Nuestra cultura política y, también, ciudadana, es muy jurídica. Y no nos debe resultar extraño si contamos con más de 110.000 abogados colegiados y más de 60.000 estudiantes de Derecho matriculados. Si añadimos el importante número de licenciados en Derecho entre nuestros políticos, en todos los niveles territoriales de poder, es lógico que el Derecho filtre las reflexiones de unos y de otros. Una de las consecuencias es que se tiende a considerar que basta con el cambio de una ley o de una disposición reglamentaria para que se solucionen los problemas. Es frecuente que políticos y ciudadanos propongan la aprobación de normas para solventar cualquier dificultad. Incluso antes de su aprobación, cuando es un mero proyecto, los periódicos se hacen eco de sus resultados seguros. Los políticos abusan de este proceder y alientan la ilusión regulatoria. La Ley cae presa del populismo. Es el caso, por ejemplo, del proyecto de Ley de Estatuto del Alto Cargo de la Administración General del Estado. El Gobierno, con su proyecto, pretende regular por Ley el uso de los coches oficiales, así como los gastos de representación. No es razonable. Y no lo es, desde el punto de vista de la razón jurídica, de la razón técnico-jurídica; aunque tiene sentido desde el punto de vista político. Se intenta ofrecer una solución a la alarma social suscitada por los casos de corrupción y, en general, los abusos de la política. Mas el medio elegido es inadecuado, ya que, escogido bajo el peso de la obnubilación de la Ley, se aspira a que con su aprobación todo cambie, todo se solucione, dando satisfacción al anhelo ciudadano. Y esto es falso. La efectividad de la solución legal dependerá de su capacidad para amenazar de manera creíble al posible incumplidor, transmitiéndole la certeza de que su infracción será castigada. Cuando no existe tal amenaza, ni la Ley, ni la mejor ley, será capaz de corregir o de solucionar nada y, aún menos, contribuir al progreso o impulsar la economía de España. Es esencial el papel de los encargados de velar por su aplicación. Unas leyes malas, con unos aplicadores razonables y sensatos, pueden ofrecer condiciones adecuadas para el progreso, que otras buenas con nefastos aplicadores o corruptos no podrían, y aún menos cuando concurren leyes malas y aplicadores peores, caso de las tiranías o de los Estados menos desarrollados.
Se ha teorizado sobre el fracaso de los Estados en los que las instituciones económicas y políticas son extractivas y, en cambio, en el éxito de los que cuentan con las inclusivas. En nuestro caso, un Estado democrático de Derecho e integrante de la Unión Europea, la relación entre instituciones económicas y políticas inclusivas viene delimitada, con intensidad creciente, por la Unión; la que cada vez es más unión. Sin embargo, paradójicamente, es una unión de leyes, de normas, pero no de aplicadores. Éstos siguen siendo fundamentalmente estatales. Son los Estados los que deben ejecutar/aplicar las normas de la Unión. Las instituciones inclusivas están soportadas por unos custodios estatales. Su importancia suele quedar oculta frente a la regla, a la norma, a la ley. Es verdad que necesitamos las “mejores mínimas leyes”. Se habla de la "regulación económica eficiente", el nuevo mantra que se nos repite. Ni menos ni más eficiente. La mejor y la mínima es la que menos intromisión produce, o sea, la que no existe, y cuya aplicación, caso de existir, está en manos de los mejores: de los mejores funcionarios, de los mejores reguladores, de los mejores jueces, etc. No creo que el Derecho pueda cambiar la sociedad; creo que puede empeorarla y aún más si sus custodios, en particular, los jueces, no son capaces o no pueden desarrollar su función de garantía de la ley y de las libertades. Se requieren más y mejores medios. Y mayor independencia para que estén sometidos, exclusivamente, como dispone la Constitución, al imperio de la Ley, sin que directriz política alguna, expresa o implícita, los aleje de su cometido. No creo que el Derecho contribuya al progreso. Creo que puede ser un obstáculo cuando está integrado por malas leyes y, además, aplicado por malos reguladores. La maldad se reduplica y la libertad se oscurece bajo la sombra de unas leyes que están pensadas para que celosos arbitrarios indulten a la arbitrariedad.
Se ha teorizado sobre el fracaso de los Estados en los que las instituciones económicas y políticas son extractivas y, en cambio, en el éxito de los que cuentan con las inclusivas. En nuestro caso, un Estado democrático de Derecho e integrante de la Unión Europea, la relación entre instituciones económicas y políticas inclusivas viene delimitada, con intensidad creciente, por la Unión; la que cada vez es más unión. Sin embargo, paradójicamente, es una unión de leyes, de normas, pero no de aplicadores. Éstos siguen siendo fundamentalmente estatales. Son los Estados los que deben ejecutar/aplicar las normas de la Unión. Las instituciones inclusivas están soportadas por unos custodios estatales. Su importancia suele quedar oculta frente a la regla, a la norma, a la ley. Es verdad que necesitamos las “mejores mínimas leyes”. Se habla de la "regulación económica eficiente", el nuevo mantra que se nos repite. Ni menos ni más eficiente. La mejor y la mínima es la que menos intromisión produce, o sea, la que no existe, y cuya aplicación, caso de existir, está en manos de los mejores: de los mejores funcionarios, de los mejores reguladores, de los mejores jueces, etc. No creo que el Derecho pueda cambiar la sociedad; creo que puede empeorarla y aún más si sus custodios, en particular, los jueces, no son capaces o no pueden desarrollar su función de garantía de la ley y de las libertades. Se requieren más y mejores medios. Y mayor independencia para que estén sometidos, exclusivamente, como dispone la Constitución, al imperio de la Ley, sin que directriz política alguna, expresa o implícita, los aleje de su cometido. No creo que el Derecho contribuya al progreso. Creo que puede ser un obstáculo cuando está integrado por malas leyes y, además, aplicado por malos reguladores. La maldad se reduplica y la libertad se oscurece bajo la sombra de unas leyes que están pensadas para que celosos arbitrarios indulten a la arbitrariedad.
(Expansión, 20/05/2014)
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