Una de las afirmaciones que más se repite, en los dos informes que los peritos han presentado al Magistrado de la Audiencia Nacional que está instruyendo la causa abierta por Bankia, es la de que “las cuentas anuales no reflejan la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados”. Y que la falta de fidelidad de la imagen era debida a los “errores contables”, como consecuencia de omisiones o inexactitudes resultantes de fallos, al emplear o utilizar información fiable, que estaba disponible cuando los estados financieros fueron formulados. No había correspondencia entre la realidad y la imagen que de dicha realidad transmitía la contabilidad. Uno de los presidentes de uno de los grandes grupos bancarios españoles afirmó, según se recoge en uno de los peritajes, que la “contabilidad es un chicle, para decirlo claro, y todo depende primero de la norma y luego de cómo el regulador y el supervisor, digamos, aplican esa norma y luego cómo los administradores ven el presente y el futuro”. Si la contabilidad es ese chicle, como la realidad lo prueba, la economía de mercado tiene un problema muy grave que vendría a explicar lo que ha sucedido con Bankia y con tantos otros: ¿cómo garantizar que la contabilidad refleje la imagen fiel? ¿cómo es imagen de la realidad?
El Tribunal Constitucional ya había señalado, en la Sentencia 386/1993, de 23 de diciembre, que “la complejidad de la propiedad empresarial, con frecuencia diferenciada de la gestión, la fluidez del tráfico mercantil, que ocasiona continuas transacciones empresariales para cuya feliz consecución es del todo necesario conocer con precisión el estado patrimonial de las entidades, la despersonalización del patrimonio, la búsqueda de financiación para conseguir recursos suficientes para el desarrollo de la actividad empresarial, la diversidad de las propias fuentes de financiación, la continua actividad de venta y adquisición de bienes y servicios y la existencia de intereses laborales son, todas ellas, circunstancias que exigen, para asegurar el funcionamiento eficaz y transparente del mercado y la protección de los muy diversos intereses concurrentes, la máxima fiabilidad de la información disponible sobre la verdadera y real situación económica, financiera y patrimonial de las empresas (imagen fiel).”
Si es tan importante, tan extraordinariamente importante, ¿por qué es tan difícil de garantizar? Y, ¿por qué es tan fácil de burlar? A la vista de los dos peritajes, la burla fue, incluso, grosera. Las operaciones de maquillaje de las que se sirvió la contabilidad, permitieron ocultar la realidad financiera y patrimonial de las sociedades, BFA y Bankia. Y, también de otros hechos, con una importante carga simbólica, como se ha demostrado, como el uso de las tarjetas black.
Y aquí entra el interés público. Es de interés público asegurar la imagen fiel, la fidelidad de la información que la contabilidad transmite. Y ese interés es el que ha inspirado toda la regulación en la materia. En particular, la legislación de auditoría de cuentas. Como señalaba el Tribunal Constitucional, en la Sentencia indicada, es “de todo punto lógico que los poderes públicos, y en este caso el legislador, regulen los requisitos, condiciones y efectos que ha de tener una actividad [como la de auditoría] de tan amplia y profunda influencia sobre el funcionamiento de la economía de mercado y de los derechos e intereses de muy diversas personas y grupos. Sólo una regulación de este género puede asegurar que la información proporcionada por las auditorías responda, efectivamente, a la realidad, y sólo ella puede, por consiguiente, asegurar que las auditorías estén en condiciones de cumplir las funciones que de ella se esperan”.
Lamentablemente, volvemos a encontrarnos con otro ejemplo de la “mentalidad de profesor de Derecho”. El Tribunal Constitucional cree que basta con una Ley y con la regulación que incluye, para “asegurar que la información proporcionada por las auditorías responda, efectivamente, a la realidad”. No. No basta. El caso Bankia así lo demuestra. El auditor mereció una dura sanción por parte del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas, precisamente por haber incumplido la legislación en un aspecto que se ha demostrado transcendental: la independencia. El auditor carecería de independencia, por haber intervenido en la preparación de los estados financieros que luego auditó; fue sancionado por no verificar adecuadamente el control interno de la entidad e incumplir diversas normas de auditoría y por no obtener la evidencia adecuada y suficiente acerca del riesgo de insolvencia y de los saldos de existencias y activos no corrientes en venta.
El “fallo” del auditor se produce en el seno del “fallo” de todo el sistema de supervisión y control. Las infracciones del auditor fueron muy graves. Acusaciones aún más graves se dirigen, ya no sólo contra el auditor en concreto, sino contra todo el sistema que tiene como finalidad, como expresaba el Tribunal Constitucional, garantizar que la información sea fiel. Es el pilar sobre el que reposa toda la economía de mercado, con las características que el Tribunal enumera, al generar la confianza, la cual es substancial para su funcionamiento. En cambio, la realidad nos muestra su infidelidad. No refleja la situación real patrimonial, financiera y de resultados de la entidad, provocando un quebranto importante que, en el mismo peritaje se calcula, en más de 3.000 millones que es el monto del dinero defraudado a los inversores que participaron en la OPV. La magnitud del fraude no puede ser fruto del empeño de unas pocas personas alentadas por su codicia. El caso Bankia es un caso contra la regulación y la supervisión del sistema financiero español. Muchas personas e instituciones no hicieron bien su trabajo o miraron hacia otro lado. Fallaron los controles internos y externos, así como los supervisores de los mercados. Como se señala en el peritaje “la controversia contable … no es tanto si había un deterioro de los activos del grupo y su cuantificación, sino si existía información o ésta pudo obtenerse en su momento para registrar el deterioro cuando correspondía”. En efecto, esta información estaba disponible tanto para los directivos, los órganos internos de control, los auditores pero, también, para los reguladores. La realidad estaba ahí, para aquél que quisiera verla. Se prefirió creer en la imagen distorsionada de la contabilidad. Se quiso ver lo que se quería ver. No es un accidente que el caso que comento tuviese como escenario las Cajas de ahorro, con su peculiar sistema de gobierno colonizado por los partidos. La responsabilidad, incluso penal, que se está depurando de personajes relevantes de la vida política española alimenta, una vez más, la conexión entre codicia personal y fracaso institucional. Políticos al frente de instituciones financieras que han arrojado los resultados conocidos: operaciones que, como se dice en los peritajes, no obedecían a ningún criterio económico razonable; conflictos de intereses elocuentes; utilización de sociedades participadas, vinculadas e, incluso, clientes que tenían una situación de riesgo para garantizar el éxito de la OPV, etc. El descaro elevado hasta la décima potencia. Y todo, antes los ojos de los reguladores. No se entiende. A veces, cunde la sensación de vivir ante un puro espejismo, creado para engañar a los ingenuos, como aquéllos que participaron en la OPV, mientras los grandes inversores contaban con mecanismos para protegerse frente a cualquier riesgo. El capitalismo de amiguetes, ese que tanto daño nos está haciendo y que sólo es posible cuando las instituciones deciden olvidar el interés público que les da sentido.
(Expansión, 10/12/2014)
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