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Vanidad

Max Weber afirmaba que uno de los pecados capitales de los políticos es el de la vanidad; “la vanidosa complacencia del sentimiento del poder” porque el poder es adorado por lo que es, sin más, para el disfrute del vanidoso. El poder es el Estado. La política es la acción del Estado (política de Estado) y la que hace de la política del Estado su objeto (política de partidos).
El Estado es el centro del poder y la política tiene en el poder su objeto principal. Es el gran instrumento de transformación; porque sólo él tiene la capacidad de imponerse. Ni el liberalismo lo desconoce cuando mantiene una ambivalencia calculada. Critica al Estado y al poder, como opresor de la libertad, tanto como los necesita, precisamente, para proteger a la libertad.

No hay libertad sin Estado, es el terrible desiderátum histórico al que hemos llegado. Nos lo vuelve a recordar Acemoglou y Robinson, en su último libro “El pasillo estrecho. Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad”. Nos habla del difícil pero imprescindible equilibrio entre Estado y sociedad; entre poder y libertad; el convencimiento de que la libertad no es un prius natural, es un constructo social y jurídico, o sea, estatal. A partir de esta evidencia, la necesidad imperiosa de controlar al Estado; atarlo, como insisten los autores, hasta construir un “Leviatán encadenado”.

No deja de ser curiosa la conclusión de que la libertad depende del “Leviatán”, el terrible monstruo imaginado por Hobbes. Por mucho que se le encadene, sigue siendo Leviatán. No se convierte en un dulce corderito. Es el monstruo que Hobbes imaginó, para garantizar la seguridad, pagando el precio, precisamente, de la libertad y que ahora se nos presenta como el garante de la libertad.

El Leviatán siempre es Leviatán; si puede, romperá las cadenas. ¿Cómo conseguir que deje de serlo para proteger la libertad? Muy difícil. Porque hay un demonio interior que quiere romper las cadenas: la “voluntad de poder” de la que hablaba Nietzsche. Está presente en todos los seres humanos. Probablemente porque está vinculada a la supervivencia, ese atavismo que late en nosotros desde que los homínidos pululaban por la faz de la Tierra hace más de 2,5 millones de años. Los pusilánimes no sobreviven; sólo los poderosos. El poder es la marca de la vida; la marca de los que sobreviven. Se va reproduciendo en nosotros y aprovecha, oportunistamente, el momento para expresarse.

La voluntad de poder se metamorfea en los políticos en “vanidad”, como afirmara Weber. Es el sentimiento de señorear sobre el poder. Y concluía “no existe deformación más perniciosa de la energía política que el fanfarronear del poder de un advenedizo y la vanidosa complacencia en el sentimiento del poder, es decir, la adoración del poder como tal.”

El político se mide por el poder que ostenta. Y, sobre todo, por la capacidad de utilizarlo a su servicio. Se olvida el para qué; el fin. Es el político para el poder y sólo para el poder. No hay límites, ni la ética. Weber explica la relación entre política y ética.

Hay dos tipos de ética de la política, la de las convicciones y la de las responsabilidades. Aquella se mide por la fe de la causa absoluta; la que lo justifica todo, incluso, los medios más repugnantes. Esta otra, es la de las consecuencias. La política es “ética” por los efectos, buenos o malos, que produce.

Entre nosotros se participan de ambas éticas, según convenga: desde el sectarismo hasta el “consecuencialismo”. Las izquierdas pueden hacer de la ética su estandarte, el que divide el mundo entre buenos y malos, al mismo tiempo que, entre los que ellos consideran como de su bando, practicar el “resultadismo”. Llegar a un acuerdo, el que sea, porque son de los “nuestros”, los de la izquierda. Sin embargo, es vanidad, sólo vanidad. Un político, como es Sánchez, ha colocado su interés, sus objetivos, sus fines, sus resultados, su vanidad, por encima de todo. Su “yo” es su ética-ética, y su satisfacción, es el que da sentido a todo, a toda la acción política.

La vanidad tiene mala prensa. La política es querer utilizar el poder del Estado para el progreso de la sociedad. Y el político se ofrece como el capitán que gobernará la máquina al servicio de los demás. El político vende altruismo, cuando, en realidad, sólo pretende satisfacer la vanidad … pero que no se note. Ignatieff dice que la política es oportunista, … pero que no se note.

Para conquistar los votos requiere del oportunismo; ofrecer lo que en cada momento la sociedad reclama … pero que no se note. El riesgo es caer en el populismo; en el hechicero vendedor de “crecepelo”. No gusta. El ciudadano quiere que se le mime; que se le diga que es lo importante, lo único importante. El conflicto entre la vanidad, la ética de la ética o de la responsabilidad y el oportunismo se resuelve con la mentira.

La mentira se ha convertido en política, así como sus manifestaciones, desde la hipocresía hasta el cinismo. Es la manera de hacer política de Sánchez. Se ha entregado a la vanidad; a la embriaguez más descarnada del poder; a la vanidosa complacencia del sentimiento del poder. Cuando así sucede, no hay límites. Se puede decir y hacer todo lo contrario que un minuto antes se decía y hacía. Los ejemplos que se pueden presentar son conocidos. ¿Qué pensará el ciudadano? ¿qué piensa frente a la vanidad y sus manifestaciones hipócritas y mentirosas?

Es lo que más me preocupa. Todas las democracias han tenido personajes políticos como Sánchez. Es consustancial a la misma democracia porque es uno de los rasgos del político profesional, en términos de Weber. Estamos preparados para la vanidad de los políticos, e, incluso, su hipocresía y su cinismo, pero no lo estamos a la de los ciudadanos.

Un Estado democrático de Derecho con ciudadanos vanidosos, hipócritas y cínicos, tiene que soportar un elevado coste: la desconfianza. Los políticos engañan, los ciudadanos engañan. Una espiral que carcome al Estado. El contexto histórico no puede ser más inoportuno. Un paso más en el proceso de debilitamiento en un momento de máxima debilidad.

Podemos soportar a un Sánchez vanidoso, hipócrita y cínico, pero no a una ciudadanía vanidosa, hipócrita y cínica. Es lo que hay que evitar; la toxicidad que corrompe nuestra alma.

(Expansión, 30/12/2019)


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