Colombia es el último país que se ha sumado a la lista de enfadados oficiales. Paseando por la carrera séptima me iba topando, el día del paro nacional, el pasado día 27, con multitud de jóvenes que se quejaban del Gobierno del Presidente Duque. Se ha hecho famoso en Colombia el meme en el que, a un niño de 5 años, aproximadamente, se le preguntaba el porqué “participaba” en la protesta: “Por las pensiones”. Es una broma para mostrar la multiplicidad de las quejas. Todo el mundo está enfadado contra todo y contra nada. Tampoco lo saben e, incluso, es lo menos importante.
Como español me sorprende el que las manifestaciones vayan encabezadas por la bandera nacional. En España sería inimaginable. En Colombia, como en Chile, Bolivia, Venezuela, México, … pero también en Francia, Italia y otros, la bandera es el símbolo de la nación, de todos los ciudadanos. Es el emblema de la unidad, de la identidad; de todo aquello que compartimos y nos constituye en sujeto político.
¿Por qué en España los símbolos comunes o no existen o están en crisis? No se salva ni la selección nacional de fútbol, el último reducto. Algunos se empeñan en seguir socavando la unidad que es nacional; la del Estado es la consecuencia. La Constitución española de 1978 lo dice bien claro en su primer artículo: “España se constituye en un Estado”. La norma suprema del ordenamiento jurídico se inicia con un “relato” constituyente según el cual es España, la nación, la que se transmuta en Estado. El símbolo más sobresaliente, es sin duda, el Rey, “símbolo de su unidad” (art. 56). No es extraño el que el cuestionamiento de la unidad de la nación conduzca a la del Estado y, también, a la de sus símbolos.
Ver a jóvenes bogotanos enarbolando banderas nacionales, como emblema de la protesta, emociona. Porque es el símbolo de la nación, también cuando censura, expresando, en su condición de fuente suprema de todos los poderes, su rechazo a lo que se considera el ejercicio injusto, ilegal, arbitrario o equivocado del poder. Están enarbolando el poder de la nación. No es un adorno, es la expresión quinta esencial de la soberanía nacional.
El Procurador General de la Nación, Fernando Carrillo, lo expresó con claridad y contundencia en el seminario al que fui invitado: hay que oír la queja de la nación; no es posible taparse los oídos. Sería una gravísima equivocación. Los ciudadanos están enojados por lo que ven y, sobre todo, sufren. Es una combinación entre miedo y desesperanza. Es un sentimiento que se extiende en muchos lugares del planeta, también entre nosotros. Los ciudadanos sienten miedo ante una especie de sensación de descontrol. Porque las expectativas se han roto. Esto es particularmente evidente entre los jóvenes.
Se habla de la crisis o, incluso, del fin de la clase media. Más que la distancia entre los que más y los que menos poseen, lo que más impacto está teniendo es el de la pérdida de la esperanza de que siguiendo un determinado camino se puede aspirar a mejorar (el sueño americano) o evitar empeorar (el sueño del bienestar). En Estados Unidos se ha roto el sueño americano, el que aseguraba que, trabajando duro, se podría llegar a lo más alto.
El sueño del bienestar es el de la solidaridad administrada por el Estado, la que nos protege frente a los avatares de la vida. La queja ciudadana se dirige contra el Estado. Porque ha fracasado. Ha fracasado en aquello que nos parecía esencial; en atender a su función esencial: la de la seguridad. La seguridad del poder frente a cualquier peligro que acecha nuestra vida.
En nuestra Constitución, como en la mayoría de las del mundo democrático, se reconoce el derecho de “toda persona” a la seguridad (art. 17). Es elocuente que la Constitución entiende que libertad y seguridad están unidos. Es un único derecho, el derecho a la libertad y a la seguridad. Son las dos caras de la misma moneda. Pero ¿qué sucede cuando ni hay seguridad ni hay libertad porque el Estado no puede garantizarlas? El Estado era, tradicionalmente, la amenaza; ahora, ni es el garante.
Los nuevos peligros del Estado democrático de Derecho son el miedo y la desesperanza: el miedo a la pérdida de toda esperanza. Se rompe el pacto constitucional. El pacto por el que, en términos hobbesianos, se estaba dispuesto a ceder libertad (natural) a cambio de seguridad.
No hay protección frente al impacto de la crisis económica (como la vivida en el año 2007). Aumenta la desazón las dificultades de la “seguridad” social, el corazón del Estado del bienestar; las dudas de la solvencia del sistema de pensiones, como las del sistema de solidaridad ante situaciones incapacitantes (dependencia). El Estado no ofrece ni la seguridad de la seguridad social. ¿Qué es lo que se puede hacer?
Algunos se desesperanzan. Y luchan por que el Estado vuelva a ser Estado, pero ¿cómo serlo en mitad de la tormenta globalizadora? El Estado ha entrado en crisis por la globalización. Construido, desde el Tratado de Westfalia (1648), sobre unas fronteras que delimitaban el ámbito de su acción soberana, cuando éstas caen, también cae la capacidad de sus poderes para dispensar seguridad. El Estado era, y digo, era, el protector, desde los ámbitos más reducidos de la seguridad de la libertad, hasta los más amplios del Estado del bienestar.
La crisis de la frontera ha terminado abarcando, incluso, al papel benefactor. Los intentos de reconstruir la frontera obedecen, en el fondo, a la pretensión de enmendar la dispensación segura de ciertos servicios. Es la reconstrucción falsa y fallida de la esperanza. No es posible darle marcha atrás a la máquina de la Historia.
El gran reto del momento presente es el cómo reescribir el pacto social. El rey está desnudo, los jóvenes bogotanos lo gritan por las calles de la maravillosa Colombia.
(Expansión, 3/12/2019)
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