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Hipocresía y tesis de Sánchez

La hipocresía ha sido un asunto relevante en el pensamiento político liberal. El término es de raíz griega, relativa al papel que, en el teatro, desempeñan los actores. Es lógico por qué, desde esa raíz, ha evolucionado hasta el significado actual de fingimiento.

Hipocresía es tanto la máscara como el disimulo. El actor, como en el teatro griego, se coloca una máscara para no ser “yo” y fingir ser “otro”; el “yo” se distancia gracias al disfraz del “otro”, el rasgo más sobresaliente del actuar.

La democracia es una forma de gobernar el poder; la fuente, el ejercicio y el fin están referidos al pueblo. El gobernante, en la democracia, es un actor en el escenario del pueblo. Hobbes detestaba a la democracia, la griega, la que pudo estudiar, precisamente porque hacía del fingimiento la manera de ejercicio del poder; un incentivo al oportunismo; se actúa para contentar lo que en cada momento ese pueblo reclama.

Es contradictorio que al gobernante se le reclame, al mismo tiempo, que se quite la careta, deje de actuar y que sirva a los ciudadanos, al margen de su verdadera voluntad. Nuestra democracia representativa es, también, una democracia del fingimiento. Por esta razón es tan importante convencer al representado de la bondad de aquello que, el político, sí que puede creer. Así se dignifica la representación. Se pasa a representar aquello de lo que se participa. En caso contrario, o se finge o se dimite.

En la democracia, cierto grado de hipocresía es inevitable. El problema se plantea cuando la hipocresía, como señala Hobbes, en palabras de Runciman, nos priva de comprender lo que está en juego en la vida política, entonces es cuando adquiere el poder de llevarnos a todos a la ruina total. Cuando el gobernante asume un papel, una máscara tras la que ocultar la verdad de sus capacidades, su moralidad e, incluso, su política. Su “yo” desaparece oculto tras el disfraz para buscar la aceptación popular. La intermediación de la máscara es para atraer, en última instancia, el voto. Se vicia el consentimiento; la representación está viciada porque la elección no ha sido fruto del conocimiento verdadero de las cualidades que adornan al gobernante. Sino el fruto del engaño, del fingimiento.

En estos días estamos asistiendo a la polémica de la tesis doctoral del presidente del Gobierno Pedro Sánchez. La secuencia no puede ser más demoledora para la moralidad pública. Defendida en noviembre de 2012, después de una elaboración en un tiempo record (de 13 meses cuando lo usual son tres o cuatro años), ante un tribunal sin ningún funcionario, no fue inscrita inmediatamente en el registro de TESEO hasta que pasaron algunos años y no estaba accesible a todo aquel que quisiera consultarla, sin la previa autorización de su autor. A pesar de las peticiones de algunos ciudadanos de poder contar con una copia electrónica, tanto el Ministerio de Educación como la propia Universidad las rechazaron. Tanto empeño en la ocultación alimentó la sospecha y su examen, desde el pasado viernes, no la ha resuelto. Al contrario.

La tesis no es una tesis. No es un trabajo original de investigación, como exige la legislación. No voy a entrar en si hay o no plagio (aunque hay indicios para la sospecha), su mero contenido pone de relieve que más de un 80 por 100 es la descripción de las instituciones de la diplomacia económica en España desde el año 2000 hasta el 2012. Y una descripción no es un trabajo de investigación. Está al alcance de cualquier persona, con ciertos conocimientos, proceder a resumir los documentos oficiales en los que se regulan consejos, planes, comisiones, institutos y demás, encargados de diseñar y llevar a cabo la política de relaciones internacionales en el ámbito económico.

¿Por qué tanto secreto? Se entiende mejor. Delata la consciencia de su autor de que su trabajo no es una tesis; es cualquier otra cosa; y que sólo se convirtió en tesis por el privilegio de tener acceso a una Universidad que así se lo consintió, y a un tribunal que así lo hizo posible.

Otro caso más que enfanga la honestidad académica. Para aquellos que llevamos tanto tiempo, y que hemos denunciado la corrupción universitaria, el caso Sánchez, ilustra, como el de Cifuentes, Montón, Casado y otros, que la institución universitaria se ha plegado, en algunos casos, a contentar a ciertos políticos que han tenido acceso a los beneficios, más de reconocimiento que de otro tipo, que ofrece la Universidad. El empeño de algunos en tener un título académico; un título que, al ritmo del desprestigio galopante, será ofensivo incluso tenerlo.

Es la hipocresía de los políticos, la de ocultación de la verdad; la de interponer la máscara del título, para ocultar la realidad de que no reúnen los méritos para su disfrute. Sea por plagio, por incapacidad o por ambos, la “titulitis” se ha convertido en una forma de fingimiento. La propia sociedad, en el fondo, la ha alimentado. La creencia de que disfrutar de un título es requisito necesario para ser un buen político. Y no es verdad. Los académicos, con muchos títulos, no son necesariamente, buenos políticos. Isaiah Berlin trazó la frontera entre unos y otros. Ser un intelectual no cualifica para ser político; representan lógicas muy distintas de afrontar los problemas. Aquél se entretiene en las causas; éste, en cambio, en las soluciones. El problema viene, en términos políticos, cuando el gobernante, llevado por la hipocresía, construye una máscara de disimulo para irrogarse unas cualidades, supuestamente, intelectuales, a los que no tiene derecho. El caso Sánchez es el caso, fundamentalmente, de los privilegios que unos han disfrutado en algunas instituciones universitarias corruptas.

(Expansión, 18/09/2018)

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