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Corrupción antisistema


A los españoles nos gusta criticar a España y, en particular, a los demás españoles. Ese cainismo puede ser, también, cómo no, fuente de oportunidades. Ese profundo descontento que nos lleva, incluso, a negar todo lo que hemos conseguido y hasta nuestra capacidad de mejora. El último barómetro del CIS alimenta esta doble sensación. Cainismo y oportunidad. Los múltiples datos nos ofrecen un retrato completo y complejo de la realidad de España y, en particular, de los españoles. Un dato “poderoso”, por sus múltiples lecturas, es el de la valoración ideológica de la corrupción. Al cruzar los datos, con el recuerdo del voto y de la autoidentificación ideológica del encuestado, resultan dos llamativos. El primero, que cuanto más grande es el partido votado, menor valoración de la importancia de la corrupción. Y, el segundo, que el autoidentificado como de derechas, tradicionalmente tiende a minusvalorarla.

Mientras que para el 39,2 % de los encuestados la corrupción se sitúa entre los tres mayores problemas de España, tanto el votante del PP como del PSOE lo valora por debajo de esa media, 31 % y 34,7 %, respectivamente. En cambio, ese porcentaje se incrementa entre los de los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, con porcentajes que van desde el 49,8 % al 44,6 % respectivamente. Más interesante, a mi juicio, es la relación entre la valoración de la importancia de la corrupción y la autoidentificación ideológica del encuestado. Tradicionalmente, cuanto más de derechas es el autoidentificado, menor valoración. Por ejemplo, el 44 % del situado en el puesto 1 de la escala, por lo tanto, más de izquierdas, lo valora como de mayor gravedad. En el polo opuesto, en el puesto 10, más de derechas, reconoce su gravedad sólo el 25 %. Es un resultado, hasta donde lo he podido comprobar, que se repite tradicionalmente.


El análisis de estos datos abre la puerta a todo tipo de consideraciones, todas ellas, por lo que a mí se refiere, especulativas. Una que me parece sugerente, alimentada por las conversaciones con amigos y compañeros, se refiere a una suerte de resignación que conecta la corrupción con el supuesto ADN de los españoles. Según esta tesis, los españoles llevamos en nuestro ser más profundo la corrupción, la picaresca, la irregularidad, … Si podemos, según esta tesis, engañamos. Es como el castigo divino. Somos así. Y como así somos, así lo seremos siempre. Cuanto más de derechas, más participación de esta idea resignada. Es como el pecado original que los españoles todavía tendremos que redimir. Podría ser. Esto podría coincidir con la valoración que se hace de la “crisis de valores” como uno de los grandes problemas de España. Así lo reconoce el 9,4 % de los encuestados autoidentificados como de “derechas” (escala 10), frente al 2,4 % de los autoidentificados como de “izquierdas” (escala 1). Insisto, podría ser una hipótesis. Esta podría confirmarse con la tradicional infravaloración, respecto de la media, que hace el autoidentificado como de derechas (escalas 7, 8, 9 y 10).

No creo ni en los castigos divinos ni en el determinismo ni, aún menos, en la resignación. En general y, en particular, en relación con la corrupción. Que la autoidentificación ideológica condicione o sea condicionada por la valoración de los problemas y, en particular, el de la corrupción, no quiere decir que el ciudadano no sea sensible a ella. Que esté por debajo de la media no le hace cerrar los ojos ante lo que está sucediendo, por lo que también reacciona al compás de la estimación general. También es cierto que si los votantes de los dos grandes partidos son menos “sensibles”, se puede estar enviando mensajes equivocados respecto de la tolerancia sobre la corrupción y su eventual castigo. Su rechazo llega tarde y mal. El sistema político no reacciona. La sombra de ilegitimidad se proyecta y se engrandece. Se infecta tanto y tan gravemente que fuerzas antisistema y contrarias a la Constitución se han beneficiado. En la actualidad, lo podemos comprobar.

La explosión de la corrupción que afecta a los dos grandes partidos y, en particular, al PP, se acompaña de la eclosión de fuerzas antisistema. No es una mera coincidencia temporal. Es algo más y más esencial. La corrupción es antisistémica. Entre nosotros parece como si fuese la otra cara del poder. No sólo en su dimensión micro, sino también macro. Si no se tiene el poder, no hay “mercancía” que vender. Todos los partidos que lo han “tocado” caen en la tentación de su “venta”. Esto les afecta con independencia del color político. El problema se plantea cuando la corrupción deja de ser una contrariedad de un partido para convertirse en un “defecto” del sistema político en el que han desarrollado su actividad. La corrupción del partido se convierte en la del régimen político. Así sucede por la debilidad de los mecanismos, políticos, pero también jurídicos, para su depuración, cuando los partidos, los del poder, han entendido que su electorado no les castigaba suficientemente, como ha sucedido, al menos inicialmente, en Andalucía y en Valencia, por poner los dos ejemplos extremos. El gran beneficiado han sido aquellas fuerzas que han criticado no sólo la corrupción sino lo que ellos y sus electores han entendido como el gran culpable: el régimen político en el que los dos grandes partidos han desplegado su actividad.

En definitiva, la resignación frente a la corrupción ha creado un gran monstruo que es el que ahora tenemos que gestionar: la proliferación de las fuerzas que no sólo quieren acabar con la corrupción sino con el régimen democrático que, por su débil capacidad para la depuración, ha sido identificado como el responsable de la misma. Han convencido a muchos que para eliminar la fruta podrida la mejor solución es corta el árbol. Éste es el peligro del momento presente. No se ha entendido que la corrupción es, sobre todo, antisistema.

(Expansión, 09/02/2016)

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