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Mínimos reguladores, mínima regulación, mínima restricción y mínima distorsión a los mercados

Primero fue la regulación, y luego los reguladores; primero fue la intervención y luego surgió la necesidad de neutralizar-controlar al regulador. Éste ha sido el sino histórico. En el mundo norteamericano cualquier intervención pública que afectase a los derechos y, en particular, a la propiedad era inadmisible y sólo estuvo reservada a los Tribunales, o se hizo con su autorización. El paso siguiente, y lógico en aquel contexto constitucional, fue crear unos seudo-tribunales; unas agencias que combinaban la flexibilidad de las Administraciones con las garantías de los Tribunales. Fue necesario rodear a la intervención de garantías. La neutralidad política fue la consecuencia pero no era el objetivo. Éste era indudablemente el que la intervención fuese respetuosa con los derechos y, en particular, con la propiedad. La primera exigencia era que la intervención fuese estrictamente indispensable. Es elocuente, por esta razón, que las controversias jurídicas que acabaron ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos, se plantearon con ocasión de situaciones de calamidad social en donde la intervención presionaba a la propiedad hasta unos extremos desconocidos. Había que garantizar que era la necesaria. Desde sus orígenes en Estados Unidos, la intervención era tan imprescindible como criticable. Fue el mal menor. Ésta es la cuestión: era un mal imprescindible pero que suponía más poder para la Administración, tanto estatal como federal, que debía ser limitado y controlado. La independencia de los reguladores era concebida como uno de los mecanismos de limitación y control.

La independencia de los reguladores fue el resultado de la transacción: no puede ser un Tribunal; que sea una Agencia pero con unas garantías equivalentes a las de aquel. En nuestro caso, el proceso de independización de los reguladores ha sido radicalmente distinto. El punto de partida fue distinto no sólo en cuanto a la base ideológica y jurídica (la propiedad como derecho fundamental y su garantía judicial), sino por la normalidad con la que la intervención era concebida. Entre nosotros, lo “natural” era y es la intervención pública, correlativa a un Estado fuerte, considerado como brazo ejecutor de los procesos históricos de transformación de la nación. Entre nosotros, el Estado es el principal actor del cambio; los ciudadanos los meros espectadores; una base histórica muy distinta a la norteamericana.

La independencia de los reguladores fue y es utilizada como una excusa, como un argumento de justificación de la intervención. Ha actuado como una cortina tras la que ocultar la intervención. Según parece, el que el regulador sea independiente hace la regulación mejor y menos intrusiva. La intervención ha seguido desempeñado un extraordinario protagonismo tanto en el ámbito de los sectores tradicionales (banca, bolsa y energía) como en los nuevos sectores (telecomunicaciones). Nada ha cambiado para que todo siga igual. La intervención en manos de reguladores independientes sigue siendo intervención. Esta cualidad del regulador no cambia la naturaleza de aquélla. Aquí creo que está la muestra más sobresaliente de la ingenuidad política de los ciudadanos. Han creído que la independencia conducía a la neutralidad y ésta a la mejor regulación posible. Esto no ha sido así.

En nuestro caso, la crisis del regulador independiente no ha venido por su ineficiencia en la gestión de sus competencias, sino por su politización. Nuestra democracia gira alrededor de partidos políticos muy fuertes. La dirección de los partidos tiene unos poderes extraordinarios que condicionan la acción del partido, pero también de la democracia. Es elocuente lo que sucede en los congresos de los partidos. Es irrelevante qué es lo que puede distinguir a unos candidatos de otros; lo único relevante son las cualidades personales del líder quien, una vez elegido, pasa a ostentar todos los poderes y prerrogativas. El más sobresaliente de éstos es el poder para la confección de las listas electorales. A este poder contribuye un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas. Ocupar uno u otro puesto en la lista, marca la distancia entre salir elegido o no. Este poder sirve decisivamente para disciplinar el partido en todos los ámbitos, incluso, el territorial, pues los líderes regionales lo replican. Unos partidos fuertes, disciplinados alrededor de su correspondiente líder, convierten a las elecciones en un enfrentamiento de liderazgos. El principal momento de la vida democrática, las elecciones, está condicionado por los líderes y los partidos. A partir de esta fuente, toda la democracia queda limitada. No puede extrañarnos el que esta contaminación afecte a las instituciones jurídico políticas que hacen de la independencia, la neutralidad y la gestión técnica sus señas de identidad. Es el caso del Poder Judicial, pero también, el de los reguladores.

