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¿Qué le sucede a la Justicia?

Más de 1 millón de personas, a día de hoy, piden la “inhabilitación” de los jueces de la Audiencia Provincial de Navarra por la Sentencia del denominado caso la Manada. Impresiona.

Como padre, la sentencia es inadmisible. Y, como jurista, incomprensible.

Como padre de una niña de 14 años, comparto el sufrimiento de los padres; y me imagino el terror de la víctima. Ahora, vuelven a vivirlo, por una sentencia injusta.

No puedo aceptar que no haya violencia cuando una mujer joven de 18 años (recién cumplidos) es obligada a mantener relaciones sexuales con un grupo de cinco personas adultas de complexión, algunos de ellos, atlética, violentos, plenamente conscientes de su empeño depredador sexual, en un lugar sórdido y sin posibilidad alguna de escapatoria.

Como jurista, es incomprensible que en la Sentencia de 133 páginas (el resto hasta las casi 371 son las del voto particular) se asuma íntegramente el relato fáctico de la víctima hasta afirmar, en reiteradas ocasiones, que:
“teniendo en cuenta las circunstancias … , consideramos que no podían pasar desapercibidas para los procesados, el estado, la situación en que se encontraba la denunciante que evidenciaban su disociación y desconexión de la realidad; así como la adopción de una actitud de sumisión y sometimiento, que determinó que no prestara su consentimiento libremente, sino viciado, coaccionado o presionado por la situación de abuso de superioridad, configurada voluntariamente por los procesados, de la que se prevalieron” (pág. 106);
“todos los procesados mediante su actuación grupal, conformaron con plena voluntad y conocimiento de lo que hacían, un escenario de opresión, que les aportó una situación de manifiesta superioridad sobre la denunciante, de la que se prevalieron, provocando el sometimiento y sumisión de la denunciante, impidiendo que actuara en el libre ejercicio de su autodeterminación en materia sexual, quien de esta forma no prestó su consentimiento libremente, sino viciado, coaccionado o presionado por tal situación” (pág. 108).
Pero se descarta la violencia o intimidación. La primera, porque no hay elementos físicos (heridas) que la acrediten (pág. 98). Y la segunda, porque el grupo de cinco adultos, de las características expuestas, no ejercieron una intimidación previa, inmediata, grave y determinante del consentimiento forzado (pág. 99).

Es incomprensible. Que un grupo de cinco adultos, de las características descritas, en las circunstancias en la que se encontró la victima, no desplieguen intimidación, es absurdo. Que los magistrados se pongan en la situación de la víctima; enfrentados a ese mismo grupo, seguro que sentirían la misma intimidación que la paralizó.

Al final, todo se resume en si hubo o no prueba de la violencia. La consecuencia no puede ser más perversa: el castigo penal de la agresión requiere que la víctima preste la resistencia suficiente y de entidad adecuada para que el violador la golpee o, incluso, la mate; la “prueba” será indubitada.

Es terrible. La falta de empatía es notable. Creo que la Sentencia será anulada o casada por las instancias superiores. La calificación jurídica no es compatible con el relato de hechos, ni con el sentido común.

La reacción social ha sido desproporcionada, incluso, histérica. Como padre, lo puedo entender. Como jurista y ciudadano, me parece que pone de relieve que el Poder Judicial en España tiene un problema muy grave. Es otra llamada de atención a nuestros políticos para que afronten con decisión su reforma. Que se haya pasado de criticar la sentencia al cuestionamiento de todo el Poder Judicial, que contra él se lancen tan graves acusaciones, merece una reflexión.

Es fácil desviar la atención hacia la regulación penal de los delitos de agresión y de abuso sexual. No pongo en duda el que merecen una reforma. Es más fácil reformar el Código penal que emprender otras reformas aún más necesarias como la del Poder Judicial.

Se debe acabar, definitivamente, con la equivocada configuración del gobierno de los jueces, así como con la provisión discrecional de las plazas de la alta magistratura, en manos de un órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial, bajo sospecha. Pero tampoco puede continuar el peso que tienen las asociaciones profesionales, cuyos vínculos con los partidos políticos son notables, en el reparto de las plazas. En definitiva, se ha de poner fin a la denominada politización de la Justicia.

Es un término confuso que desde lo gubernativo-judicial se ha proyectado sobre el ejercicio de la función judicial. La politización se refiere al cómo se nombra a los miembros del Consejo y a la intervención de asociaciones, vinculadas a los partidos, en el nombramiento de los altos magistrados.

El conflicto de intereses paraliza la reforma judicial. Los políticos se pondrán de acuerdo en la reforma de los delitos, pero no en ceder su cuota de poder para seguir manejando los hilos de la Justicia.

La mancha de la politización se proyecta sobre el ejercicio de la función. La politización del Consejo se convierte en la politización de los jueces, lo que es falso.

Se está arrojando una sombra de duda sobre los jueces que está comprometiendo su imagen de independencia.

El resultado es lo que estamos viendo. Una opinión pública que emite las más graves acusaciones contra los jueces.

El problema que afecta a la configuración institucional del poder judicial se acaba convirtiendo, injustamente, en un problema de valoración de los jueces.

Un Estado democrático de Derecho necesita de un poder judicial independiente. No sólo que lo sea, sino que los ciudadanos tengan el convencimiento de que lo es. No sólo legalidad, también legitimidad.

Estamos viviendo un momento histórico. Las instituciones se tambalean. El secesionismo pone en cuestión desde nuestra democracia hasta la imparcialidad de los jueces. La paralización del Congreso de los diputados, incapaz de aprobar leyes porque el consenso que los ciudadanos exigen es visto por los partidos como una derrota. Los políticos y su comportamiento ponen de manifiesto la corrupción universitaria. Y los jueces, con escasa o nula empatía, adoptan decisiones que arrojan a la calle a cientos de miles de personas y a más de un millón a pedir su inhabilitación.

No podemos prosperar como nación sin unas instituciones de calidad. Y reconocidas como legítimas. En este momento, necesitamos un proyecto de España que se preocupe de dos vectores, en cierta medida contradictorios: por un lado, romper con esa suerte de maldición que como pueblo soportamos que consiste en la baja autoestima que nos inclina a flagelarnos, a culparnos de todos los males que nos acucian, incluso, los ajenos (“los españoles somos así”).

Y, por otro, recuperar la legitimidad de las instituciones; de todas ellas. El bipartidismo, como ha explicado brillantemente Tom Burns en su último libro, creó un modo de entender el “disfrute” del poder basado en la patrimonialización sin responsabilidades; porque nadie las reclamaba. Se podía falsear, por ejemplo, el currículo, porque no había ni exigencia ni castigo. Hasta que los ciudadanos se han hartado.

Es necesario un nuevo proyecto que gestione el hartazgo para alumbrar una nueva política. Y con una directriz esencial: se acabó la impunidad.

(Expansión, 02/05/2018)

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