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¿Están justificadas las subvenciones?

La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef) acaba de publicar un estudio de “Evaluación de estrategia y procedimiento de las subvenciones”. En el marco de la evaluación del gasto público 2018, la ha llevado a cabo sobre subvenciones y ayudas públicas.

No es posible determinar el volumen de gasto total en subvenciones públicas en España. Es uno de los datos del Estudio. Ante la falta de certeza se sirve de distintas cifras. Una de ellas es la que resulta del total de ayudas convocadas según la Base de Datos Nacional de Subvenciones. La cifra es de 14.300 millones de euros anuales (en el año 2017). Una cifra equivalente a la que al presidente Sánchez pretende recaudar incrementando la presión fiscal: más de 12.000 millones anuales al final de la legislatura.


No sería necesaria incrementar la presión fiscal si, en cambio, se gastase bien o muy bien el dinero público; el punto de partida: conocer en qué y el para qué se destina el dinero. La Airef hace un primer intento: limitado, parcial e, incluso, frustrante.

Es importante desentrañar que las subvenciones están descontroladas, pero más importante, si están justificadas. Es lo que falta. En España se producen los dos fenómenos: el descontrol y la falta de justificación. No sabemos, precisamente por las insuficiencias que denuncia la Airef, si los 14.000 millones que anualmente gastan las Administraciones “sirven” para algo o si para algo útil o relevante.

La Airef no ha podido llevar a cabo esta evaluación, aunque sería aconsejable. Falta el estudio de la utilidad o de servicio de las subvenciones. Esta crítica, que es central, es la que justifica el que la Airef proponga mejorar la “planificación estratégica”. Los objetivos de las subvenciones no coinciden, necesariamente, con el de las políticas. Es como si se quisiera llegar a la Luna (objetivo político) pero, en cambio, no se utilizan las subvenciones para fabricar el cohete. Ni se llegará a la Luna ni las subvenciones servirán al progreso de la nación.

El sentido común nos dice que los recursos públicos deberían concentrarse alrededor de unos pocos objetivos de país; aquellos que han de producir el salto en el progreso de la nación. Para alcanzar esos objetivos, las subvenciones son un instrumento capital.

Si falta la planificación estratégica y falta la coordinación con los objetivos de las grandes políticas de país, es lógico que falle todo lo demás. Fallan mecanismos de evaluación y de control; indicadores que han de medir el impacto; falla, en definitiva, todo aquello que ha de evaluar que el dinero público ha sido bien invertido. Sin embargo, falta algo tan o más importante: de qué sirve la planificación estratégica, la coordinación con las políticas estratégicas, los indicadores de éxito y otros, si no hay nadie que controle su cumplimiento. Nuestro Estado administrativo tiene un déficit de ejecución/cumplimiento. Todo recae sobre los Jueces. Sólo lo ilegal es controlable pero no lo ineficiente. ¿Qué pasa con las ineficiencias, con los derroches, con la mala administración? El único mecanismo de sanción es el político. No parece que sea suficiente, máxime cuando se trata de controlar cómo se riega a los amigos con dinero. Ni la Intervención General del Estado parece, en la configuración actual, que pueda llevarlo a cabo, ni la inútil Agencia de Evaluación de las Políticas está capacitada. Es la muestra de nuestro “subdesarrollo” de cumplimiento.

Un aspecto que llama la atención en el informe es el de las subvenciones directas. El estudio de la Airef señala que son las que están “escondidas” en las leyes de presupuestos “sin la adecuada justificación de su fundamento, su cuantía y los compromisos que implican para sus beneficiarios”, entre otras singularidades. El importe en el año 2017 ascendió a 4.342 millones de euros. Que el beneficiario sea mayoritariamente un sujeto del sector público (transferencias nominativas a universidades, fundaciones públicas y otros) no puede justificar la exclusión de procedimientos competitivos, públicos y objetivos.

El caso de las Universidades es significativo. Que la financiación pública que perciben lo sea sin condiciones y sin vinculación a criterios objetivos como el éxito de la gestión (número de alumnos matriculados, o alumnos egresados, patentes, etc), impide que las Universidades sean un motor que contribuya al progreso del I+D en España. Las subvenciones se utilizan para igualar a todas las Universidades, repartiendo el fracaso y no premiando el éxito.

Además, las subvenciones directas han sido denunciadas como fuente de corrupción (caso, por ejemplo, del Consell Insular de Mallorca, Sentencia Tribunal Supremo 26.09.2013). Por lo tanto, la primera gran cuestión sobre la que debemos preguntarnos, como sociedad, es si está justificado el que cada año las Administraciones destinen más de 14.000 millones de euros a subvencionar sin control todo tipo de actividades sin tener en cuenta ninguna evaluación sobre su contribución al éxito de los grandes objetivos de la política de progreso de España.

No es lo que haría cualquier buen ciudadano. Lo primero es saber para qué sirven, para qué se han de destinar, y que el beneficiario sea el mejor para alcanzar el objetivo. Y todo esto bajo el control directo de una autoridad no sólo preocupada de la legalidad, sino también de la eficiencia. Sólo así, el buen ciudadano lo admitiría; en ningún caso permitiría que su dinero se “regale”, como sospecha que se hace con el suyo.

(Expansión, 11/06/2019) 

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