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La mentira como política

A Jonathan Swift se le ha atribuido, equivocadamente, como él mismo reconoció, la autoría del opúsculo titulado El arte de la mentira política (1727). Es una obrilla satírica, un panfleto, de un amigo de Swift, John Arbuthnot, que se sirve del humor para desplegar su crítica contra la política en la Inglaterra de fines del siglo XVIII, en particular, la practicada por los Whigs, los liberales. Sobra decir que Swift y su amigo, eran Tories, conservadores. La confusión ha empujado a hacer pasar por “académica” la famosa definición de la mentira política cuando es una humorada. La definía como “el arte de convencer al pueblo, el arte de hacerle creer falsedades saludables, y ello con algún buen fin.”
El humor siempre ha sido una poderosa arma de crítica social. Acierta Arbuthnot cuando, al ridiculizarla, caracteriza a la mentira política como un arte; el arte de las “falsedades saludables”. Reivindica, como buen Torie, el derecho del pueblo a mentir. Rechaza que sea un monopolio en manos del Gobierno, máxime cuando afirma que el pueblo no tiene un “derecho a la verdad política”. No tiene este derecho, pero si, en cambio, el derecho a mentir, a difamar, a calumniar a los políticos.

Recomienda, por último, cómo ha de ser la mentira que se difunde entre el público a fin de animar y alentar al pueblo: “es necesario que no supere los grados habituales de verosimilitud”. Y “no es el mejor medio de hacer creer algo al pueblo el quererle hacerle tragar mucho de golpe; cuando hay demasiados gusanos en el anzuelo es difícil atrapar a los peces”.

La verisimilitud es esencial; la apariencia de verdad. Cervantes le hace decir a Don Quijote que “tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible”. Pero lo más relevante, es la fuerza atractiva. La mentira atrae al mentiroso tanto como engaña al mentido porque, como decía Charles Baudelaire, “tu mentira me embriaga, y mi alma se abreva”.

No es de extrañar que la mentira forme parte de la política. El mismo Swift, esta vez sí, en una obra de su autoría, Los viajes de Gulliver (1726), le ponía en su boca:
“Le dije que un primer ministro, o ministro presidente, … era un ser exento de alegría y dolor, amor y odio, piedad y cólera, o, por lo menos, que no hace uso de otra pasión que un violento deseo de riquezas, poder y títulos. Emplea sus palabras para todos los usos, menos para indicar cuál es su opinión; nunca dice la verdad sino con la intención de que se tome por una mentira, ni una mentira sino con el propósito de que se tome por una verdad”.
Estamos ya acostumbrados a la mentira como arma política. La hemos visto utilizada por todos los Gobiernos. Más novedoso, al menos, en su intensidad y reiteración, es la conversión de la mentira en política: la política de la mentira. El preacuerdo firmado el pasado lunes entre Sánchez e Iglesias es la máxima expresión. Y su confirmación, la carta remitida por Sánchez a la militancia socialista. Ya no se trata de discrepancias de pareceres, orientaciones equivocadas, errores de juicio, … simplemente, es una mentira tras otra en una elaboración política mentirosa.

Arbuthnot nos habla del político convicto de la falsedad que se merece el castigo de la vergüenza. Es el sentimiento que le brota a aquél sorprendido en flagrante mentira. El Diccionario de la Lengua española la define como la “turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”.

Los requisitos imprescindibles son el reconocimiento de la mentira y la consciencia de que este proceder es equivocado, deshonroso y humillante. Es la mezcla entre confesión y moralidad. Pero ¿qué sucede cuando falta la moral? La ausencia de este componente explica, que no justifica, que se pueda mentir sin vergüenza. Hacer justo lo contrario de lo que se había dicho unas semanas antes obligaría, al menos, a intentar ofrecer una justificación. Cuando no se reconoce, no es necesario ni explicar, ni justificar. Nada.

La palabra, su expresión, da cuerpo, forma, a un hecho y sobre éste, se articula la explicación y la justificación, piezas esenciales de la confesión y el perdón. Sí, el perdón. La negación del hecho conduce a todo lo demás. Los ciudadanos atónitos asisten al espectáculo de la desvergüenza. Y de la falta de respeto: el máximo atentado a la dignidad del ciudadano. Se me niega el reconocimiento de que mi opinión, mi perdón, es importante para el gobernante.

Me engañan, no me piden indulgencia y, además, me quieren convencer de que nunca ha existido la mentira. Se revierte contra mí el proceder desvergonzado del gobernante. La carta de Sánchez lo dice todo. Finaliza con una solicitud: “Solicito también tu compromiso y tu colaboración para trazar, difundir y defender la acción de ese gobierno de coalición progresista frente a todos los obstáculos que nos interpongan en el camino”. Ni una sola palabra de contrición.

Este proceder alimenta el descrédito de las instituciones y el alma que le da vida: la política. El demérito de la política y de los políticos. Más gasolina al incendio que se vive en España en el peor momento posible. Y luego se extrañan del incremento de la ultraderecha. Son ellos los que la alimentan creando un círculo “virtuoso” en el que frente-populismo y ultra-derecha se necesitan para seguir creciendo. Sin verdad no hay confianza, afirmaba el historiador Timothy Snyder, en su libro El camino hacia la no libertad (2018).

Y ¿cómo puede existir y funcionar un Estado democrático de Derecho sin confianza cuando es la seguridad la que le da sentido? La mentira, convertida en política, ensalzada como estrategia ganadora por los ciegos que ignoran, con avaricia, la Historia de España es la que cava aún más la fosa en la que se va enterrando poco a poco la legitimidad de nuestras instituciones. Precisamente, aquellas que nos salvan de la barbarie y en mitad del ataque de los bárbaros. Tu mentira me embriaga, y mi alma se abreva en el odio y la sinrazón; en la desunión. Tu mentira es la enemiga de la democracia.

(Expansión, 19/11/2019)


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