“Las instituciones funcionan”, afirmó la Vicepresidenta del Gobierno en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros celebrado el pasado viernes. Fue su respuesta a la pregunta sobre la valoración que le merecía el denominado caso Rato. ¿Por qué nadie la cree? ¿Por qué nadie cree que las instituciones hayan actuado con independencia e imparcialidad en la persecución de unos hechos ilegales e, incluso, delictivos? El caso Rato puede ser analizado desde distintas perspectivas. En la estrictamente personal, es la implicación de una persona en unos hechos irregulares, con la peculiaridad de que concurren, en dicha persona, unas cualidades políticas extraordinarias. Desde dirigente del PP, vicepresidente del Gobierno, ministro de Economía, artífice del ingreso de España en la unión monetaria,… e, incluso, internacionales: antiguo Director-Gerente del FMI. A éstas se le suman otros adornos, como su poder para influir en el nombramiento de los hoy altos directivos de las antiguas empresas públicas privatizadas en su época de Ministro. En definitiva, la vertiente personal está salpicada de la política, del poder. Hay otra visión, la del régimen. La de las instituciones. La del Estado.
Hoy las instituciones se están utilizando como un poderoso cortafuego con el que parar o, al menos, reducir, el escándalo político. Evitar o reducir los daños políticos que, en el momento presente, tienen un escenario en el que expresarse con contundencia: las elecciones. Se nos dice que todo el mundo es igual ante la Ley. Ésta es como un parámetro objetivo, incluso, de la solvencia moral. La moralidad en el Estado de Derecho y del Estado de Derecho es la de cumplir la Ley. En caso contrario, la medicina reparadora es dispensada por unos órganos del Estado, integrados por funcionarios que actúan con objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad e imparcialidad, y nombrados tras procesos selectivos, en los que el único criterio es el mérito y la capacidad. Los dispensadores de la moral legal son, en última instancia, jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley. Tenemos el cuadro acabado. Una ley respetuosa con los derechos fundamentales que delimita el campo de juego para que la libertad se pueda desenvolver con seguridad. Todos los jugadores conocen anticipadamente las reglas. El juego, el partido, se puede desarrollar; la libertad se puede desplegar. Y el árbitro, el juez, el funcionario, vela por las reglas, aplicándolas con objetividad e imparcialidad. El mundo perfecto. El del Estado de Derecho. En este mundo, la política y las instituciones están separadas. Son los árbitros y sólo los árbitros, los que, al desplegar su función, cumplen con la tarea de castigar a los infractores. Y todos son iguales ante la Ley. No caben diferencias entre iguales.
Este reparto de papeles es bueno para la política, pero también para el Estado de Derecho. Los malos de la política sufrirán los castigos, con independencia de quiénes sean. Los ciudadanos confiarán en la Ley, los órganos del Estado que la aplican, en las instituciones, en el Estado de Derecho. La confianza institucional ofrece seguridad y la seguridad es la aliada perfecta de la libertad. Configura la previsibilidad. Es esencial para la vida y para la libertad. Si hago tal cosa, la consecuencia será esta otra. Si no la hago, no se producirá. El administrador de las consecuencias legales lo hará con imparcialidad, honradez, equidad e igualdad. El mundo perfecto, como digo. Algo falla cuando los ciudadanos españoles no se lo creen. La política no puede protegerse tras las instituciones para minimizar los “daños” de la política. Nadie se lo cree. Nadie cree que los árbitros son independientes e imparciales. Es injusto. Muchos funcionarios actúan con rigor e independencia. El problema no está en las instituciones. Está en la política. Las ha contaminado. Las ha colonizado para su propio servicio. El cómo se elige al Consejo General del Poder Judicial. El cómo se nombra a los miembros de los organismos reguladores. El cómo se elige al Fiscal General del Estado. Incluso, a los directivos de las Administraciones. Todas estas circunstancias han manchado a las instituciones. El efecto halo del que habla Kahneman.
No deja de ser paradójico que, en el misma semana en la que se ha presumido del funcionamiento independiente de las instituciones, por aquéllos, como el Gobierno, para protegerse del caso Rato, el principal partido de la oposición, el PSOE, mantiene el silencio cuando sus más altos representantes en Andalucía, los dos antiguos Presidentes autonómicos y otros altos cargos, como consecuencia del aforamiento, prestan testimonio ante el Tribunal Supremo y, todos, al unísono, en una clara estrategia defensiva, alegan su desconocimiento sobre los informes de la Intervención General de la Junta de Andalucía que alertaban de las irregularidades cometidas en relación con los casos de los ERE y los cursos de formación. Es irónico, la institución de control actuó con independencia, objetividad y sometimiento a la Ley, pero los políticos no se enteraron de nada. De nada. Las instituciones funcionaron, pero la política no se quiso enterar. Porque era la que alimentaba las irregularidades. El descrédito de la política se ha convertido en el de las instituciones porque aquélla ha proyectado su halo sobre éstas. ¿Cómo se puede creer en su independencia? ¿que funcionan con imparcialidad? ¿que todo el mundo es igual? Nadie se lo puede creer porque el régimen político español se ha construido sobre la colonización partidista de las instituciones hasta el descrédito. No pueden ser el cortafuego de nada. Nadie se cree que sean independientes, imparciales, neutrales, … ni aún siéndolo. Ésta es la tragedia de España. La tragedia del Estado de Derecho es que ni actuando como tal, nadie se lo va a creer.
(Expansión 21/04/2015)
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