Se aproxima la fecha en la que conoceremos la Sentencia del Tribunal Supremo que resuelve la causa denominada del “Procés”. Se comienza a recordar lo obvio: las sentencias se deben cumplir. Y, a continuación, se hace noticia los rumores sobre el reforzamiento de la policía y la guardia civil en Cataluña. El resultado final es la transmisión del miedo.
¿Puede un Estado democrático de Derecho sentir miedo? El Estado no siente. Sus servidores, sí. A los jueces que han de emitir el fallo no les va a temblar el pulso. Son magistrados muy experimentados; lo mejor de la carrera judicial y extraordinarios juristas. Pero la presión ambiental existe. La suave, la líquida, la indefinida. Qué decir de los magistrados radicados en Cataluña. El bombardeo constante, incluso, a través de sus familias, sus hijos. El repudio a la función que despliegan. El sentir el rechazo; no hay invitaciones; el vacío.
Un mundo en el que algoritmo substituya masivamente a los humanos está muy pero que muy lejos. Incluso, el coche autónomo está más avanzado en nuestra imaginación que en la realidad; lo que imaginamos no lo encontraremos por ahora circulando por las calles. Fry cuenta la anécdota de uno de los prototipos que giró bruscamente cuando avanzaba por un tramo nuevo. La investigación de las causas demostró que el cambio de dirección obedeció a que el vehículo había aprendido que la carretera/calle debía tener hierba en los bordes de la calzada, como la nueva no la tenía, decidió retroceder.
En el ámbito de las decisiones más subjetivas, como las de la Justicia, los algoritmos podrán auxiliar a los jueces al informarles de ciertas circunstancias, como la probabilidad de la reiteración del delito o la del incumplimiento de la libertad condicional. Pero la decisión final, culpar o no a alguien, sólo podrá estar en manos de una persona. No es garantía de nada, ni de justicia. Sin embargo, entendemos que juzgar es una función humana, no de una máquina, no de un algoritmo.
¿Puede un Estado democrático de Derecho sentir miedo? El Estado no siente. Sus servidores, sí. A los jueces que han de emitir el fallo no les va a temblar el pulso. Son magistrados muy experimentados; lo mejor de la carrera judicial y extraordinarios juristas. Pero la presión ambiental existe. La suave, la líquida, la indefinida. Qué decir de los magistrados radicados en Cataluña. El bombardeo constante, incluso, a través de sus familias, sus hijos. El repudio a la función que despliegan. El sentir el rechazo; no hay invitaciones; el vacío.
La función jurisdiccional no puede ser automatizada. Hannah Fry en un extraordinario libro (“Hola mundo. Cómo seguir siendo humanos en la era de los algoritmos”) nos narra las dificultades de introducir los algoritmos en el ámbito de la Justicia. Tras denunciar que no hay dos sentencias iguales, incluso, en casos que parecen, insisto, parecen, próximos, concluye: “los algoritmos no pueden decidir la culpabilidad. No pueden sopesar los argumentos de la defensa y la acusación, ni analizar las pruebas, ni decidir si un acusado está realmente arrepentido o no. Así que no cabe esperar que remplacen a los jueces en un futuro próximo.” Deja en el aire el que, en algún momento, esto se pueda producir.
El algoritmo es como una receta de un pastel. Su éxito dependerá de los ingredientes (los datos) y el cómo se cocinan, todo ello, gobernado por reglas. Se ha demostrado que los algoritmos no son “neutros”; sufren sesgos, los de sus autores, pero también los de los datos que se introducen. Sufren sesgos como los humanos; son tan humanos como los humanos, pero con la autoridad de que son aparentemente neutros, infalibles, técnicos.
Se habla de la conveniencia de la regulación del algoritmo. Que se puedan examinar las recetas, comprobar si tienen o no sesgos y, en su caso, prohibirlos. Es un nuevo ámbito, muy novedoso, en el que la intervención del Estado se irá articulando. Fry postula, tras analizar los defectos en los que incurren, “la necesidad de expertos independientes y un organismo regulador que nos garanticen que los beneficios que proporciona un algoritmo siempre son mayores que sus perjuicios”.
Un mundo en el que algoritmo substituya masivamente a los humanos está muy pero que muy lejos. Incluso, el coche autónomo está más avanzado en nuestra imaginación que en la realidad; lo que imaginamos no lo encontraremos por ahora circulando por las calles. Fry cuenta la anécdota de uno de los prototipos que giró bruscamente cuando avanzaba por un tramo nuevo. La investigación de las causas demostró que el cambio de dirección obedeció a que el vehículo había aprendido que la carretera/calle debía tener hierba en los bordes de la calzada, como la nueva no la tenía, decidió retroceder.
En el ámbito de las decisiones más subjetivas, como las de la Justicia, los algoritmos podrán auxiliar a los jueces al informarles de ciertas circunstancias, como la probabilidad de la reiteración del delito o la del incumplimiento de la libertad condicional. Pero la decisión final, culpar o no a alguien, sólo podrá estar en manos de una persona. No es garantía de nada, ni de justicia. Sin embargo, entendemos que juzgar es una función humana, no de una máquina, no de un algoritmo.
Está profundamente arraigado en nuestra comprensión de cómo debe organizarse el Estado democrático de Derecho que sólo los ciudadanos pueden decidir sobre los derechos de los ciudadanos. Es una conquista desde la Ilustración. El centro de gravedad del sistema político-jurídico es el individuo, con su capacidad de inteligencia, su voluntad y su libertad. Solo los individuos pueden administrar las libertades de los individuos. Así sucede, incluso, con la regulación legal de la libertad; sólo los representantes de los ciudadanos pueden regular las libertades de los ciudadanos.
Los golpistas catalanes han tenido un juicio justo y tendrán una sentencia ajustada a los hechos y al Derecho aplicable. Cuando hay dos partes, como suelen repetir los jueces amigos, siempre una de ellas se considerará agraviada con el resultado. En el caso de lo sucedido en el año 2017, sólo hay que desear que gane la democracia.
El Estado democrático de Derecho se refuerza haciendo que sus leyes se cumplan. Sólo así, podremos afirmar que vivimos en un Estado gobernado por el Derecho, o sea, por las normas que los ciudadanos han decidido, a través de sus representantes, que han de delimitar el marco de su convivencia y de sus libertades.
(Expansión, 24/09/2019)
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