En el caso del Poder judicial, la elección de todos los miembros del órgano de gobierno de los jueces por el Congreso y el Senado hace posible que la partitocracia se replique en este órgano y, por esta vía, se intoxica políticamente dicho gobierno. Las acusaciones de politización de la Justicia tiene en este mecanismo un argumento fuerte. Se hace imprescindible crear barreras que la dificulten o la impidan. La Justicia necesita mantener intacta su legitimidad. Un Poder judicial legitimado es un poder que desarrolla su función con más eficacia, lo que contribuye a la paz social.

En el caso de los reguladores independientes, la politización ha mermado, igualmente, la legitimidad. Ésta, a su vez, condiciona la eficacia e, incluso, pone en cuestión su propia existencia. ¿Están justificados unos reguladores que son los brazos ejecutores de los criterios políticos en los sectores económicos correspondientes? La respuesta es necesariamente negativa. Los reguladores, o son independientes, o son innecesarios. La supresión se plantea como una alternativa viable. No es un accidente el que se haya planteado la reforma de los reguladores e, incluso, la refundición y supresión de algunos. Su politización los ha convertido en peleles en manos del debate político. Hoy más que nunca son prescindibles. Cuando se ha liquidado el capital de legitimidad, cualquier “solución” es posible.

A mi juicio, no podemos perder de vista que el problema que acucia a los reguladores no es su propia existencia, sino una existencia marcada por la politización, la cual es uno de los rasgos más sobresalientes de la partitocracia reinante en nuestra democracia. El problema es la politización y, en un segundo plano, el cómo reformarlos para acomodarlas a las nuevas realidades del mercado.

Es muy difícil reducir el poder de la partitocracia en relación con los reguladores. Éstos tienen un poder importante en sectores importantes. La tentación de la colonización política es muy fuerte. Además, precisamente porque el poder en sus manos es muy importante, es muy valioso. Solemos considerar exclusivamente aquella colonización, pero la captura por los intereses del sector correspondiente es también una amenaza no meramente especulativa.

La independencia de los reguladores se mueve entre la colonización política y la captura por los intereses regulados. Es paradójico que aquella misma independencia puede contribuir a estos dos fenómenos que comento. La independencia separa al regulador del tronco de la Administración, tanto para ganar en criterio técnico en la gestión de sus competencias, como para alejarlo de los mecanismos de control que dificultan aquellos dos fenómenos. En otros términos, la independencia también es soledad que facilita la captura por unos u otros intereses. Los mecanismos internos de control, propios de la Administración directa, podrían, en cierta medida, dificultarla.

No creo que el cambio del sistema de nombramiento de los miembros de los organismos reguladores pueda frenar los procesos indicados. Ya se han probado distintos medios y el resultado es el mismo. En el momento presente, con carácter general, el artículo 13 de la Ley 2/2011, de economía sostenible, establece un procedimiento de nombramiento por el Gobierno, previa comparecencia del Ministro y de las personas propuestas como Presidente y Consejeros ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. La comparecencia versa sobre la “capacidad” de los candidatos, a la que se sumará, en el caso del Presidente, el examen del “proyecto de actuación sobre el organismo y sobre el sector regulado”. Aunque el término “capacidad” no es el correcto para referirse a la cualificación y competencia del candidato, la comparecencia debería ser el trámite que permitiera el examen de sus méritos para actuar con criterio técnico propio, o sea, con independencia de criterio.

