W. Putin, el presidente ruso, ha concedido una entrevista al Financial Times, antes de la cumbre del G 20. Este periódico la publicó el pasado sábado. Proclama que el liberalismo está obsoleto. Precisa que se refiere a la ideología. Da a entender que no se refiere al mercado. Una distinción sutil y exitosa, entre, incluso, los propios liberales. Es la confusión entre liberal y liberalizado; el mercado podría estar “liberalizado” sin ser “liberal”, o sea, la separación, en última instancia, entre liberalismo y democracia: sería posible un mercado liberalizado sin democracia.
Según su interpretación, la ciudadanía reclama, en cambio, orden, reglas y castigo. Y, sobre todo, respeto a las tradiciones: “Nos han condenado por nuestra supuesta homofobia, pero lo cierto es que no tenemos ningún problema con las personas LGBT. Que vivan como quieran y que todo el mundo sea feliz. Pero algunas cosas nos parecen excesivas, como que los niños puedan desempeñar cinco o seis roles de género. No se debe permitir que esas ideas eclipsen la cultura, las tradiciones y los valores familiares tradicionales de los millones de personas que constituyen la mayor parte de la población”.
En su simplicidad, Putin muestra con toda claridad el debate del momento presente. Cuando el contexto social, político, económico, pero también cultural, empuja a las personas a elegir entre más seguridad o más libertad. El primer camino conduce a un Estado fuerte pero paternalista. Y el segundo, en cambio, a la “inseguridad” de la responsabilidad personal. Un debate tan antiguo como la Historia misma.
Paradójicamente, se vuelve a actualizar cuando se celebran los 30 años de la publicación del famoso artículo de F. Fukuyama titulado, precisamente, “¿El fin de la Historia?” Aunque se ha malinterpretado, aportándole una inconmensurable publicidad, puesto que el autor se refería al significado hegeliano, y no al temporal, del término historia, defendía la tesis de que la “democracia liberal” consagra el desiderátum político. La “utopía” se hacía realidad en la democracia liberal, desplazando los demás sueños ideológicos, en particular, el marxista. Derrotado el comunismo, la historia ha acabado: la democracia liberal es la que ha ganado.
No se distingue esta interpretación de la de Viktor Orban, el primer ministro húngaro, postulador de la “democracia iliberal”, un régimen “democrático”, pero sin las exigencias de la ideología liberal (las libertades y sus garantías).
Putin afirma que el liberalismo está obsoleto porque se enfrenta a los intereses de la mayoría de la población: “la ciudadanía está en contra de la inmigración, de las fronteras abiertas y del multiculturalismo”. “El liberalismo presupone que es mejor no hacer nada. Los inmigrantes pueden cometer asesinatos o violar con total impunidad porque sus derechos tienen que ser protegidos”.
Según su interpretación, la ciudadanía reclama, en cambio, orden, reglas y castigo. Y, sobre todo, respeto a las tradiciones: “Nos han condenado por nuestra supuesta homofobia, pero lo cierto es que no tenemos ningún problema con las personas LGBT. Que vivan como quieran y que todo el mundo sea feliz. Pero algunas cosas nos parecen excesivas, como que los niños puedan desempeñar cinco o seis roles de género. No se debe permitir que esas ideas eclipsen la cultura, las tradiciones y los valores familiares tradicionales de los millones de personas que constituyen la mayor parte de la población”.
En su simplicidad, Putin muestra con toda claridad el debate del momento presente. Cuando el contexto social, político, económico, pero también cultural, empuja a las personas a elegir entre más seguridad o más libertad. El primer camino conduce a un Estado fuerte pero paternalista. Y el segundo, en cambio, a la “inseguridad” de la responsabilidad personal. Un debate tan antiguo como la Historia misma.
Paradójicamente, se vuelve a actualizar cuando se celebran los 30 años de la publicación del famoso artículo de F. Fukuyama titulado, precisamente, “¿El fin de la Historia?” Aunque se ha malinterpretado, aportándole una inconmensurable publicidad, puesto que el autor se refería al significado hegeliano, y no al temporal, del término historia, defendía la tesis de que la “democracia liberal” consagra el desiderátum político. La “utopía” se hacía realidad en la democracia liberal, desplazando los demás sueños ideológicos, en particular, el marxista. Derrotado el comunismo, la historia ha acabado: la democracia liberal es la que ha ganado.
30 años después, el vencedor, la democracia liberal, se enfrenta a su eterno enemigo, pero transmutado: el estatismo. El enemigo, siempre el mismo, ha cambiado de piel; se ha adaptado y se presenta como demócrata. Putin afirma, en la entrevista que comento, que “lo que me parece verdaderamente obsoleto es el autoritarismo, el culto a la personalidad y el dominio de los oligarcas”. Y lo dice él que gobierna Rusia desde hace más de 20 años y con aspiración de hacerlo durante otros tantos años.
Porque Putin es “demócrata”; ganas las elecciones; y tiene una inmensa popularidad. Ahora bien, es una democracia en la que se vota, pero sin ideología liberal; la democracia iliberal a la que aspira el estatismo, el nacionalismo, el populismo y demás variedades que eliminan, desplazan o desprecian al individuo en el altar de lo colectivo, de la nación, o del pueblo. Sólo seríamos individuos-votantes, obedientes a los designios del interés general, del colectivo, de la nación. El individuo completamente “nacionalizado” tanto como sus libertades.
El liberalismo como ideología es la de la democracia. No puede haber liberalismo sin democracia. Que el mercado esté liberalizado no quiere decir que sea expresión del liberalismo. Esta disociación entre liberalismo y democracia es la que más ha contribuido a cavar la fosa de su impopularidad. La otra gran falla que lo corroe es precisamente sobre lo que se asienta: el individuo. Se le considera titular de unos derechos que son inalienables; se habla de derechos naturales. Y a partir de aquí se intenta construir lo colectivo, en particular, el Estado. Y no es fácil.
Edificar un proyecto común y compartido de individuos radicalmente individuales y libres es una operación muy compleja. Si se van rompiendo los lazos, como está sucediendo en el momento presente, los estatistas ven una grieta por la que ofrecer su antídoto contra el miedo; ofrecen, como proponía Hobbes, seguridad, a cambio de libertad. Aunque, para mantener el “matrix”, los ciudadanos pueden seguir votando; les satisfacen la ilusión de la soberanía popular. Pero son los líderes que encarnan al colectivo, a la nación, al pueblo, que se conectan con sus tradiciones, los que gobiernan para dispensar la seguridad que todos reclaman.
El miedo es el principal agente de construcción política. Un líder que necesita un miedo que gestionar y es irrelevante que sea real o ficticio. El liberalismo no está obsoleto, pero sufre una crisis que parte de su propia esencia. Una contradicción que el estatismo y sus derivadas están sabiendo gestionar. Les ofrece a los temerosos ciudadanos, el padre que los acoge en su seno. Se pierde libertad, pero se gana seguridad. Es el eterno dilema que hoy continúa presente.
(Expansión, 02/07/2020)
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