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Pacto de investidura

La investidura está llena de incertidumbres. En los tiempos del bipartidismo, no las había. Nuestra democracia ha entrado en otra época: la del pacto. La primera modalidad es la del denominado pacto de investidura. Sus perfiles son confusos.

Como hemos visto, el grupo parlamentario del partido del candidato propuesto por el Rey, el Partido Popular, ha llegado a un acuerdo con otro grupo parlamentario, en este caso, Ciudadanos, que, según se puede leer, “implica el voto favorable de los 32 diputados del Grupo Parlamentario de Ciudadanos a la investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno, Don Mariano Rajoy Brey.” Y concluye: “El presente acuerdo compromete a las formaciones firmantes una vez que el Congreso de los Diputados otorgue su confianza al candidato en la próxima sesión de investidura”. Se pactan dos compromisos, políticos, sin vinculación jurídica: el voto a favor del candidato del PP y el cumplimiento de las medidas acordadas, una vez obtenida la investidura. Es más, aquel voto es la consecuencia de la aceptación de que los compromisos asumidos se harán realidad, una vez se obtenga la confianza de la Cámara. Es un pacto para investir, pero también, para obligar al Presidente investido a cumplir ciertas exigencias. Es el doble rostro que tiene la investidura en nuestra Constitución.

El artículo 99.2 de la Constitución nos dice que “el candidato propuesto [por el Rey] expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara”. Se inviste a un candidato, pero en atención a su programa político. Este programa, en nuestra práctica constitucional, es el que el candidato expone en su discurso de investidura, sin entrar en detalles. Así lo pone de manifiesto la lectura de los discursos de Zapatero (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, año 2004, VIII Legislatura, núm. 2; y año 2008, IX Legislatura, núm. 2) y de Rajoy (Diario de Sesiones, año 2011, X legislatura, núm. 2).

Zapatero afirmó en su discurso del año 2008: “Acudo a solicitar su confianza no sólo para formar un gobierno y presidirlo, sino para impulsar una clara idea de España: un país próspero y a la vez decente, un país eficiente, un país unido y diverso, un país comprometido con la causa de la paz y en la lucha contra el cambio climático y la pobreza”. Y Rajoy en el año 2011: “Me toca exponer ante ustedes las líneas esenciales del programa que pretendo llevar al Gobierno, … Es obvio que dicho programa no puede ser ajeno ni a las difíciles circunstancias que atraviesa nuestro país ni a los deseos que acaban de expresar los españoles en las urnas. … los españoles han establecido un punto y aparte. Nos reclaman que escribamos una página nueva en la historia de nuestra democracia. A esta gran voluntad de restauración de nuestra vida pública responde el programa de gobierno que pretendo exponerles.” A partir de ahí, la proclama, incluso, en algún caso, la soflama mitinera.

Éste es el tono al que estamos acostumbrados. El propio de un discurso. La Constitución parece exigir algo más. Nada impide, por ejemplo, que el candidato ofrezca un programa articulado, dado a conocer con anterioridad a la sesión, para que la de investidura sea la oportunidad para el debate sobre los objetivos, los medios, los recursos y los plazos. Se evitaría que fuese la batalla de las generalidades, en la que los representantes de la oposición se quejan de las vaguedades del programa del candidato. Así lo hizo Rajoy respecto de los de Zapatero y Rubalcaba respecto del de Rajoy. Es inevitable. Es el conflicto entre lo pretendido por la Constitución y la práctica política consolidada.

La irrupción del pacto de investidura permite, sorprendentemente, aproximar el debate de investidura a lo que debería ser. El pacto tiene tanto de programa político de investidura como de pacto de Gobierno, pero sin ser ni lo uno ni lo otro. Sirve tanto para investir como para condicionar la acción de Gobierno, pero se mueve en el terreno de las aspiraciones, de los objetivos, cuya concreción dependerá de la negociación posterior. Expresa un desiderátum compartido. No cierra, ni la posibilidad de que las partes aspiren a objetivos más ambiciosos (acuerdo de mínimos), ni evita la discusión posterior sobre cómo se ha de concretar la ejecución de lo acordado. No nos puede extrañar, al contrario, que en el pacto se usen expresiones ambiguas, como compromiso, promesa, e, incluso, otras más vagas como estudiar, valorar, analizar. Es el adecuado a la investidura.

La investidura es el resultado, como dice la Constitución, de la confianza “otorgada” por la Cámara, fruto de la firme esperanza de que el candidato investido desplegará un programa adecuado para dar respuesta a ciertas necesidades y problemas. El pacto de investidura llena de contenido a la confianza; sienta las bases específicas que la hace posible. Todavía se está lejos de la concreción de las medidas ejecutivas y legislativas que harán efectivas los compromisos asumidos. Serán el fruto de una nueva negociación, pero cuyo campo queda delimitado por el pacto. Es una figura, como se puede comprobar, de perfiles confusos, pero que cumple en una importante función e, incluso, refuerza las exigencias constitucionales. Es razonable pensar que el pacto ha llegado para quedarse, incluso, a sabiendas de que puede no servir para investir candidato. Su fracaso, anticipado por todos, es la confirmación de su fortaleza. Es la expresión de la nueva democracia pactante. Un importante avance constitucional.

(Expansión, 30 de agosto de 2016)

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