Este periódico recogía ayer la opinión de 50 empresarios y altos directivos sobre qué es lo que le requieren al nuevo Gobierno. Hay tres ideas centrales: estabilidad, confianza y reformas. La estabilidad es la clave. Es la cualidad que aportaría confianza y es la condición para afrontar las reformas. El contexto económico es clave. La anunciada “desaceleración” exige un Gobierno con los adornos reclamados. Sin olvidar el reto secesionista en Cataluña, que también los necesitaría.
Es la paradoja del momento presente. Los ciudadanos, cada vez más desafectos, votan opciones cada vez más situadas en los extremos. Y, sin embargo, el acuerdo es imprescindible. Tenemos que acostumbrarnos a otro tipo de estabilidad. A otro tipo de compromiso. El camino para alcanzarlo no es sencillo. Y aún más complejo con el desempolve del guerra-civilismo: uno de las más irresponsable legados a la estabilidad de la democracia.
Se podría decir que la inmensa mayoría de los votantes, los que se decantan por las dos opciones mayoritarias (PSOE y PP) son los de la estabilidad. Y, sin embargo, el pacto entre estas dos opciones no es posible, no tanto porque sus dirigentes no lo quieran, cuanto porque lo rechazan sus electores. La estabilidad exhorta el concurso de partidos cada vez más escorados hacia los extremos. No parece que sea lo más conveniente para afrontar las reformas que España necesita. La opción de centro, según auguran las encuestas, verá reducido su peso electoral.
La élite económica quiere algo que la élite política no le puede dar, y no lo puede dar porque los electores no lo entenderían. Un acuerdo en contra del parecer de los votantes tendría repercusiones muy negativas para nuestro sistema político democrático: dejaría la oposición en manos de los extremos, los antisistemas. No hay democracia sin pluralismo político. Si los dos grandes partidos pactan, se podría entender que se reduce el pluralismo, lo que sólo beneficiaría a aquellos que hacen gala del no acuerdo, o sea, los que “son diferentes”; los que “no son como los corruptos”. El coste de gobernar, y de equivocarse, alimentaría a estos, a los diferentes.
Es imprescindible distinguir varios niveles de negociación. El primer nivel es el de la investidura del presidente. El segundo nivel es el de la composición del Gobierno. Y el tercero, es el de la labor de Gobierno. La estrategia de Sánchez de la investidura gratis ha fracasado. Algo tendrá que ofrecer para conseguir la abstención que la haga factible, ya no digamos el voto favorable.
El segundo nivel, el de la composición del Gobierno, dependerá de si hay o no acuerdo de coalición. Esta sólo sería posible entre uno de los dos partidos mayoritarios y los otros, en coaliciones monstruosas ideadas por una imaginación desbordada. Pero no parece realista.
El tercer y último nivel es el más interesante. Una vez se produzca la investidura y se constituya el Gobierno, la labor de gobierno debe ser negociada. Los políticos deberán aprender a negociar. Pero son los ciudadanos los que deberían entender qué significa pactar. El cambio generacional ha conducido al museo de la historia las grandes palabras (pactos de Estado y otras expresiones), que ya no convencen. Tampoco atrae el mito de la “Transición”. La llamada a que los partidos primen el interés nacional no significa nada. El entendimiento ciudadano, su complicidad y aceptación son fundamentales para salvaguardar la democracia. Si todos los políticos son iguales, si todos son lo mismo, más madera a la desafección. Es la dramática elección del momento presente: o desgobierno (hoy) o desafección (mañana).
Sin embargo, el sistema político español no está preparado para ofrecer lo que se le pide. Porque lo que se le pide es el fruto, hasta ahora, del bipartidismo y su producto estrella: la mayoría absoluta. Nos hemos acostumbrado a la estabilidad por la vía del ordeno y mando de la mayoría parlamentaria que creemos que es lo que debería de ser lo normal. No, no lo es; ya no lo es. Ni lo va a seguir siendo. El bipartidismo está muerto y, con él, las mayorías unicolores.
Los ciudadanos quieren multipartidismo. Y lo quieren porque el bipartidismo ha traído cosas muy positivas, pero también otras muy negativas: la arrogancia del poder y su manifestación más negativa: la corrupción. La arrogancia alimentó la impunidad. Y la impunidad el robo del dinero público. Pero también la mala administración; el derroche.