Aún con estas medidas adoptadas, basta ojear los currículo de los miembros de algunos organismos reguladores para comprobar cómo se incumple, en algunos casos, de manera escandalosa, el que los nombramientos se hayan producido entre “personas de reconocido prestigio y competencia profesional”, tal y como exige el citado artículo. Probablemente, el precepto podría ser más explícito al exigir la competencia en el ámbito del sector regulado. Estas circunstancias son las que han contribuido al descrédito de los reguladores. Cuando la única competencia exigida es la política, el contagio político ya está asentado en las mismas bases del nombramiento. Más que establecer mecanismos de garantía de la independencia, hay que desarrollar entre nuestros políticos la cultura de respeto institucional: éstos, como verdaderos servidores del Estado, deberían ser los primeros interesados en que las instituciones mantengan o, incluso, engrandezcan su capital de legitimidad porque cuanto mayor sea éste, más eficaz y eficiente será su gestión y, en consecuencia, serán mayores los beneficios que obtengan los ciudadanos. Cuando los nombramientos obedecen a criterios políticos, se está liquidando el capital de legitimidad imprescindible para que el regulador pueda desempeñar su cometido.

La Ley 2/2011 ha hecho un considerable esfuerzo para mejorar la transparencia y el control de estos organismos. El artículo 20 de la Ley establece que el “organismo regulador hará públicas todas las disposiciones, resoluciones, acuerdos e informes que se dicten en aplicación de las leyes que los regulan, preservando, en todo caso, aquellos aspectos que afecten a la confidencialidad a la que tienen derecho las empresas” y en particular, las que se enumeran sobre el organismo, sus acuerdos, los informes en que se basan las decisiones, la memoria y otras informes anuales tanto del organismo como del sector, el plan de actuación, las reuniones con empresas y organismos, así como la preparación y tramitación de las normas. Es una relación muy completa que debería aportar transparencia al organismo. La realidad, como se puede comprobar en las páginas Web de los organismos, es bien distinta. La información publicada es incompleta, como por ejemplo, cuando la CMT da cuenta de las reuniones de las empresas, en donde se limita a indicar el día y la hora, pero nada más. Tampoco se publican los informes que sirven al regulador para adoptar sus decisiones. En definitiva, todavía queda mucho por avanzar para que lo previsto en la Ley se haga realidad.

El artículo 21 de la Ley complementa lo dicho sobre la transparencia con el control parlamentario. Éste se proyecta exclusivamente sobre el presidente del organismo. Al menos, una vez al año, el Presidente comparece ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados para exponer las líneas básicas de su actuación y sus planes y prioridades para el futuro. A continuación se añade, con la duda de si es o no una comparecencia distinta, que las comparecencias anuales estarán basadas en las memorias anuales de actividades y los planes de actuación de los Organismos y servirán para el examen anual de los organismos por parte de la Cortes Generales. Por un lado, es una comparecencia de control del Presidente y, por otro, del organismo. Es más, se añade que habrá un “examen anual de los Organismos”, el cual lo será por parte, no de la Comisión del Congreso, sino por las Cortes Generales.

No se especifica qué sucede si la Comisión manifiesta su rechazo a tales extremos. ¿Qué sucedería si se produjese dicho rechazo? No habría forma alguna o cauce para canalizar tal rechazo. Si esto es así, ¿qué sentido o justificación tiene la comparecencia? Y, sobre todo, ¿por qué se habla de “control” parlamentario? Es un control sin castigo y sin mecanismo por virtud del cual el rechazo pueda alumbrar alguna iniciativa. La única podría ser la promoción de una proposición de ley para la reforma del regulador y de la regulación.

Por último, cada tres años se prevé una evaluación, por parte de la Comisión del Congreso, tanto de la actuación del organismo como del presidente. Cada tres años, los organismos presentarán una evaluación de sus planes de actuación y los resultados obtenidos para poder valorar el impacto del organismo en el sector y el grado de cumplimiento de las resoluciones dictadas. Estas evaluaciones constituirán el objeto de la comparecencia especial del presidente.

La soledad del regulador, sostén de la independencia, se pretende corregir por la vía de la unificación de reguladores. No sólo razones económicas, sino también jurídicas y políticas, podrían aconsejar dicha operación. El problema se plantea en el cómo llevarla a cabo. Hay una diferenciación radical entre los reguladores ex ante y los ex post. Estos últimos serían los de defensa de la competencia. La combinación entre unos y otros podría plantear problemas. En cambio, éstos podrían no darse en el caso de los reguladores ex ante. En este caso, se debería producir alrededor de grandes áreas más o menos próximas. Los reguladores financieros, como ya se ha planteado, podrían refundirse en un único regulador. El regulador de banca, bolsa y seguros podría confluir en un único regulador. No parece que sea el mejor momento para llevar a cabo esta operación. En plena reforma del sistema financiero, la unificación de reguladores podría añadir un ruido absolutamente innecesario. El regulador de comunicaciones, audiovisual, servicios postales, aeroportuarios y energía podrían unificarse en un único regulador. Sería el regulador de un amplio elenco de sectores económicos regulados. La amplitud sería tal que, a la vista de las diferencias, debería dar lugar a secciones dentro del organismo correspondiente. Podría haber ahorros al compartirse unos gastos comunes. No creo que sea una cantidad importante.

