Investir al presidente. Se ha llegado a decir. En las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros, en el más obsceno ejercicio de confusión entre instituciones y partido, se exponen y defienden las consignas del partido socialista. Hemos visto a la portavoz, la Ministra Celaa, hacerlo, olvidando su condición institucional. Sin rubor alguno, ha asumido, utilizando el atril de la portavocía del Gobierno, el de vocera de un partido. “Queremos una investidura en septiembre”. Es el Gobierno, en funciones, el que quiere una investidura. Otra muestra de cómo se han roto los diques que separan las instituciones de los partidos.
Sorprendía, a algunos, el cómo el partido socialista había ofrecido a Unidas Podemos ocupar puestos de relevancia en órganos constitucionales y en organismos reguladores. Una propuesta tan disparatada que, incluso, a los supuestos beneficiarios, escandalizaba. “¿Cómo se puede ofrecer puestos en organismos que deberían ser neutrales; en manos de técnicos?”
Se rompen los diques cuando los populismos acosan, como los bárbaros, las murallas del Estado democrático de Derecho. La última encuesta del CIS (junio – julio 2019) confirma la valoración muy crítica de la ciudadanía sobre la política y los políticos. El sentimiento que más suscitan es el de desconfianza, seguidos por el de aburrimiento y el de irritación. A su vez, el barómetro de julio colocaba a los políticos y a los partidos como el segundo problema más grave de España (38,1 %) , adelantando a la corrupción (25,1 %).
Es razonable que los ciudadanos tengan estos sentimientos. Observan cómo fracasan en el empeño de investir a un candidato y constituir un Gobierno. Ahora bien, tendríamos un problema singularmente grave si esa valoración negativa se extiende a las instituciones; afrontaríamos una contrariedad relativa a la estructura de la nación que podría tener gravísimas consecuencias para nuestro país.
Las instituciones son el esqueleto del cuerpo social. Un conjunto de reglas, no necesariamente formalizadas, que le proveen de protección, de sostén y de vida. Las reglas compartidas que ofrecen la estructura (normativa) sobre la que descansa la convivencia y la cooperación. ¿Qué sucedería si los ciudadanos concluyesen que son las instituciones uno de los más graves problemas de España? La contaminación política, y su descrédito, serían la gasolina que empujase en esa dirección.
En el Barómetro de julio también se preguntó sobre el Poder Judicial. El resultado es desalentador. El 48 % considera que la Justicia funciona mal o muy mal, que llegaría al 72% sumando a todos los que afirman que no funciona bien. De los que participan de tales ideas, la segunda razón (después de la blandura de las penas) que sirve de soporte de su queja es que “está politizada”. En consecuencia, para el total de los encuestados, casi el 60 % considera que los jueces les suscita poca o ninguna confianza; el 50 % afirma que la independencia es bastante baja o muy baja. Sin embargo, los encuestados confían notablemente más en los jueces (31,2%) que en el Parlamento (16,5%).
Las encuestas no reflejan una realidad; no es una especie de acta notarial sobre los hechos. Plasman un estado de opinión. Ni nuestros jueces carecen de independencia, ni, tampoco España es el país más corrupto del mundo, como también resulta de las encuestas. No siendo verdad, sí estamos ante un estado de opinión que compromete la legitimidad de nuestras instituciones. Es significativo que una de las quejas es la de la politización. No sólo porque independencia y política son incompatibles sino, además, porque encarna la fuente de todos los males. Es el mal que simboliza la frustración por la falta de soluciones, o por no ver satisfechas ciertas expectativas. Sobre todo, es el desengaño de que no se cumple con lo que deben ser sus responsabilidades. La comparación entre lo que a ellos les corresponde y a nosotros se nos exige.
Cuando hay ese malestar de base, ese runrún, las instituciones son las que mantienen la estabilidad y la cohesión social. La politización sería como arrojar gasolina al descontento para que las llamas devoren lo que nos une. El descaro con el que se utilizan las instituciones con fines políticos las debilita en un momento en el que su fortaleza es esencial. Ahora que se anuncia la crisis económica, y cuando el pacto territorial está amenazado por los nacionalistas, más necesidad de reduplicar la exigencia de preservar la integridad y la confianza hacia nuestras instituciones. Cuando tanto se habla del ataque populista, que aquellos que supuestamente lo denuncian, las izquierdas, rompan el dique que protege las instituciones de la política, pone de relieve su irresponsabilidad y el uso torticero de la amenaza.