Cuando no hay castigo, tanto jurídico-penal como político, el monstruo arrogante se sigue alimentando hasta devorarlo todo. El que la corrupción esté incluida por los ciudadanos entre los tres grandes problemas de España no es accidental. Si a esto se le suma la valoración negativa de políticos y de la política, más gasolina al rechazo ciudadano. La desafección tiene múltiples rostros. La abstención es una, pero la otra es la de alimentar a los extremos. El espacio de centro es cada vez más complicado de mantener. Sólo hay espacio para los radicales. Las encuestas nos alertan sobre esta circunstancia.
Es la paradoja del momento presente. Los ciudadanos, cada vez más desafectos, votan opciones cada vez más situadas en los extremos. Y, sin embargo, el acuerdo es imprescindible. Tenemos que acostumbrarnos a otro tipo de estabilidad. A otro tipo de compromiso. El camino para alcanzarlo no es sencillo. Y aún más complejo con el desempolve del guerra-civilismo: uno de las más irresponsable legados a la estabilidad de la democracia.
Se podría decir que la inmensa mayoría de los votantes, los que se decantan por las dos opciones mayoritarias (PSOE y PP) son los de la estabilidad. Y, sin embargo, el pacto entre estas dos opciones no es posible, no tanto porque sus dirigentes no lo quieran, cuanto porque lo rechazan sus electores. La estabilidad exhorta el concurso de partidos cada vez más escorados hacia los extremos. No parece que sea lo más conveniente para afrontar las reformas que España necesita. La opción de centro, según auguran las encuestas, verá reducido su peso electoral.
La élite económica quiere algo que la élite política no le puede dar, y no lo puede dar porque los electores no lo entenderían. Un acuerdo en contra del parecer de los votantes tendría repercusiones muy negativas para nuestro sistema político democrático: dejaría la oposición en manos de los extremos, los antisistemas. No hay democracia sin pluralismo político. Si los dos grandes partidos pactan, se podría entender que se reduce el pluralismo, lo que sólo beneficiaría a aquellos que hacen gala del no acuerdo, o sea, los que “son diferentes”; los que “no son como los corruptos”. El coste de gobernar, y de equivocarse, alimentaría a estos, a los diferentes.
Es imprescindible distinguir varios niveles de negociación. El primer nivel es el de la investidura del presidente. El segundo nivel es el de la composición del Gobierno. Y el tercero, es el de la labor de Gobierno. La estrategia de Sánchez de la investidura gratis ha fracasado. Algo tendrá que ofrecer para conseguir la abstención que la haga factible, ya no digamos el voto favorable.
El segundo nivel, el de la composición del Gobierno, dependerá de si hay o no acuerdo de coalición. Esta sólo sería posible entre uno de los dos partidos mayoritarios y los otros, en coaliciones monstruosas ideadas por una imaginación desbordada. Pero no parece realista.
El tercer y último nivel es el más interesante. Una vez se produzca la investidura y se constituya el Gobierno, la labor de gobierno debe ser negociada. Los políticos deberán aprender a negociar. Pero son los ciudadanos los que deberían entender qué significa pactar. El cambio generacional ha conducido al museo de la historia las grandes palabras (pactos de Estado y otras expresiones), que ya no convencen. Tampoco atrae el mito de la “Transición”. La llamada a que los partidos primen el interés nacional no significa nada. El entendimiento ciudadano, su complicidad y aceptación son fundamentales para salvaguardar la democracia. Si todos los políticos son iguales, si todos son lo mismo, más madera a la desafección. Es la dramática elección del momento presente: o desgobierno (hoy) o desafección (mañana).
Los empresarios y altos directivos hacen una llamada a un mundo que ya no existe. Hay que llamar a la responsabilidad de los políticos, pero aún más a la de los electores. Explicarles que llegar a acuerdos es bueno. Que no compromete el mundo ideal que se les ha prometido. Que se pueden compartir soluciones para afrontar los retos que se nos plantean. Sin caer en la uniformidad política, presunta o real, porque se les entregaría a los radicales la llave de la democracia.
La desafección ciudadana es lo que nos debería preocupar, más, incluso, que la dificultad de llegar a acuerdos. No podemos revivir a un muerto que es el bipartidismo; aún menos cuando las actuaciones judiciales, ese recordatorio de difuntos, conmemoran cada día los abusos de la arrogancia e impunidad del poder.
El camino es fortalecer a la sociedad civil para que llegue un momento en el que no sea necesario pedirle nada a los políticos, salvo que molesten lo menos posible.
(Expansión, 5/11/2019)
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