Mayor calado tiene la reflexión sobre la subsistencia de alguno de los reguladores. Es el momento de reflexionar acerca de si alguno de los mercados están lo suficientemente maduros como para que la intervención ex ante pudiera desaparecer o, en su defecto, reducirse. No me parece razonable ni, incluso, constitucional, el control administrativo del contenido de las comunicaciones audiovisuales. Hasta este momento nuestra democracia ha funcionado, sin merma de la libertad, sin un supervisor de estos contenidos. La supresión, incluso antes de su constitución, podría ser una medida razonable de ahorro. La experiencia, bastante negativa, del CAC catalán debería hacer reflexionar sobre la oportunidad, la pertinencia e, incluso, la corrección jurídica de este tipo de reguladores. A mi juicio, este tipo de control sólo puede estar en manos de los Tribunales. Se trata del control del contenido de un derecho fundamental. No se trata de la garantía de la libertad de empresa, sino de un derecho fundamental como el de expresión. A los jueces les debe corresponder en exclusiva su protección.

En el caso de las telecomunicaciones electrónicas, el grado de competencia alcanzado en algunos sectores del mercado, como el de la telefonía móvil, pero también de internet, podría suscitar la reflexión de si está justificado el mantenimiento de un regulador con las características del presente. Sería quizás el momento de pasar de un regulador esencialmente ex ante a otro ex post. Entiendo y soy consciente de que el Derecho de la Unión Europea parece decantarse por la exigencia de aquellos reguladores. La configuración de este regulador debe adecuarse a las características y condiciones de los mercados regulados. Cuanto mayor competencia, menor regulación. Ésta sólo es un mecanismo transitorio en aquellos mercados donde la competencia puede ser introducida y potenciada, como sucede con el de las comunicaciones electrónicas. Situación muy distinta es la de la energía. En este caso, las condiciones de monopolio natural del transporte y la distribución, más la posición oligopolística de las empresas, hace que la regulación ex ante sea inevitable. Una propuesta podría ser, a la vista de lo expuesto, un regulado ex ante de los mercados en transición y otro de los mercados con restricciones estructurales. El primero, incluso, podría confluir con el del regulador ex post, puesto que éste debería ser el desiderátum. En cuanto al segundo, en cambio, no parece que las restricciones estructurales vayan a cambiar ni a medio ni a largo plazo. En esta situación se encuentra, en exclusiva, el mercado de la energía. Respecto de éste, sí parecería razonable la continuación de un regulador sectorial, el de la energía. En cambio, los demás mercados que provisionalmente sufren algún tipo de restricción que tendencialmente debería desaparecer, o bien se integran en un único regulador, o bien confluyen con el regulador ex post, puesto que la evolución normal de estos mercados es -o debería ser- quedar sometidos al control de los organismos de defensa de la competencia.

La reflexión sobre los reguladores quedaría incompleta sin la relativa a la regulación misma. Menos reguladores pero también mejor regulación. El cambio necesario, en este punto, de carácter cultural, es aún mayor. No es fácil que nuestros políticos, y también, los directivos de las Administraciones, entiendan que la mejor solución no es necesariamente aprobar una nueva norma. Hay otras soluciones, las cuales, incluso, contemplan la de eliminar las normas existentes. La producción normativa de un Estado con el grado de descentralización territorial como el nuestro es elevadísima. Es tan ingente que provoca un evidente problema de seguridad jurídica, el cual afecta, incluso, a los expertos en la materia correspondiente. Es difícil determinar cuál es la norma aplicable, cuando los productores jurídicos son tantos y tan incontinentes. Es el momento de introducir el elemento cualitativo en la producción normativa. No se necesita más regulación, sino mejor. Esto comprende, en particular, las normas, pero es igualmente extensible a cualquier medida que se adopte. En el caso de los reguladores, esta preocupación debería ser central. Ellos están incentivados en regular incluso en exceso para poder justificar su propia existencia: hacer algo, entre nuestros políticos, pero también entre nuestros reguladores, es aprobar una nueva norma. Y no hay una reflexión evaluadora de lo ya hecho, para determinar cuál ha sido su eficacia y si los costes que ha impuesto justifica los éxitos -caso de haberlos- alcanzados.

