La función más importante de la Constitución es que constituya un Estado que garantice a todos los ciudadanos sus derechos y libertades. Un Estado que, como proclama la vigente Constitución, propugna, o sea, lucha, según la etimología de aquel término, por unos valores como los de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Y aquélla sólo puede ser el fruto del consenso. Sólo así se puede configurar, constituir, el Estado, conforme a las coordenadas expresadas. En cambio, la reforma constitucional se está planteando “en contra de”. La propuesta que ha presentado el PSOE, de creación de una Subcomisión, como primer paso de la reforma, es un ejemplo de lo que digo. En el texto se recoge un párrafo antológico: “En la actualidad, España sufre la mayor crisis institucional desde aquella instauración de la democracia. Una crisis favorecida por diferentes factores: la respuesta de la política conservadora a la crisis, que provoca el malestar de la ciudadanía ante el retroceso en sus derechos, el deterioro de los servicios públicos y el empobrecimiento de las clases medias trabajadoras, las tensiones territoriales, en las que se ha exhibido la incapacidad para el diálogo de algunos responsables institucionales, y el deterioro de la consideración de la ciudadanía hacia las principales instituciones democráticas como consecuencia de los escándalos de corrupción”. Y los retos que, a su juicio, debería afrontar la reforma son igualmente “en contra de” las medidas que se han aplicado hasta ahora, para hacerlas, supuestamente, imposibles, incluidas, las llevado a cabo por los Gobiernos socialistas.
La reforma constitucional no puede ser un arma con la que atacar al adversario. Ni la cárcel al pluralismo político. La Constitución o es un marco de libertad, incluida la ideológica y la política, o es la prisión de la democracia. No puede ser la versión normativa del programa político de un partido. Así lo fueron las Constituciones españolas anteriores a la hoy vigente. No. Ésa no es la Constitución que necesitamos. Mal negocio haríamos si se cambia una Constitución, surgida del consenso, por otra sectaria. La reforma de la Constitución sólo puede ser “a favor de”, fruto del consenso. Y sería ese consenso, y no el propio texto constitucional, el que permitiría afrontar los graves problemas de España, tanto el de la regeneración democrática frente a la corrupción, como el desafío del secesionismo catalán. La reforma lo plasmaría, pero no sería su obrador. Si hay consenso, la reforma caerá como fruta madura. Si no lo hay, ninguna Constitución obrará el milagro. España necesita reformar, más que la Constitución, el sistema de partidos para que el “interés general de España” ocupe el centro de su preocupación. La distancia entre ciudadanía y régimen político se incrementa, y los partidos únicamente nos muestran que su hoja de ruta sólo tiene una guía: cómo debilitar al otro, aún cuando todos salen perjudicados. La Constitución y su reforma se han convertido en el último rehén de este proceso que conduce al debilitamiento del Estado democrático de Derecho; el escenario perfecto que tanto necesitan los nacionalistas para afrontar la última fase de su deriva: la secesión unilateral. ¿Estaremos asistiendo a la reproducción del debate sobre el sexo de los ángeles que enfrentó a los bizantinos cuando los otomanos ponían cerco a Constantinopla en el siglo XV? Sabemos qué sucedió. No sobre la disputa sobre la sexualidad de los ángeles, todavía discutible, sino al Imperio Bizantino.
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