“Los españoles queremos a Cataluña”. Fue una de las primeras afirmaciones del discurso del Presidente Rajoy el pasado sábado en Barcelona. El amor, el afecto, el cariño … hacia Cataluña, estuvo presente. En plena vorágine del reto secesionista, el amor como antídoto. Y la Ley. Mucha ley. Mucha Constitución. En un discurso de 4.000 palabras, 22 veces se habló de la Constitución, 21 de la Ley, y también de reglas, obligaciones, deberes, así como de Estado de Derecho. Pero también de solidaridad, de unidad, de unión, … La Constitución no es un límite a nada, sino un camino a todo. Es la fuente principal de la libertad y de la prosperidad de la actual Cataluña. Nunca ha disfrutado de mayor libertad y prosperidad. Mas si esto es un hecho, ¿cuál es el problema? Los sentimientos.
J. Vicens Vives, en su obra Noticia de Cataluña (1952), afirmaba que “no podemos hablar de pueblos en el sentido actual de la palabra hasta que reconozcamos en la vida histórica de una sociedad la constitución definitiva de una mentalidad propia y diferenciada”. Es una forma de tomarse la vida, como aclara el gran historiador catalán. Es esta mentalidad la que pretende analizar en la obra que comento y la que identifica desde el siglo XI. En esa fecha, parafraseando a A. D. Smith, se podría afirmar que un pueblo, el catalán, tenía el sentimiento de pertenencia y, sobre todo, de diferencia. Es el elemento identificador de un pueblo, de una nación, según la construcción de Smith.
Vicens Vives lleva a cabo un discutible intento para desentrañar la mentalidad catalana. Lo relevante no es qué identifica a dicha mentalidad, sino la certeza de que es “diferente” a la castellana, como tantas veces insiste; lo que la distingue, la separa, la singulariza, la identifica frente a todas las demás. Este substrato histórico o sedicentemente histórico es el que ha servido para la construcción ideológica y política del nacionalismo. Éste se superpone sobre aquella realidad para extraer un rédito político que es el que pretenden obtener las élites políticas, administrativas, y también las económicas, así como las culturales, del proceso de conversión de las diferencias en bases del Estado nacional. El sentimiento de diferencia alumbra, por obra del nacionalismo, a la nación, como sujeto político. Un sujeto que tiene unos derechos que se superponen sobre los de los ciudadanos. Y es su superioridad lo que justifica el sacrificio de los derechos de éstos.
El nacionalismo necesita de un enemigo y, sobre todo, de la torpeza del enemigo. Ésta sirve de acicate, de alimento a la mística de la humillación, de la opresión, de la colonización. Es el enemigo torpe, dibujado de manera caricaturesca; no sólo es enemigo sino que es además estúpido, ignorante, bruto, … lo que reduplica la injusticia de la opresión. La opresión de un sanguinario expoliador de la nación. Surge así el sentimiento de humillación, de la diferencia incomprendida, de la diferencia no reconocida.
La gran singularidad del momento actual es que el discurso nacionalista es el discurso oficial de las instituciones políticas y administrativas que gobiernan Cataluña desde hace más de 30 años. Por primera vez en la historia de Cataluña, ésta ha podido disfrutar del grado de autonomía que le permite utilizar todos los resortes del poder para difundir que el sentimiento de diferencia lo es de una nación que tiene unos derechos que están por encima de los ciudadanos, de la democracia y del Estado de Derecho. La legitimidad mesiánica de la nación diferente y diferenciada hasta lo caricaturesco frente a un enemigo bruto, ignorante y autoritario. Una legitimidad embutida en un místico principio democrático en el que el demos, su demos, su pueblo, su nación, tiene unos derechos que están por encima de todo, y, en particular, de la Constitución y del Estado democrático de Derecho.
Éste es el punto de llegada de años y de siglos de errores. Por ambas partes. Es común hablar de los errores del catalanismo; también el constitucionalismo ha incurrido en los suyos. El más grave, a mi juicio, ha sido, ante la imposibilidad de entender Cataluña, entregársela a los nacionalistas de todos los partidos. Éstos han cultivado el sentimiento de diferencia sin la contrapartida del sentimiento de comunidad, de la “hispanidad esencial de Cataluña”, de la que hablaba Vicens Vives. La renuncia del constitucionalismo ha sido utilizada por el nacionalismo para cultivar la incomprensión, la cual ha hecho aún más imposible que aquél entienda a Cataluña. Hasta el infinito y más allá.
Una élite nacionalista ha convertido la dejación del constitucionalismo, en baza para abonar el sentimiento de diferencia, hasta romper los lazos con el resto de los españoles. Es imprescindible recomponer el sentimiento de comunidad. El Presidente Rajoy lo dice con rotundidad: Cataluña gana siendo española. Unidos, ganamos todos. Éste es el mensaje. El constitucionalismo debe aprender de sus errores, desembarazarse de sus complejos y explicar el hecho incuestionable de que España es el camino de la prosperidad de Cataluña. Es el único camino que la puede conducir a Europa. Y ésta es el destino común de todos: la España del siglo XXI es la Europa del siglo XXI. Es absurdo pensar que esta Europa se puede construir a base de nuevas fronteras. Absurdo.
(Expansión, 28/01/2014)
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