En la tradición del liberalismo, la independencia judicial es una de sus señas de identidad. Montesquieu había señalado que “no hay libertad si el poder de juzgar no está separado de los poderes ejecutivo y legislativo”. Así se expresa en su “Espíritu de las leyes”. Hamilton, en El Federalista, núm. 76, asume este planteamiento.
Es significativo que una medida organizativa, una forma de organizar el Estado, se convierta en una garantía de la libertad. Es, tal vez, la gran originalidad del Estado de Derecho. El cómo se estructura el Estado para someterlo al Derecho precisamente, para garantizar la libertad. Para que la libertad no sea una mera proclamación consignada en un documento. De qué me sirve que un papel reconozca unos u otros derechos. Para nada. La diferencia está en que exista un mecanismo, un poder, un organismo y unas personas que garanticen caso a caso que mi libertad.
Ese es el papel del Poder Judicial, pero, sobre todo, de sus jueces. Son, como dispone nuestra Constitución, los tutelantes de nuestros derechos e intereses para dispensar una protección efectiva.
La Constitución recoge la tradición liberal y la fortalece: la tutela ha de ser efectiva; no ficticia, no formal, ha de ser real. Si no lo es, no hay garantía, y, sobre todo, no hay libertad, no hay derechos.
Adam Smith había señalado (“La Riqueza de las Naciones”), también siguiendo la tradición que comento, que “el comercio y la manufactura rara vez florecen mucho tiempo en cualquier Estado que no goza de una administración regular de la justicia, en el que el pueblo no se sienta seguro en la posesión de sus bienes, en el que la confianza en los contratos no esté respaldada por la ley y en el que la autoridad del Estado no se emplee regularmente para hacer cumplir el pago de las deudas a todos aquellos que son capaces de pagar.”
La conexión entre justicia, seguridad jurídica, e imperio de la Ley son claves para el progreso económico: son el marco de la libertad, motor de ese progreso. La libertad necesita de un marco de normas, pero también de un garante del cumplimiento de las normas que es, por consiguiente, el tutelante de la libertad. Uno de los requisitos que ha de cumplir es el relativo a su independencia, como prescribe la Constitución.
La independencia de los jueces tiene dos dimensiones: la objetiva y la subjetiva. En cuanto a la objetiva, se refiere al régimen jurídico que libera a los jueces de cualquier tipo de injerencia; es el marco que protege la imparcialidad. Es importante destacar que no convierte al parcial en imparcial, sino que hace posible que el imparcial pueda seguir siéndolo.
Es significativo que una medida organizativa, una forma de organizar el Estado, se convierta en una garantía de la libertad. Es, tal vez, la gran originalidad del Estado de Derecho. El cómo se estructura el Estado para someterlo al Derecho precisamente, para garantizar la libertad. Para que la libertad no sea una mera proclamación consignada en un documento. De qué me sirve que un papel reconozca unos u otros derechos. Para nada. La diferencia está en que exista un mecanismo, un poder, un organismo y unas personas que garanticen caso a caso que mi libertad.
Ese es el papel del Poder Judicial, pero, sobre todo, de sus jueces. Son, como dispone nuestra Constitución, los tutelantes de nuestros derechos e intereses para dispensar una protección efectiva.
La Constitución recoge la tradición liberal y la fortalece: la tutela ha de ser efectiva; no ficticia, no formal, ha de ser real. Si no lo es, no hay garantía, y, sobre todo, no hay libertad, no hay derechos.
Adam Smith había señalado (“La Riqueza de las Naciones”), también siguiendo la tradición que comento, que “el comercio y la manufactura rara vez florecen mucho tiempo en cualquier Estado que no goza de una administración regular de la justicia, en el que el pueblo no se sienta seguro en la posesión de sus bienes, en el que la confianza en los contratos no esté respaldada por la ley y en el que la autoridad del Estado no se emplee regularmente para hacer cumplir el pago de las deudas a todos aquellos que son capaces de pagar.”
La conexión entre justicia, seguridad jurídica, e imperio de la Ley son claves para el progreso económico: son el marco de la libertad, motor de ese progreso. La libertad necesita de un marco de normas, pero también de un garante del cumplimiento de las normas que es, por consiguiente, el tutelante de la libertad. Uno de los requisitos que ha de cumplir es el relativo a su independencia, como prescribe la Constitución.
La independencia de los jueces tiene dos dimensiones: la objetiva y la subjetiva. En cuanto a la objetiva, se refiere al régimen jurídico que libera a los jueces de cualquier tipo de injerencia; es el marco que protege la imparcialidad. Es importante destacar que no convierte al parcial en imparcial, sino que hace posible que el imparcial pueda seguir siéndolo.
En cambio, la subjetiva es el cómo los ciudadanos perciben la independencia de los jueces. Una dificultad objetiva: los jueces administran castigos. El resultado del proceso afecta a la valoración. Para los perjudicados, los jueces no son independientes; castigan por intereses. En cambio, para los beneficiados, todo lo contrario. El beneficio ha sido fruto de haber observado y aplicado la Ley con rectitud.
