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Simbología partidista, golpista

La ocupación del espacio público por símbolos secesionistas está ampliamente extendida en Cataluña. Basta recorrer el territorio de esa Comunidad Autónoma para comprobarlo.

Con ocasión del aniversario de los atentados del 17 de agosto, se pudieron ver tres pancartas colocadas en puntos estratégicos.

Los símbolos son imágenes que representan unas ideas, según es admitido convencionalmente por una comunidad. La importancia del símbolo radica en lo que representa.

Los símbolos del secesionismo, los lazos y la estelada, reivindican a los supuestos presos políticos y a la república catalana.

La democracia española no es, como tantas veces ha reiterado el Tribunal Constitucional, una democracia militante. A diferencia de lo que sucede en la Constitución alemana que prohíbe a los partidos antidemocráticos (art. 21), nuestra Constitución no prohíbe ni ideas, ni partidos. El secesionismo no está prohibido en España. La simbología secesionista, por lo tanto, no es ilegal.

Tanto la ideología como sus símbolos podrán ser manifestados y exhibidos en el espacio público. Están amparados en las libertades constitucionales.

Una cosa es exhibir y otra ocupar. En Cataluña la simbología secesionista ocupa el espacio público; tiene un carácter de permanencia. Calles, plazas, edificios públicos e, incluso, playas son el lugar preferido; además, se utilizan medios para evitar que sean fácilmente removidos, como la pintura. No sólo representan ideas, sino su permanencia. Se colocan para no ser removidas; para durar. Ocupan el espacio público como hacen los golpistas con las instituciones: se las apropian, las colonizan y las instrumentan a su servicio, sin respetar, ya no sólo la Ley, sino los principios básicos del Estado democrático de Derecho. Los símbolos no representan al secesionismo, sino al golpismo del secesionismo.

El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, en la sentencia de 5 de julio, se enfrentó a la legalidad de que un Ayuntamiento, en este caso, el de Sant Cugat del Vallés, colocase una bandera estelada en una plaza.

El Tribunal recuerda, con cita de la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de abril de 2016, que confirmó la legalidad de una resolución de la Junta Electoral Central, que la objetividad y neutralidad de la Administración es una exigencia de los principios constitucionales de legalidad e interdicción de la arbitrariedad (arts. 9.3 CE y 103.1 CE). Si la Administración sirve de manera objetiva al interés general, como exige la Constitución (art. 103 CE), no puede hacerlo a ideología o política partidistas, o sea, de una parte de la población, en este caso, la del 37 % del censo electoral. Desde el momento en que autoriza o tolera la ocupación, está contribuyendo a la difusión (imposición) de ciertas ideas, con lo que rompe con la neutralidad que es garantía del pluralismo político que es un valor esencial del Estado democrático de Derecho (art. 1 CE).

Desde la clásica y primera construcción de la teoría del golpe de Estado, por parte de Gabriel Naudé (Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, 1639), hasta reflexiones más modernas como la de Rafael Martínez (2014), pasando por la Rosemary O’Kane (1987), el golpe mantiene una señas de identidad que, en palabras de su inicial teórico, son “acciones osadas y extraordinarias que los príncipes están obligados a realizar en los negocios difíciles y como desesperados, contra el derecho común, sin guardar siquiera ningún procedimiento ni formalidad de justicia, arriesgando el interés particular por el bien público”. Se golpea la legalidad vigente para alumbrar un nuevo orden estatal.

En Cataluña estamos ante un golpe de Estado que combina lo más clásico con lo más moderno: lo lleva a cabo el que ostenta el poder, el que ocupa las instituciones, para, aquí está la modernidad, desde dentro, desde el autonomismo y sus instituciones, destruir el Estado, y alumbrar un nuevo marco estatal, el republicano. Es el primer golpe de Estado sin bajarse del coche oficial y sin renunciar a los privilegios del poder.

El golpe tiene su vertiente simbólica: del mismo modo en el que el Estado legítimo engalana sus espacios públicos con los símbolos que lo representan, el Estado ilegítimo, la república catalana, hace lo propio. No se reconoce atropello alguno a derechos y libertades, al pluralismo político, porque se trata, dicen, de los símbolos del Estat catalá; los del poble catalá, un sole poble.

En ese estado de alucinación, tiene sentido el lenguaje orweliano, el neo-lenguaje utilizado. La ocupación se inviste de libertad, de democracia, de Estado de Derecho. Sólo el fanatismo y desde el fanatismo se puede entender que la ocupación del espacio público con símbolos de una parte, que “representa” al 37% del censo, sea respetuosa con los principios básicos del Estado democrático de Derecho.

Así pues, la ocupación del espacio público es una faceta más de la ocupación de las instituciones. Los Mossos d’Esquadra están denunciando, aplicando, nos dicen, la Ley de Seguridad Ciudadana, a todos aquellos que están retirando del espacio público los símbolos secesionistas. Es la paradoja, igualmente, representativa de lo que está ocurriendo: con el neo-lenguaje arriba la neo-legalidad. Cuando lo ilegal es la ocupación, se convierte en ilegal acabar con ella; como también lo es poner fin a la ocupación golpista de las instituciones. Todos los que resisten al golpismo, desde el Estado democrático de Derecho, sea el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, o, ahora, los ciudadanos, son los golpistas.

Orwell, en su apéndice sobre los principios de la neo-lengua, identificó tres clases de palabras: junto a las del vocabulario A (las necesarias para la vida cotidiana) y las del C (las técnicas), las del B son las que tienen implicaciones políticas, las que “est(án)pensadas para imponer una actitud mental deseable en la persona que las utilizara”; ninguna es neutra desde el punto de vista ideológico; “muchas (son) eufemismos. Así, por ejemplo, “campogozo” (campo de trabajos forzados) o “Minipax” (el Ministerio de la Paz, en realidad, el de la Guerra) significaban casi lo contrario de lo que aparentaban significar.” El secesionismo hace uso del vocabulario B. Su éxito radica en que se va extendiendo más allá de los hiperventilados.

La amenaza al Estado democrático de Derecho no es la simbología, es la ocupación que el golpismo hace de las instituciones, incluido, el espacio público. Si esa ocupación se “normaliza”, se acabará convirtiendo en una nueva legalidad surgida del hecho del triunfo del golpe (“la fuerza jurídica de lo fáctico”). No cabe, ni la tolerancia, ni la complacencia: son los caminos más cortos para acabar con el orden constitucional y, sobre todo, con los derechos y libertades de los catalanes no secesionistas.

(Expansión, 21/09/2018)

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