La corrupción, o mejor dicho, la percepción de la corrupción, es uno de los indicadores utilizados por los autores del World Happiness Report para evaluar la felicidad. Los otros son la renta per capita, la expectativa de vida, el apoyo social en caso de problemas, la libertad y la generosidad. No todos contribuyen por igual a medir la felicidad. Los criterios económicos tienen un mayor peso, pero cuenta también la corrupción. Es elocuente que la confianza en las instituciones se mida por relación a la corrupción, tanto pública como privada. Cuanto mayor sea, menos confianza habrá. Es uno de los elementos de lo que identifican como “capital social”. La confianza. Ese capital redunda en un mejor funcionamiento de las instituciones. Mayor confianza, menor gasto en reforzar instituciones de garantía del cumplimiento. No se necesita reforzar los controles públicos y privados, porque socialmente se han creado mecanismos propios, para crear un clima colectivo, donde lo “normal” es cumplir las normas. Tanto en los negocios como en la vida pública. En cambio, si el capital social es inferior, habrá mayor desconfianza, lo que deberá ser compensado con instituciones y reglas más intrusivas. Y aumentará el coste de hacer negocios. Se necesitará incorporar al precio, el default del fraude.
Nuestra posición en el ranking ha empeorado. España está incluida entre los países en los que mayor variación negativa se ha producido entre los dos periodos de los informes realizados; el que comento, el del periodo 2012-2014, y el anterior 2005-2007. Respecto del anterior, como digo, España ha ganado un 0,74 en infelicidad. No es un resultado que nos pueda sorprender. Es la consecuencia de la crisis económica. Y, también, de la corrupción. La percepción se ha disparado desde febrero de 2013, según los datos del Barómetro del CIS. En dicha fecha, pasó a ser, en cifras consolidadas, uno de los tres problemas principales de España (40 puntos). Mientras que en el mes anterior estaba en 17,7. El pico se alcanzó en el mes de noviembre con 63,8 puntos. En el último, marzo de 2015, obtuvo una puntuación de 50,8. La percepción de la corrupción se ha disparado. Es lógico que España alcance el puesto 37 en el ranking de Transparency International. Sin embargo, para los estudios del CIS, los españoles se siguen sintiendo razonablemente felices. Sobre diez, la valoración de la felicidad personal es de media, en febrero, de 7,6. Un dato que poco o nada ha cambiado en estos años. Nunca ha bajado de los siete puntos. Mientras la percepción de la corrupción subía, en los términos expuestos, los españoles han mantenido constante su valoración de la felicidad personal.
El contraste es grande. Mientras que el World Happiness Report valora la incidencia de la corrupción en la felicidad, las encuestas del CIS no confirman este hecho. La diferencia está en qué se entiende por felicidad. En realidad, lo que el World Happiness Report mide, como otros índices, es el bienestar. No la felicidad. Tal vez, hay diferentes conceptos de felicidad y de bienestar. Aquélla es enteramente subjetiva. En las coordenadas culturales españolas, sospecho, es más individual-familiar que social. Es posible ser feliz con una tasa elevada de paro, de crisis económica y de corrupción galopante. Hasta en esto somos diferentes. En cambio, si el análisis es más “colectivo”, nuestro bienestar decae. Un bajo capital social, medido utilizando variables como la confianza social, las redes de ayuda social, la generosidad y el voluntariado, así como la percepción de la corrupción, hace que España caiga, como digo, al puesto 37º, y siga cayendo. Podemos ser individualmente felices, pero colectivamente tristes. Es la grandeza de España, mientras que las estructuras del régimen político administrativo se tabalean, los españoles somos razonablemente felices. Esta tristeza institucional y esta felicidad personal producen un resultado paradójico. Por un lado, tiene la vertiente negativa del victimismo y el derrotismo. Mas sólo en lo institucional. Y, por otro, la positiva del optimismo. A pesar de la adversidad, hay un empuje al cambio, a la mejora. Incluso en los peores momentos de la crisis, los españoles no se han sentido terriblemente infelices. Han aguantado. Hemos aguantado. Una suerte de anarquismo político, de desapego institucional. Precisamente, la desconfianza, la falta de credibilidad, nos ha distanciado de las instituciones. Ahora, en el momento histórico en el que nos encontramos, comienzan a vislumbrarse nuevos signos de optimismo, de esperanza, en lo colectivo. Los procesos electorales en curso son el cauce para su expresión. Es como un puente entre la felicidad personal y el cambio institucional, a través del ejercicio de los derechos ciudadanos. Como si la felicidad personal e institucional pudiesen coincidir. El hartazgo frente a la corrupción y el clientelismo del régimen político administrativo así lo quiere. Así lo sostiene.
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