, convirtiéndolas en un instrumento de la decisión y de la acción políticas.

En plena canícula veraniega, agotados por un curso político salpicado de tensiones, por un sistema político bloqueado, por el más importante desafío que ha amenazado a nuestra democracia después del intento de golpe de Estado de 1981, es perentorio, a mi juicio, volver a los clásicos, a sus valores y reflexiones. No hay democracia sin Constitución. Y no hay Constitución si sus normas no se cumplen o son el objeto del chalaneo político. Se quiebra el sentimiento colectivo de que son las reglas que definen la arquitectura del Estado democrático de Derecho, sus pilares esenciales. Aquellas que disfrutan de la solidez del convencimiento colectivo de que, efectivamente, de manera real, sirven para organizar nuestra convivencia. Los intentos rupturistas, pero también los oportunistas, socavan esa credibilidad, debilitan la solidez, comprometen la función de la Constitución. Son amenazas a nuestra convivencia, a nuestras libertades. Es inexcusable una llamada a la responsabilidad de todos. Y una exigencia a que los mecanismos del Estado de Derecho, de todos, en particular, el Tribunal Constitucional, hagan cumplir las reglas. Está en juego no sólo el que unos u otros artículos se cumplan. Está en juego lo que nos salva de la barbarie.

(Expansión, 4 de agosto de 2016)

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