La política de mejora de la regulación o de calidad de la regulación -la PQR- es, entre nosotros, un nuevo ámbito de la política. En el mundo anglosajón tiene una enorme tradición. Es la consecuencia de la liberalización: liberalizar actividades supone eliminar o suprimir normas que la esclavizan. Y ¿qué sucede con las nuevas medidas? Habrá que evaluar su calidad. Esto significa anticipar qué efectos podría tener la medida propuesta, qué costes podría implicar para todos los operados y si tales costes se justifican con los beneficios que se podrían obtener. Al final, habrá que decidir si es conveniente adoptar la medida, si es conveniente, en cambio, no adoptarla o establecer otras medidas. En definitiva, hoy en día evaluamos los efectos ambientales de cualquier tipo de proyecto, pero no evaluamos los efectos de un proyecto aún más importante como son los de ordenación social y sus eventuales impactos sobre todos los ámbitos de la sociedad. Es un contrasentido evidente.

La Ley 2/2011 también ha pretendido marcar la senda en esta nueva dirección. Aunque sólo regula la mejora de la reglamentación administrativa (puesto que sólo habla de la actividad normativa de las Administraciones) es un primer paso en la dirección correcta. Por un lado, enumera los principios que deberán seguirse en orden al ejercicio de la iniciativa normativa al proclamar que “el conjunto de las Administraciones Públicas actuará de acuerdo con los principios de necesidad, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia, accesibilidad, simplicidad y eficacia.” En la iniciativa normativa quedará suficientemente justificada la adecuación a dichos principios (art. 4.1). Y, por otro, regula los instrumentos para la mejora de la reglamentación: i) el análisis previo de iniciativas normativas para “garantizar que se tengan en cuenta los efectos de todo tipo que éstas produzcan, con el objetivo de no generar a los ciudadanos y empresas costes innecesarios o desproporcionados, en relación al objetivo de interés general que se pretenda alcanzar”; ii) la consulta pública; y iii) la evaluación a posteriori de la actuación normativa, “disponiendo el establecimiento de los correspondientes sistemas de información, seguimiento y evaluación” (art. 5). Por último, la revisión periódica y el seguimiento de la mejora regulatoria (arts. 6 y 7).

La proporcionalidad es el parámetro esencial para la valoración de todas las medidas regulatorias, y no sólo las normativas, como hace la Ley 2/2011. En el caso de los organismos reguladores, tienen importancia tanto las normas como los actos u otras decisiones singulares que éstos adoptan. Las medidas de los reguladores deberían basarse en la acreditación de que “no existen otras medidas menos restrictivas y menos distorsionadoras que permitan obtener el mismo resultado” (art. 4.3) porque es relevante “evitar la introducción de restricciones injustificadas o desproporcionadas al funcionamiento de los mercados” (art. 6.3).

Este desiderátum regulatorio debería estar colocado en el frontispicio de todos los reguladores. No se necesitan más reguladores como tampoco más regulación; tampoco menos reguladores ni menos regulación, pero sí menos restricciones, aquéllas que son desproporcionadas. La libertad sí marca el sentido de la reforma, no la intervención. Se necesitan los reguladores y la regulación necesaria. Hay que volver a pensar en cuál es la necesaria, cuál es el alcance de la necesidad, pero desde el objetivo de la mínima intervención necesaria, o sea, la proporcionada: las medidas menos restrictivas y menos distorsionadoras del mercado. Esto es lo que dispone la Ley 2/2011. Los reguladores y la regulación deben ser los necesarios para producir la mínima restricción y la mínima distorsión. Éste es el objetivo.

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