En el caso español, hay un elemento estructural que empeora considerablemente la apreciación social de la Justicia: el pasteleo político en el nombramiento del órgano de gobierno del Poder Judicial. Lo estamos viendo, precisamente, estos días. La negociación entre los dos partidos de la alternancia, el PP y el PSOE, es la que alumbra el órgano de gobierno.
La variable política, el reparto entre conservadores y progresistas, reproducido, también, en el ámbito de las asociaciones judiciales, en la práctica, proyecciones de los partidos, se manifiesta en la elección de los altos niveles de la magistratura por parte del Consejo. La discrecionalidad del Consejo aparece contaminada por la política y esta se reproduce en los nombramientos que produce. El resultado, una sombra de sospecha sobre todo el Poder Judicial.
La percepción negativa que hay en España de la independencia judicial alcanzan niveles preocupantes. Según el último Justice Scoreboard de la Unión Europea, mientras que, aproximadamente, el 39 por 100 de los encuestados consideran que la percepción de la independencia es buena o muy buena, el 49 por 100, la considera mala o muy mala.
Es la independencia percibida. No es, necesariamente, la real. Es notable, por ejemplo, la valoración que los propios jueces hacen de su independencia. Según el mismo informe, los jueces españoles valoran su independencia, casi un 8,5 sobre 10 puntos. Una nota muy elevada.
La percepción es un indicador de la confianza, de la credibilidad y, por consiguiente, de la legitimidad. Si mayoritariamente se perciben a los jueces como faltos de independencia, no suscitarán confianza cuando ejerzan su función. Y esta es esencial para que sus resoluciones sean creíbles y legítimas, además de obedecidas.
Se suele minusvalorar la importancia de la confianza y de sus consecuencias. Cuando se trata de un poder que administra “castigos” es fundamental que aquél que los aplica sea considerado confiable, creíble y legítimo. Un poder que, como afirmaba Hamilton, no tiene fuerza, ni voluntad, sólo “discernimiento”, es esencial la percepción. Que sus decisiones sean apreciadas como el fruto exclusivo de su imparcial aplicación de la Justicia al caso concreto, mediante la recta interpretación de la Ley, es cardinal para la legitimidad.
En el caso español, hay un elemento estructural que empeora considerablemente la apreciación social de la Justicia: el pasteleo político en el nombramiento del órgano de gobierno del Poder Judicial. Lo estamos viendo, precisamente, estos días. La negociación entre los dos partidos de la alternancia, el PP y el PSOE, es la que alumbra el órgano de gobierno.
La variable política, el reparto entre conservadores y progresistas, reproducido, también, en el ámbito de las asociaciones judiciales, en la práctica, proyecciones de los partidos, se manifiesta en la elección de los altos niveles de la magistratura por parte del Consejo. La discrecionalidad del Consejo aparece contaminada por la política y esta se reproduce en los nombramientos que produce. El resultado, una sombra de sospecha sobre todo el Poder Judicial.
La percepción negativa que hay en España de la independencia judicial alcanzan niveles preocupantes. Según el último Justice Scoreboard de la Unión Europea, mientras que, aproximadamente, el 39 por 100 de los encuestados consideran que la percepción de la independencia es buena o muy buena, el 49 por 100, la considera mala o muy mala.
Es la independencia percibida. No es, necesariamente, la real. Es notable, por ejemplo, la valoración que los propios jueces hacen de su independencia. Según el mismo informe, los jueces españoles valoran su independencia, casi un 8,5 sobre 10 puntos. Una nota muy elevada.
La percepción es un indicador de la confianza, de la credibilidad y, por consiguiente, de la legitimidad. Si mayoritariamente se perciben a los jueces como faltos de independencia, no suscitarán confianza cuando ejerzan su función. Y esta es esencial para que sus resoluciones sean creíbles y legítimas, además de obedecidas.
Se suele minusvalorar la importancia de la confianza y de sus consecuencias. Cuando se trata de un poder que administra “castigos” es fundamental que aquél que los aplica sea considerado confiable, creíble y legítimo. Un poder que, como afirmaba Hamilton, no tiene fuerza, ni voluntad, sólo “discernimiento”, es esencial la percepción. Que sus decisiones sean apreciadas como el fruto exclusivo de su imparcial aplicación de la Justicia al caso concreto, mediante la recta interpretación de la Ley, es cardinal para la legitimidad.
Es muy lamentable que los partidos de la alternancia, a los que se ha unido Podemos, sigan entendiendo que el Estado es un botín que patrimonializar y repartir. Más por el prurito de controlar, de alimentar la ficción de que son los dueños del poder judicial; más por el fuero, que por el huevo. A los hechos me remito. El sedicente control no ha impedido, ni impedirá que los Tribunales sigan actuando con independencia, incluso, en particular, contra los partidos que supuestamente los han “nombrado”.
La tragedia de los jueces españoles es la que son independientes, pero los ciudadanos los perciben como dependientes y parciales. La frustración es la consecuencia. Y los partidos jugando a los cromos.
(Expansión, 13/11/2018)
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