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Confianza y olvido

La relación entre el presidente del Gobierno y el Congreso de los diputados está basada en la confianza. Los artículos 99, 101, 112 y 114 de la Constitución utilizan en diez ocasiones la palabra “confianza”, la cual se solicita, se otorga y se retira o se pierde como exigencia para que el candidato sea nombrado o destituido (“ponerle fin a sus funciones”) por el Rey.

La confianza es un elemento fundamental de la arquitectura del poder regulada en la Constitución. En general, ha sido destacada su importancia para el funcionamiento de las instituciones y, en particular, las del Estado democrático de Derecho. Incluso, se ha subrayado que hay una relación entre la confianza en las instituciones y el desarrollo económico. Cuanta más riqueza, más confianza; se reducen los costes de transacción porque hay una cultura que penaliza el engaño y, además, unas instituciones jurídicas que lo castigan de manera eficiente.

La aplicación al ámbito de la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo procede, en nuestro caso, del influyo de la Constitución italiana (art. 94). Mientras que la Ley Fundamental de Bonn, la virtual Constitución alemana utiliza un término más objetivo (elección), sin especificar la razón que le sirve de soporte.

Cuando se habla de confianza se alude a una creencia de que otro actuará conforme a unas reglas que se consideran adecuadas. Esta confianza aporta predictibilidad y regularidad. Aporta seguridad, la cual, en el caso de las instituciones, será esencial para su legitimidad. Que las instituciones disfruten de la creencia de que, de darse ciertas circunstancias, va a actuar de una manera determinada (regularidad), aportará reconocimiento, aceptación e, incluso, obediencia.

No deja de ser una cualidad subjetiva; una creencia; la fe, incluso, de que una persona o una institución va a actuar de cierta manera que se considera regular, óptima o adecuada.

Esa cualidad es la que se espera del Presidente del Gobierno. El Congreso le otorga su confianza; por mayoría se la da a los efectos de que el Rey proceda a su nombramiento. Es una confianza que ha de basarse en un hecho, en cambio, objetivo: el programa político que el candidato ha de defender ante el pleno del Congreso (art. 99 CE). “El candidato propuesto … expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara”


En la sesión de ayer, el candidato Sánchez, expuso su “programa político del Gobierno”. La posición que asumió para desplegar el programa es muy significativa. Tras comparar la España de 1975 con la actual, presentó su programa como el que ha de obrar la “segunda gran transformación de España”. Si se trata de la segunda transición, Sánchez sería el segundo Suárez. Desde esta atalaya, todo es posible. Se trata de avanzar frente a la involución, a los reaccionarios, a los conservadores y otros que pretenden lo que denominó como la “institucionalización de la plaza de Colón”. Y, sin embargo, estos gruesos calificativos no son obstáculo para llamarles a los pactos de Estado y reclamarles responsabilidad. Cuando se confiesa que el objetivo es un gobierno progresista que comparte, con Podemos, la “promesa de la izquierda”.

La cuadratura del círculo: la llamada a la responsabilidad para hacer posible que España se desbloquee, para que el Gobierno comience a funcionar y, al mismo tiempo, para que pueda realizar política de izquierda. Avanzar, como afirmó el candidato, sobre la base de un acuerdo con las izquierdas, en particular, con Podemos: “tenemos sobre nosotros la mirada esperanzada de millones de personas”.

El candidato convive con la contradicción de llamar a la responsabilidad como durante la transición, pero evita asumir la exigencia fundamental de ésta como fue la del consenso. Y este sólo es posible sobre la base del reconocimiento del discrepante, del otro; no puede haberlo cuando se tacha a los demás de involucionistas, reaccionarios, y otros improperios.

Estamos ante un candidato ensoberbecido por su auto-atribuido papel de protagonista de la segunda gran transición de España, la cual, a diferencia de la primera, se quiere hacer impulsada por una parte del espectro político; desde el enfrentamiento.

Las medidas anunciadas se mueven entre la generalización, la apropiación de lo ya existente e, incluso, lo propuesto por otros, como piezas al servicio de un “programa para volver a modernizar y transformar España”. Todo lo que se propone queda ensalzado hasta lo grotesco: “relegitimar nuestras instituciones tras años de bloqueo político”, como si el Estado de Derecho estuviese en fase de liquidación y derrumbe.

En definitiva, desde la atalaya del gran salvador, el candidato presenta su programa de progreso con el que pretende afrontar “un instante único en el progreso de la humanidad” que solucionará todos los problemas, colocando a España a la vanguardia del Mundo. Mientras tanto, dos silencios: el golpismo en Cataluña y las víctimas del terrorismo.

Es la primera vez en la historia de estos discursos que no se rinde homenaje a todos aquellos que han dado su vida por la democracia. En cambio, sí que se recuerda a Franco y la necesidad de honrar la “memoria democrática de España”. El orden de los valores está claro: recuerdo a Franco y olvido a las víctimas. Si en eso consiste el progreso que se nos augura, me quedo con la reacción.

(Expansión, 23/07/2019)

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