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Estado reforzado

La debilidad es política, no jurídica. Esta es la principal conclusión a extraer de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución para gestionar el golpe de Estado vivido en Cataluña en octubre del 2017 (Sentencia 89/2019, de 2 de julio). El Tribunal sienta las bases del refuerzo del Estado. Otra cosa, en la que el Tribunal no puede entrometerse, es si los políticos están o no dispuestos a implementarlas.


Las medidas que el Estado puede adoptar, según el artículo 155 CE, sólo tienen sentido sobre un fundamento muy preciso que el Tribunal recalca: “Este precepto constitucional determina que el Estado, como una consecuencia del principio de unidad y de la supremacía del interés de la Nación, quede colocado en una posición de superioridad en relación a las comunidades autónomas”.

La superioridad se pone de manifiesto cuando una Comunidad pone en cuestión el imperio de la Ley o amenaza al interés general de España. La coerción estatal debe entrar en juego para permitir la “constricción o limitación directa de la autonomía”. En situaciones extraordinarias, medidas extraordinarias del poder extraordinario que es, precisamente, el del soberano, el del pueblo español.

La coerción estatal del artículo 155 CE debe actuar “ante una actuación autonómica que incumpla la Constitución u otras leyes o atente gravemente al interés general de España ante la que no existan otras vías a través de las cuales se asegure el cumplimiento de la Constitución y las leyes o el cese del atentado al interés general”. Debe aplicarse “en circunstancias especialmente críticas, a fin de remediar la conducta de una comunidad autónoma, manifestada mediante actos o disposiciones formales o resultante de comportamientos fácticos, en la que pone de manifiesto la grave alteración jurídica e institucional en parte del territorio nacional”.

La finalidad de la “intervención o injerencia” es “restablecer el orden constitucional y, con él, el normal funcionamiento institucional de la comunidad autónoma en el seno de dicho orden”.

Un tema controvertido, al menos, en el plano político, es el de la duración. ¿Cuánto tiempo ha de durar la intervención? No puede dar lugar a una “constricción o limitación de la autonomía indefinida en el tiempo”, pero, y éste es un pero muy importante, “por su propia naturaleza, atendiendo a la finalidad que este procedimiento persigue, ha de tener un límite temporal bien expresamente determinado o, como será lo más probable atendiendo a los supuestos que desencadenan su aplicación, determinable”.

El límite temporal se puede fijar mediante una fecha o una condición que, de cumplirse, pondrá fin a la intervención lo que será, por cierto, lo más común o frecuente. Porque las medidas del artículo 155 CE no están sometidas a plazo, sino a condición. La intervención, por lo tanto, podría durar todo el tiempo que fuera necesario, sin caer en el carácter permanente, hasta asegurar que se cumple con la Constitución y cesan los atentados contra el interés general de España.

Mientras en el plano político se ha alimentado un falso debate, en el jurídico, como concluye el Tribunal, la coerción estatal ha de durar lo que sea imprescindible y necesario para garantizar que se corrigen las circunstancias que obligaron a su adopción. Lo contrario sería absurdo. Equivocadamente el Gobierno de Rajoy y el Senado, al aprobar la intervención, la sometió a una condición temporal (la constitución de un nuevo Gobierno resultante de las elecciones convocadas) y no a otra de resultado, como corresponde; no se garantizó que se pusiera fin a aquello que condujo a la intervención, o sea, el incumplimiento de la Constitución y el atentado al interés general de España.

El Tribunal vuelve a repetir la caracterización jurídica de lo vivido en Cataluña: el Parlamento de Cataluña se “alzó frente a la soberanía nacional residenciada en el pueblo español, convocando a una fracción de ese pueblo, en desafío a la unidad de la Nación, a decidir la suerte del Estado común (arts. 1.2 y 2 CE)”, con la consiguiente vulneración “del principio constitucional de autonomía (art. 2 CE) y de las determinaciones basilares del propio Estatuto de Cataluña (arts. 1 y 2 EAC)”; ha pretendido “cancelar de hecho, en el territorio de Cataluña y para todo el pueblo catalán, la vigencia de la Constitución, del Estatuto de Autonomía y de cualesquiera reglas de derecho que no se avinieran o acomodaran al dictado de su nuda voluntad”.

La Cámara “se ha situado por completo al margen del derecho, ha dejado de actuar en el ejercicio de sus funciones constitucionales y estatutarias propias y ha puesto en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto”.

Ese “alzamiento”, que “arrumba” el orden constitucional, que “vulnera” los principios basilares del Estado constitucional, asentados tanto en la Constitución como en el Estatuto, que “cancela de hecho en el territorio de Cataluña y para todo el pueblo catalán, la vigencia de la Constitución, del Estatuto de Autonomía y de cualesquiera reglas de derecho”, que “se ha situado por completo al margen del derecho” … se le podrá llamar como se quiera, pero es un golpe de Estado porque tenía por finalidad acabar con el orden constitucional para lo que, incluso, se ha utilizado la violencia. Frente a estas situaciones extraordinarias, se requiere de medidas extraordinarias de las que se puede y debe servir el poder soberano.

El Tribunal Constitucional deja bien claro que el Estado no está desnudo; que queda rearmado ante al secesionismo y el golpismo, el cual pretende servirse de una vía de hecho para alzarse frente a las reglas que nos ha constituido como un Estado democrático de Derecho.

(Expansión, 10/07/2019)

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