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Frustración frente al golpe de Estado


Uno de los elementos sobre los que se organiza nuestra convivencia es el de que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado (art. 1.2 Constitución). Su ejercicio alumbra, a través del poder legislativo, normas como el Código penal. Se tipifican aquellas conductas que, por su gravedad, merecen un castigo que implica, por lo general, la privación de libertad. Se pretende ahora que, también, el lenguaje y el debate político queden encerrados en el Código penal.

Como el Tribunal Supremo no ha apreciado el delito de rebelión, ya no se puede hablar de golpe de Estado. Los ciudadanos sólo podemos opinar según las calificaciones del Código y según la interpretación de los Tribunales. El Código encarcela a la democracia. No habrá delito de rebelión; sí hubo golpe de Estado. Que no merezca reproche penal, no descalifica el resultado del debate político. Otra cosa es la opinión que nos merezca el juicio expresado por el Tribunal Supremo que no aprecia la concurrencia de rebelión.

Hemos discutido si hubo o no violencia los días 20 de septiembre y 1 de octubre. El Tribunal lo confirma. Al igual que la complicidad de los Mossos de Esquadra. No hay duda. Hay un relato pormenorizado de los actos violentos. Sin embargo, la cuestión jurídica es otra. No basta la violencia para que los hechos encajen en el tipo penal del artículo 472 del Código penal. La violencia debe ser instrumental para alcanzar una finalidad que es la de la alteración del orden constitucional. El tipo penal enumera varios supuestos, uno de ellos es, precisamente, el de “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”. Alude a “declarar”; no a realizar la independencia; no a culminarla; no a hacerla realidad; no a separar a una parte del territorio nacional. Por lo tanto, la violencia, para encajar en el delito, debe estar al servicio de declarar la independencia.

Sin embargo, el Tribunal señala que la violencia apreciada no era la adecuada. Y no era la adecuada porque no era suficiente. Se necesitaba un mayor grado de violencia para doblegar el orden constitucional: “… desde la perspectiva de hecho, la inviabilidad de los actos concebidos para hacer realidad la prometida independencia era manifiesta. El Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza, militar, policial, jurisdiccional e incluso social. Y lo mantuvo convirtiendo el eventual propósito independentista en una mera quimera”. E insiste: “es claro que los alzados no disponían de los más elementales medios para, si eso fuera lo que pretendían, doblegar al Estado pertrechado con instrumentos jurídicos y materiales suficientes para, sin especiales esfuerzos, convertir en inocuas las asonadas que se describen en el hecho probado”.

Me niego a que mi reflexión quede encasillada por los linderos del Código penal. También me niego a que los términos del propio Código, en el contexto de una reflexión jurídica, queden alterados para que la penalidad de la declaración, sea, ahora convertida, en penalidad de hechos violentos que efectivamente tengan la virtualidad (por su gravedad) de producir la separación.

Y no sólo eso, el Tribunal reflexiona sobre un elemento subjetivo.
“Los acusados sabían, desde el momento mismo del diseño independentista, que no existe marco jurídico para una secesión lograda por la simple vía de hecho, sin otro apoyo que el de una normativa de ruptura constitucional que pierde su eficacia en el instante mismo de su publicación. Los acusados sabían que un referéndum sin la más mínima garantía de legitimidad y transparencia para la contabilización de su resultado, nunca sería homologado por observadores internacionales verdaderamente imparciales. Eran conscientes, en fin, de que la ruptura con el Estado exige algo más que la obstinada repetición de consignas dirigidas a una parte de la ciudadanía que confía ingenuamente en el liderazgo de sus representantes políticos y en su capacidad para conducirles a un nuevo Estado que solo existe en el imaginario de sus promotores.”
Una “consciencia” que no aparece acreditada en ningún momento. Uno de los acusados, no precisamente por rebelión, S. Vila afirmó, en el juicio oral, que “lo que pretendían era «tensar la cuerda sin romperla».” Se reproducen las palabras de Artur Mas, Marta Pascual, Neus Munté e Iñigo Urkullu, que afirman la voluntad de negociar, pero sin especificar el qué.

En consecuencia, afirma el Tribunal “resulta así excluido un elemento subjetivo esencial del tipo penal imputado en las acusaciones, a saber, que la independencia y derogación constitucional sean la verdadera finalidad procurada como efecto directo del alzamiento que es presupuesto del tipo. Los hechos probados dejan constancia de que los acusados eran conscientes de la ilicitud del proceso que venían impulsando, no solamente por los objetivos finales, sino también por los medios diseñados en su desafiante estrategia persuasora.”

Hay una deliberada confusión en la Sentencia entre declarar y ejecutar la independencia; lo que los golpistas querían y quieren no es negociar la independencia; lo que quieren negociar son sus términos, o sea, su realización. Así pues, para el Tribunal para que haya rebelión no basta la violencia para la “declaración de independencia”, sino la violencia dirigida a la consumación de la separación. Significativamente, el modelo que se tiene presente en la interpretación que hace el Tribunal del delito de rebelión es el del golpe de Estado; el del levantamiento violento y armado para hacer realidad la efectiva separación de una parte del territorio nacional. El ejemplo sería el de Kosovo.

Un parlamento autonómico (el de Kosovo) proclama la independencia e inicia un conflicto armado contra la República Serbia. Esto sí que sería rebelión, según la interpretación del Tribunal Supremo. Lo vivido en Cataluña, no. Porque los dirigentes eran “conscientes” de que no era bastante; que la violencia no tenía la intensidad necesaria para alcanzar el resultado; que no se desencadenó una guerra, como la de Kosovo. Sólo así habría rebelión. O hay guerra o no hay rebelión; mediopensionistas, no caben.

Es el éxito, una vez más, del discurso de los secesionistas: engañar a los magistrados con su alegato negociador. Hacerles creer que cuando llaman a la negociación es para negociar la separación, cuando lo que quieren negociar es el cómo se separan, cómo se reparten los bienes, los pagos del Estado, cómo se abonan las pensiones, etc. No hay rebelión por falta uno de los elementos objetivos (la violencia en intensidad, gravedad y daño) y otro subjetivo (los golpistas llamaban a negociar). El resultado de todo esto es una inmensa frustración. El desajuste entre lo esperado y lo alcanzado.

Lo vivido nos hizo construir una expectativa de que los golpistas serían castigados en tanto que tales, no como alborotadores. Y aún más frustración desde el momento en que podrán acceder casi de inmediato a los beneficios penitenciarios que les permitirán disfrutar de libertad, por los caprichos del reparto competencial sin las adecuadas garantías: ¿qué tiene que ver la administración penitenciaria con la efectiva administración de los castigos?; la administración de la cosa (prisiones) se convierte, también, en administración de la libertad.

La frustración, en una ciudadanía ya frustrada por un sistema político incapaz de encontrar soluciones a su propio bloqueo, es un peligroso sentimiento, aún más peligroso a las puertas de unas elecciones irresponsablemente convocadas. Cuando los políticos convertidos en aprendices de brujos, en su infinita arrogancia, juegan con fuego, el incendio está garantizado. Irresponsables.

(Expansión, 15/10/2019)

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