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¿Sueñan las izquierdas con organismos públicos?


Philip K. Dick (1928-1982), uno de los grandes de la ciencia ficción, escribió un libro mítico titulado “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Fue la novela que sirvió de inspiración a la película “Blade Runner” (1982) dirigida por Ridley Scott. La tesis del libro (y de la película) es la confusa separación, en el contexto post-apocalíptico, entre los humanos y los no-humanos, casi humanos, los replicantes. Muy pocos criterios valían para discernirlos. En el discurso político, también necesitamos marcadores para distinguir a unos de otros; a la izquierda de la derecha. Uno podría ser el estatismo. Es una de las señas de identidad de la izquierda. La fe, casi ciega, en que todo se resuelve con más Estado. Las consecuencias “accesorias”, menos libertad y más gasto público, son secundarias. Son los males menores.

Pete Welsch from Washington, DC, USA - Philip K Dick
Tanto el programa presentado por el PSOE, como el documento de Podemos, nos ofrece una muestra de lo que digo. En el primero, encontramos propuestos unos 20 nuevos organismos, agencias, consejos, autoridades, oficinas, observatorios, grupos de trabajo o de expertos, mesas, … toda la modalidad a la que estamos acostumbrados. El de Podemos no desfallece en el empeño organizativo. Hallamos otros tantos: oficinas (así la de derechos humanos, la de emigración, reforma de la Administración, …), consejos (como el de “Naciones y Comunidades”, grandes ciudades, Administración local, …), comisiones, y un larguísimo etcétera, sin olvidar la “reconstrucción” que hace de la Administración General del Estado y del Gobierno, con Ministerios y Secretarías de Estado, según sus coordenadas políticas. Ni una sola palabra dedicada a la supresión o extinción de los existentes; los que sean. Nada.

¿Por qué razón no se contempla revisar organismos, leyes y políticas como condición para crear, aprobar o adoptar nuevas? En España, la política es como construir un rascacielos. Más y más plantas. Crecer y crecer. Nadie se pregunta si las viejas plantas, las más antiguas, están obsoletas, por lo que cabe o su desaparición o su reforma. Es un estatismo, no sólo ideológico; también inercial. Hay como una dinámica estatalista, superior a la de los partidos. Por ejemplo, en el ámbito de la legislación administrativa, se regula, con profusión, la creación de órganos y organismos, pero, en cambio, se “olvida” la de su extinción, o, incluso, la exigencia de que se sometan a revisión para determinar si continúan siendo o no “útiles”. Ni la reciente Ley 40/2015 del sector público corrige esta tradicional omisión, como sucede, por ejemplo, con las empresas públicas. Ni se contempla supuesto específico alguno que aboque a su extinción cuando, por ejemplo, no se hubiesen cumplido las razones que justificaron su creación, ni tampoco se regula procedimiento alguno a seguir para su desaparición.

El Gobierno del PP llevó a cabo la que nos anunció como una profunda reforma de la Administración bajo el liderazgo de la Comisión para la Reforma de las Administraciones (CORA). Hace unos días, conocíamos un último informe, en el que se incluía un “balance global junio 2013-febrero 2016”. Se nos dice que se han suprimido 2.348 entes públicos (115 en el Estado, 797 en Comunidades Autónomas y 1.436 en el ámbito local). Y, se añadía, que el ahorro que ha supuesto, en su conjunto, es de 33.937,5 millones de euros. Unas cifras espectaculares. No tengo elementos para ponerlas en duda. Ahora bien, se echa en falta algo más que la mera enunciación de unas cifras. Creo que esta ausencia es la que ha suscitado una enorme indiferencia. La tradición estatalista es tan fuerte, que aquéllas resultan muy difíciles de creer. Podrán ser verdad pero, o se acreditan hasta la extenuación, o nadie se lo cree, porque los antecedentes apuntan en otra dirección.

En definitiva, mientras que unos suprimen, otros proponen creaciones sin fin. No hay una política de Estado que asuma que la mejor política es la que elimina los organismos públicos que sean innecesarios u obsoletos, para que el dinero público ahorrado se pueda destinar a otros fines más productivos. Un dinero que debería ser administrado como lo haría el “buen padre de familia”, según el criterio decimonónico de nuestro Código Civil. El problema es que nuestros políticos, o no lo consideran como suyo, o aplican esta máxima en el sentido más literal. Según parece, no hay término medio: o derroche o latrocinio. Si se les hiciera, como a los androides de Blade Runner, el test para comprobar sus diferencias políticas, mostrarían una extraordinaria empatía con los organismos a suprimir: sueñan con más y sufren sus penalidades. ¿Sufren por las cargas que suponen para los ciudadanos? Me temo que no. Todos son replicantes.

(Expansión, 23/02/2016)

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