Sorprendía, a algunos, el cómo el partido socialista había ofrecido a Unidas Podemos ocupar puestos de relevancia en órganos constitucionales y en organismos reguladores. Una propuesta tan disparatada que, incluso, a los supuestos beneficiarios, escandalizaba. “¿Cómo se puede ofrecer puestos en organismos que deberían ser neutrales; en manos de técnicos?”
Se rompen los diques cuando los populismos acosan, como los bárbaros, las murallas del Estado democrático de Derecho. La última encuesta del CIS (junio – julio 2019) confirma la valoración muy crítica de la ciudadanía sobre la política y los políticos. El sentimiento que más suscitan es el de desconfianza, seguidos por el de aburrimiento y el de irritación. A su vez, el barómetro de julio colocaba a los políticos y a los partidos como el segundo problema más grave de España (38,1 %) , adelantando a la corrupción (25,1 %).
Es razonable que los ciudadanos tengan estos sentimientos. Observan cómo fracasan en el empeño de investir a un candidato y constituir un Gobierno. Ahora bien, tendríamos un problema singularmente grave si esa valoración negativa se extiende a las instituciones; afrontaríamos una contrariedad relativa a la estructura de la nación que podría tener gravísimas consecuencias para nuestro país.
Las instituciones son el esqueleto del cuerpo social. Un conjunto de reglas, no necesariamente formalizadas, que le proveen de protección, de sostén y de vida. Las reglas compartidas que ofrecen la estructura (normativa) sobre la que descansa la convivencia y la cooperación. ¿Qué sucedería si los ciudadanos concluyesen que son las instituciones uno de los más graves problemas de España? La contaminación política, y su descrédito, serían la gasolina que empujase en esa dirección.
En el Barómetro de julio también se preguntó sobre el Poder Judicial. El resultado es desalentador. El 48 % considera que la Justicia funciona mal o muy mal, que llegaría al 72% sumando a todos los que afirman que no funciona bien. De los que participan de tales ideas, la segunda razón (después de la blandura de las penas) que sirve de soporte de su queja es que “está politizada”. En consecuencia, para el total de los encuestados, casi el 60 % considera que los jueces les suscita poca o ninguna confianza; el 50 % afirma que la independencia es bastante baja o muy baja. Sin embargo, los encuestados confían notablemente más en los jueces (31,2%) que en el Parlamento (16,5%).
Las encuestas no reflejan una realidad; no es una especie de acta notarial sobre los hechos. Plasman un estado de opinión. Ni nuestros jueces carecen de independencia, ni, tampoco España es el país más corrupto del mundo, como también resulta de las encuestas. No siendo verdad, sí estamos ante un estado de opinión que compromete la legitimidad de nuestras instituciones. Es significativo que una de las quejas es la de la politización. No sólo porque independencia y política son incompatibles sino, además, porque encarna la fuente de todos los males. Es el mal que simboliza la frustración por la falta de soluciones, o por no ver satisfechas ciertas expectativas. Sobre todo, es el desengaño de que no se cumple con lo que deben ser sus responsabilidades. La comparación entre lo que a ellos les corresponde y a nosotros se nos exige.
Cuando hay ese malestar de base, ese runrún, las instituciones son las que mantienen la estabilidad y la cohesión social. La politización sería como arrojar gasolina al descontento para que las llamas devoren lo que nos une. El descaro con el que se utilizan las instituciones con fines políticos las debilita en un momento en el que su fortaleza es esencial. Ahora que se anuncia la crisis económica, y cuando el pacto territorial está amenazado por los nacionalistas, más necesidad de reduplicar la exigencia de preservar la integridad y la confianza hacia nuestras instituciones. Cuando tanto se habla del ataque populista, que aquellos que supuestamente lo denuncian, las izquierdas, rompan el dique que protege las instituciones de la política, pone de relieve su irresponsabilidad y el uso torticero de la amenaza.
El presidente no es investido; ni tampoco el Gobierno. La Constitución lo establece con claridad: es un candidato, que no necesariamente tiene que ser ni político profesional, ni miembro de parlamento alguno. Sólo aquel que previsiblemente pueda contar con la “confianza” parlamentaria, o sea, la razonable expectativa de que hará realidad un programa político del Gobierno que pretende formar (art. 99 CE).
No es razonable que la portavocía del Gobierno se transmute ilegítimamente e, incluso ilegalmente, en portavocía de un partido político. Sólo en los regímenes autoritarios partido y Estado se confunden. Que no se manchen las instituciones con la voracidad política del cortoplacismo electoralista. Las instituciones son las que nos protegen de la barbarie.
(Expansión, 17/09/2019)
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