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Jolgorio y rendición

En el epicentro de la algarada, por un lado, los empleados del Ayuntamiento de Barcelona afanados en reparar los desperfectos; incluso asfaltando lo quemado (¿qué líquido tan abrasivo utilizan como para derretir la calzada?); y, por otro, los trabajadores de establecimientos comerciales (hoteles, restaurantes, cafeterías y otros) que comentan que, a partir de las 5 o 6 de la tarde, tienen que cerrar. A las 7 de la tarde comienza la “revolución”. Qué revuelta más peculiar que tiene horario.
Los jóvenes inician sus escaramuzas en horario nocturno. Hasta esa hora, la vida en Barcelona es la normal de cualquier día. Este domingo, las familias y los turistas pasean por la zona de guerra disfrutando del sol y de la belleza de la ciudad. Un observador desconocedor de lo sucedido no podría sospechar que al caer la noche sobreviene el caos. Aunque los rescoldos continúan (por muy rápido que trabajen los servicios municipales) y son visibles los establecimientos reventados como los de Plaza Cataluña.

Torra ha llamado tres veces a Sánchez. Y más veces lo hará. El espectáculo, vídeo incluido. Yo quiero negociar, le insiste Torra. Como los golpistas del procés. Claro que quieren negociar. No la independencia, ya declarada, por cierto, sino el cómo el Estado se somete y, fruto de la derrota, entrega bienes y sigue pagando, claro, a la república catalana, o el cómo se hace cargo de todos los funcionarios del Estado que no son queridos en la nueva república. Y Sánchez se resiste. No atiende el teléfono.

Torra y Sánchez representando “Ya no eres mi amigo”; que sí, le responde Torra; bien que me querías cuando había que echar a Rajoy; que no, que ya no, que ya no me interesa, le responde Sánchez. Así hasta el infinito. Mientras tanto los rebeldes del jolgorio comienzan su jornada laboral a las 6 de la tarde y se prolonga lo que haga falta. A la mañana siguiente, se reponen los bienes destruidos, pero no la normalidad de un Estado democrático de Derecho. Queda en suspenso durante esas horas; los ciudadanos atrapados, encolerizados y aterrorizados en sus casas.

En los últimos tiempos estamos asistiendo a una situación que nos debería hacer reflexionar. En Chile se incrementa el precio del metro, comienza la violencia callejera que obliga a decretar el estado de excepción que incluye el “toque de queda”. En España, la república catalana en horario nocturno se empeña, alentada por los golpistas-institucionales e institucionalizados, a imponer, vía violencia, el destino de los catalanes. No hay toque de queda, pero como si lo hubiera. La policía nacional y los Mossos resisten la violencia; que no se desborde; que se mantenga dentro del horario nocturno, de 6 a 2 de la madrugada, por ejemplo. Y por la mañana, otra vez a reparar, pero sólo los bienes, no la normalidad.

El problema estructural que plantea, en términos de Estado democrático de Derecho, es el surgimiento, ciertamente, en horario nocturno, de unos retadores del monopolio de la violencia. El Estado ya no la monopoliza. Hay nuevos actores que la disfrutan, en una fase embrionaria, pero que nada impide que siga prosperando hacia mayores niveles. Durante unas horas, los derechos quedan suspendidos, al albur de unos violentos, porque el Estado no puede imponer la “normalidad” de su ejercicio. No hay libertad, no hay propiedad. Qué queda del Estado; qué queda de la democracia.

La democracia está en crisis, se nos insiste. En Cataluña se ha seguido el camino de atacar el corazón del Estado: el ejercicio legítimo de la violencia. Poderes del Estado, como los de la Generalitat, emiten mensajes confusos sobre la justicia, la justificación y la conveniencia de la violencia; el ropaje político para justificar que se siga socavando al Estado democrático.

Ya no es necesario el enfrentamiento directo, buscando la superioridad militar en el momento y lugar adecuados, al modo de las guerrillas o del terrorismo de los años 60 o 80 del siglo pasado; ya no es necesario utilizar las mismas armas del Estado para convertir su debilidad circunstancial en estructural. Basta una organización difusa que se sirve de las redes sociales. Tanto en Chile como en Cataluña son el canal de articulación de la minoría que porfía al Estado.

La desintegración social también ha llegado a la “revolución”. No se necesitan grupos organizados; no se necesitan “ejércitos”. Una buena “app” hace el milagro de la articulación (difusa) de actores que retan al Estado que sigue anclado en las coordenadas (jurídicas) del Estado democrático de Derecho. Lo difuso reta a lo confuso.

Es paradójico que la violencia, en la misma semana, ha sido desmentida en clave penal (no hay rebelión) y reivindicada en clave política. Lo confuso es derrotado por lo difuso. En las calles de Barcelona se evidencia la distancia entre lo legal y lo político. Se evidencia, aún más, la desnudez del Estado en manos de bienintencionados servidores que no han logrado entender ni qué es lo que ha sucedido, ni qué va a suceder. En el momento de los lloros, ¿quién asumirá la responsabilidad?

El Estado democrático de Derecho se ha de rearmar para afrontar a los retadores. Si no es así, terminará perdiendo el monopolio legítimo de la violencia y, en consecuencia, desaparecerá. No sólo hay que afrontar las causas circunstanciales de la violencia y gestionar sus arrebatos, sino las estructurales e institucionales que la facilitan (y la legitiman). Aquí vuelve a hacer acto de presencia el artículo 155 de la Constitución.

Si estamos, como estamos, ante el incumplimiento por parte de una Comunidad Autónoma de sus obligaciones constitucionales y de la realización de actos contrarios al interés general de España, la única solución que contempla la Constitución es aplicar la coacción federal. En este caso, no se trataría de gestionar una situación circunstancial sino estructural.

Habría que corregir todas aquellas desviaciones, consolidadas durante tantos años de “conllevanza”. Los chiquillos que, en las calles de Barcelona, en horario nocturno, despliegan la violencia, son plenamente conscientes de que quieren la rendición del Estado. No tengo tan claro si todos los servidos del Estado así lo han entendido.

(Expansión, 22/10/2019)

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